Piensa en un rio de aguas tranquilas y trasparentes que discurren por su cauce sin oposición, con continuidad, y que después de un recorrido más o menos largo, desemboca en el mar. Tu vida es como ese rio, siempre continua, siempre en movimiento, un segundo tras otro, discurriendo como las aguas del rio, siempre cambiantes, nunca es igual. La vida fluye en ti como las aguas fluyen por su cauce.
¿Qué pasa si hay una roca en mitad del rio? El agua choca contra ella, rebota, retrocede, se abre en dos partes, se crean remolinos, los sedimentos que parecían dormidos en el lecho del rio suben a la superficie enturbiando el agua. Tu vida también es como ese rio cuando arrojas un pensamiento en su cauce, la vida deja de fluir con armonía, la emociones se desbordan.
¿Qué pasa si en vez de una roca hay muchas rocas, a lo largo y ancho del cauce del rio? El agua ya no discurre tranquila, todo lo que hay son remolinos, y el avance del agua es un torbellino sin control. Cuando tu mente es como un tío vivo, llena de luces y ruido, dando vueltas y más vueltas en torno a los problemas, a los miedos, a la autocompasión, es como ese rio lleno de obstáculos, y tú, creyéndote que vas a llegar al mar subid@ en esa balsa en la que crees tener seguridad, terminas perdiendo la vida sólo por el miedo que tienes de perderla.
Tus pensamientos repetitivos, tu esfuerzo por asirte con desesperación a la seguridad, tu miedo a perder el control, tus indecisiones, tu apego al sufrimiento, hacen incluso que en el cauce de tu vida, por delante de las rocas, levantes una inclusa que detiene completamente el agua, emponzoñándose, pudriéndose.
Nos han enseñado que la única manera de tener éxito es generando y manteniendo un esfuerzo constante, es realizando un trabajo excesivo, es renunciando a nuestro propio placer, porque eso es egoísmo. Nos han enseñado que sólo se puede aprender son sufrimiento, que la letra con sangre entra, que antes de hacer hemos de pensar en “que pensara la gente”. Es mentira, ¡nos han engañado!
El aprendizaje es una diversión, el éxito no se persigue, el verdadero éxito llega cuando dejas de ofrecer resistencia, cuando no te agarras a la vida, porque agarrarse a la vida persiguiendo el éxito, es perder el éxito y la vida. Rompe las compuertas y limpia tu cauce de escollos para dejar que tu vida fluya, no te paralices en el tío vivo de tus pensamientos, para el carrusel de tu mente y baja.
Dejar que la vida fluya a través de ti, es aceptar. Fluir, aceptar, no quiere decir que te cruces de brazos con resignación, quiere decir que elijas la paz en lugar del miedo, quiere decir que elijas la alegría en lugar de la tristeza, quiere decir que elijas la acción en lugar de las dudas, quiere decir que lo importante es tu felicidad y no el pensamiento de los que te rodean, quiere decir que elijas el amor ante cualquier otra circunstancia, quiere decir “si”, “si a la vida”.
Un buen trabajo sería empezar a aceptarte a ti y empezar a presentarte ante los demás tal como eres, sin máscaras:
Para eso podrías colocarte delante de un espejo y observar la expresión de tu cara. Toma conciencia de tu expresión, no juzgues si la imagen que te devuelve el espepo es la de un rostro serio, si es lánguido, si parece enfadado……… sólo observa.
Empieza a decir cosas hermosas a ese rostro que se refleja en el espejo: “Guap@”, “te quiero”, “que ojos tan bonitos”, sonríe y empieza a ver como es tu rostro cuando sonríes. No juzgues nada, no busques el por qué de nada, sólo quiérete, solo acéptate, y podrás observar como tu rostro se relaja y cambia. Haz este ejercicio durante cinco minutos cada día antes de tu meditación y que sea luego ese rostro el que sacas de casa para presentarte ante el mundo.
A partir de tu propia aceptación, será más fácil aceptar la vida, poco a poco, vete desterrando el “no”, empieza a utilizar el “si” con esa sonrisa que practicas en el espejo, empieza a aceptar los cambios de la vida sin oponerte, empieza a decidir sin darle vueltas y más vueltas que solo sirven para envenenar tu mente, empieza a vivir.
Hoy si he encontrado un cuento, también de Jorge Bucay: Es la historia de un hombre al que yo definiría como un buscador...
Un buscador es alguien que busca; no necesariamente alguien que encuentra. Tampoco es alguien que, necesariamente, sabe qué es lo que está buscando. Es simplemente alguien para quien su vida es una búsqueda.
Un día, el buscador sintió que debía ir hacia la ciudad de Kammir. Había aprendido a hacer caso riguroso de estas sensaciones que venían de un lugar desconocido de sí mismo. Así que lo dejó todo y partió.
Después de dos días de marcha por los polvorientos caminos, divisó, a lo lejos, Kammir.
Un poco antes de llegar al pueblo, le llamó mucho la atención una colina a la derecha del sendero. Estaba tapizada de un verde maravilloso y había un montón de árboles, pájaros y flores encantadores. La rodeaba por completo una especie de pequeña valla de madera lustrada. Una portezuela de bronce lo invitaba a entrar. De pronto, sintió que olvidaba el pueblo y sucumbió ante la tentación de descansar por un momento en aquél lugar. El buscador traspasó el portal y empezó a caminar lentamente entre las piedras blancas que estaban distribuidas como al azar, entre los árboles. Dejó que sus ojos se posaran como mariposas en cada detalle de aquel paraíso multicolor. Sus ojos eran los de un buscador, y quizá por eso descubrió aquella inscripción sobre una de las piedras:
Abdul Tareg, vivió 8 años, 6 meses, 2 semanas y 3 días
Se sobrecogió un poco al darse cuenta de que aquella piedra no era simplemente una piedra: era una lápida. Sintió pena al pensar que un niño de tan corta edad estaba enterrado en aquel lugar. Mirando a su alrededor, el hombre se dio cuenta de que la piedra de al lado también tenía una inscripción. Se acercó a leerla.
Decía: Yamir Kalib, vivió 5 años, 8 meses y 3 semanas
El buscador se sintió terriblemente conmocionado. Aquel hermoso lugar era un cementerio, y cada piedra era una tumba.
Una por una, empezó a leer las lápidas. Todas tenían inscripciones similares: un nombre y el tiempo de vida exacto del muerto. Pero lo que lo conectó con el espanto fue comprobar que el que más tiempo había vivido sobrepasaba apenas los once años.
Embargado por un dolor terrible, se sentó y se puso a llorar.
El cuidador del cementerio pasaba por allí y se acercó. Lo miró llorar durante un rato en silencio y luego le preguntó si lloraba por algún familiar.
“No, por ningún familiar”, dijo el buscador. “¿Qué pasa en este pueblo? ¿Qué cosa tan terrible hay en esta ciudad? ¿Por qué hay tantos niños muertos enterrados en este lugar? ¿Cuál es la horrible maldición que pesa sobre esta gente, que les ha obligado a construir un cementerio de niños?”
El anciano sonrió y dijo:
"Puede usted serenarse. No hay tal maldición. Lo que pasa es que aquí tenemos una vieja costumbre. Le contaré...: cuando un joven cumple quince años, sus padres le regalan una libreta como esta que tengo aquí, para que se la cuelgue al cuello. Es tradición entre nosotros que, a partir de ese momento, cada vez que uno disfruta intensamente de algo, abre la libreta y anota en ella:
A la izquierda, qué fue lo disfrutado... A la derecha, cuánto tiempo duró el gozo...
Conoció a su novia y se enamoró de ella. ¿Cuánto tiempo duró esa pasión enorme y el placer de conocerla? ¿Una semana? ¿Dos? ¿Tres semanas y media...? Y después, la emoción del primer beso, el placer maravilloso del primer beso... ¿Cuánto duró?, ¿el minuto y medio del beso?, ¿dos días?, ¿una semana?, ¿y el embarazo y el nacimiento del primer hijo?, ¿y la boda de los amigos?, ¿y el viaje más deseado?, ¿y el encuentro con el hermano que vuelve de un país lejano?, ¿cuánto tiempo duró el disfrutar de estas situaciones?, ¿horas?, ¿días?
Así, vamos anotando en la libreta cada momento que disfrutamos... Cada momento.
Cuando alguien se muere, es nuestra costumbre abrir su libreta y sumar el tiempo de lo disfrutado para escribirlo sobre su tumba. Porque ese es para nosotros el único y verdadero tiempo vivido.