Esta es la
historia de Ramón, un jubilado a punto de cumplir setenta años, ahora abuelo a
tiempo completo, que como hobby ha dedicado media vida a la búsqueda de algo,
que el mismo no sabe muy bien cómo definir, pero que casi a media voz, como si
le diera vergüenza, dice “busco a Dios, pero me siento tan poquita cosa”.
Ramón es una excelente persona, el
primero en ayudar en las distancias cortas, aunque alejado de los grandes
compromisos, ya sean sociales, económicos, políticos o religiosos. Sus familiares
con ese cariño infinito que sienten por él le dicen con frecuencia: “Ramón, o
papá”, según de donde venga la perorata, “es que no puedes ayudar a todo el que
se te acerca, no puedes perdonar lo que te deben, no puedes hacerte el tonto de
esa manera porque te están tomando el pelo”.
“Mira”, contesta él, “si pueden
devolvérmelo y no lo hacen, no es mi problema, es el suyo. Para mí no es
imprescindible, y si creyendo que soy tonto y me engaña, él es feliz, pues
¡Bendito sea Dios!, allá él con su conciencia”.
Esta es su manera de ir por el mundo.
No entiende de separatismos políticos o religiosos, no entiende la
discriminación, no entiende, por ejemplo, cuando desde las altas jerarquías de
la iglesia condenan sin paliativos a homosexuales, a divorciados o a madres
solteras. “Ahora afortunadamente”, dice, “tenemos un Papa que sí parece que
habla por boca de Dios, al menos más que otros”.
Ramón es un observador, no habla,
solo escucha, y eso le ha hecho conocedor de la idiosincrasia humana. Como él
dice: “Cuando abren la boca ya sé si hablan con verdad o me va a engañar” o,
“dejarles que hablen, pobrecitos, es su única manera de tener protagonismo”.
No ha realizado ningún tipo de cursos
o talleres tan de moda hoy día, no hace intensivos ni retiros, él sólo lee y
medita. Me contaba que le tenía un miedo cerval a la muerte y que a través de
la lectura empezó a pensar en la lógica que tenía la reencarnación y en que
todo lo que venimos a hacer a la vida es aprender, “Aunque tengo que
reconocer”, dice, “no sé muy bien cuál es el aprendizaje. Los autores no se
ponen mucho de acuerdo, lo que me da a entender que no lo saben. Me gusta eso
que tú dices de que sólo tenemos que aprender a amar, parece lógico”.
Lo que iba asimilando de los libros
lo ha ido incorporando a su propio ser a través de la meditación. Me contaba de
su experiencia meditativa: “La reencarnación me empezó a parecer lógica
observando la tontería de mucha vidas, y sobre todo tantas y tantas vidas vacías,
carentes de amor y de cariño, y sobre todo con tantos engaños. Tenía que haber
algo más pensaba. Pero a medida que avanzaba en mi meditación, era como si en
cada meditación recibiera información adicional, porque al finalizar la
meditación parecía que había integrado en mi ser, en el lugar donde se acumula
la sabiduría, que no se cual es, lo que había leído y aceptado como cierto.
Esto hizo que desapareciera el miedo a la muerte y empezara a plantearme otros
objetivos de vida”.
“¿Cuáles son esos otros objetivos?”, pregunté
yo, dando por sentado que los objetivos anteriores eran los que todo el mundo
tiene, buscar la felicidad, aunque no lo sepan, pero tratando de encontrarla en
los lugares equivocados. “Los objetivos que ahora busco”, contestaba Ramón, “es
hacer felices a los demás. Eso me hace feliz. Lo leí una vez, y no lo entendía
muy bien, pero ahora, al practicarlo, lo he entendido perfectamente. Mi
felicidad pasa por la felicidad de los que me rodean”.
Si tenía alguna duda de la bondad de
este hombre, ahora se había disipado. Pero la razón de esta entrada, no es por
su bondad, ni sus anécdotas, es por lo que me siguió contando Ramón:
“Últimamente me están pasando cosas muy raras, y cada vez con más frecuencia. A
veces es como si me desconectara del mundo. Estoy con mi esposa, con mis hijos
o con mis nietos, y la mente, que ya sabes lo caprichosa que es, da entrada a
un pensamiento del tipo: ¿Qué será de Ana, mi nieta, el día de mañana?, y en
ese momento surge la desconexión y me entra una serenidad especial, y esa
serenidad lleva implícito no que sepa que será el día de mañana, sino que no debo
preocuparme porque lo que va a ser ya lo ha pedido, lo ha pactado y lo ha
programado, así que no va a ser lo que ella no quiera ser”. “Ya sé”, siguió
Ramón, “que eso, ni ella, ni nadie de la familia lo saben, ni tan siquiera yo,
pero la sensación que recibo, o la energía como tu dices, me serena hasta el
extremo de dar las gracias a Dios”.
“Te ha sucedido en más ocasiones”, le
pregunté.
“En muchas más”, me contestó, “prácticamente
cada vez que tengo alguna duda, alguna pregunta, alguna inquietud, de alguna
manera es como si me desconectara de la vida y me enchufaran a no sé donde,
pero me llega tal serenidad que dan ganas de seguir teniendo dudas. A veces
incluso después de eso, se la respuesta a la pregunta que me hacia en mi mente,
y sin que nadie me diga nada, se que lo sé”.
“Ramón”, le interrumpía yo, “eso es
como estar en el umbral del Paraíso. Es como si estuvieras aquí y Allá. Y ¿Qué haces?
“Nada”, contestó él, “doy las gracias”.
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