Capítulo IX. Parte 1. Novela "Ocurrió en Lima"
Una vez en casa, Ángel me hizo acostar en el sofá. Me pidió una banca pequeña o, algo parecido, para sentarse, de manera que pudiera poner, sus manos en mi cabeza sin forzar la espalda. Como no había niños en la casa no tenía asientos pequeños por lo que habilitamos una caja resistente con mantas encima, para que fuera, un poco más, cómodo.
Sus instrucciones
fueron sencillas. Me dijo que cerrara los ojos, que llevara la atención a la
respiración y me dejara llevar sin sorprenderme, ni asustarme, por nada de lo
que pasara. Lo normal, me dijo, es que te sientas como si estuvieras viendo una
película en el que el protagonista eres tú. Me dijo, también, que no hablara
hasta el final, a no ser que necesitara decir algo que yo considerara muy
importante Mientras respiraba, suave y lentamente, sentí una de sus manos
tocando, suavemente, mi frente. De inmediato comencé a sentir una especie de
vibración, como una corriente eléctrica de baja intensidad, recorriendo mi
cuerpo en oleadas, que circulaban de la cabeza a los pies. Solo había respiración,
silencio y oscuridad.
No
había pasado mucho tiempo cuando la oscuridad que me envolvía comenzó a abrirse
como lo hace el telón en un teatro o los párpados al despertar en la mañana y
apareció ante mí una especie de urbanización, con forma circular. La podía ver
desde lo alto, como si volara en un avión a baja altura.
Era un
complejo formado por un edificio central grande, con una sola planta, que
parecía ser el acceso principal. Adosado a él y adosadas entre sí había una
treintena de casas pequeñas formando un círculo que se cerraba con otro
edificio, más grande que las casas, pero algo más pequeño que el edificio
central, justo enfrente del primero, encarado a una de las zonas montañosas de
Lima.
El
complejo se encontraba vallado, con una distancia de, al menos, cincuenta
metros entre la valla y las edificaciones, cubierto de un césped, que parecía, desde
mi visión, cuidado con esmero. En la parte interior del círculo, que formaba
todo el complejo, había una especie de parque con una fuente central, bancos,
estratégicamente colocados, bajo los árboles para resguardar de los rayos del
sol a sus posibles ocupantes y jardines con zonas de paseo entre los setos
sembrados de flores.
En la
entrada del complejo podía leerse “Residencia cielo y tierra”. Era una
residencia para adultos mayores. En el edificio central estaba la recepción, la
dirección, la sala de visitas, la sala de televisión, la sala de cine, la
biblioteca, la capilla y el salón comedor. Las casas adosadas eran todas
iguales de no más de treinta metros cuadrados, con una habitación, un baño y
una sala de estar pequeña con una tele, una mesita y dos sillones. En la otra
edificación que cerraba el círculo, se encontraba la zona médica, compuesta por
los despachos médicos, la sala de enfermeras, el consultorio y la zona de
recuperación.
Estaba
contemplando todo el complejo, vacío, sin gente, cuando, de repente todo cobró
vida. Personas iban y venían, paseaban por el jardín y observé sentado en un
banco a un señor de unos setenta y cinco años, solo, leyendo un libro.
Estaba
claro que yo no tenía ningún poder en la visión que estaba teniendo, porque
cuando quise dejar de mirar al señor que parecía ser yo mismo, con mucha más
edad, la visión permaneció enfocada en él. Es decir, en mí. La visión era más
que una simple visión, ya que podía sentir las emociones que en ese momento
estaba sintiendo yo mismo, sentado en aquel banco.
Estaba
triste, muy triste. Sentía la soledad en cada célula de mi cuerpo. Había
consumido la vida sin haber conseguido formar la familia con la que había
fantaseado desde siempre, sobre todo, cuando mis recuerdos volaban hasta la
edad en la que aun vivían mis padres y rememoraba los gratos momentos que
habíamos vivido los tres juntos.
Era el
mediodía. El sol iluminaba en lo alto y calentaba con fuerza. Debía de estar próxima
la Navidad porque todo el complejo aparecía adornado con motivos navideños y los
típicos villancicos sonaban, uno tras otro, en la recepción y en el comedor de
la residencia.
Llevaba
allí casi ocho años. Hasta el día en que me rompí una cadera había seguido viviendo
solo y trabajando por mi cuenta y, con mucho éxito, lo que me había permitido,
tener un importante ahorro que, ahora, me estaba siendo muy útil para vivir en
un complejo de la categoría como en el que me encontraba.
Toda la
vida la había pasado solo. No había conseguido formar una familia. El miedo al
fracaso había sido más fuerte que el sueño de conseguir un hogar como el que
había disfrutado en vida de mis padres.
Con la
cadera rota, recién operada, solo me quedaban dos opciones, contratar una o
varias personas para que me atendieran o ingresar en una residencia. Opté por
lo segundo. No noté ninguna diferencia de cuando vivía solo en mi departamento.
Incluso, diría que, físicamente, me encontraba mejor, porque no tenía nada que
hacer, sin embargo, en cuanto a las emociones se refiere, me sentía solo, muy
solo. Nadie me visitaba. Nunca salía a comer con nadie en días señalados. Solo
esperaba, pacientemente, el día de la muerte. No tenía otra cosa que hacer,
salvo pensar en la inutilidad de mi vida. ¿Para qué había servido?, ¿cuál había
sido el objetivo de mi vida?
Pensaba,
desde mi atalaya, manteniendo la visión de mí mismo sentado en aquel banco,
derrotado, apagado, triste y solo, en las enseñanzas de Ángel y en mi propia
experiencia de “complitud”: “Si la vida tiene un propósito, y su cenit es
aprender a amar como Dios nos ama, estaba claro que mi vida había sido en vano,
porque poco podía haber avanzado en mi asignatura del amor, viviendo en la
soledad en que había vivido. Y el responsable de tal despropósito no era otro
que yo mismo. No podía culpar a nadie. Mi mente, con mi anuencia, se había
pasado la vida imaginado escenas truculentas, en las que, paralizado y
sobrecogido por el miedo, había ido descartando cualquier opción de una posible
felicidad y con ella mi propio aprendizaje del amor, por el miedo al fracaso,
al abandono, al rechazo y a la soledad.
¡Qué
paradoja!, he pasado la vida solo por miedo a la soledad, he pasado la vida
sufriendo por miedo al sufrimiento, he vivido una vida de fracaso por miedo a
fracasar, he pasado la vida rechazando por miedo al rechazo.
Cuando
la tristeza del hombre sentado en el banco de la residencia comenzaba, también,
a embargarme, volvió a caer el telón y desapareció la visión tal como había
llegado.
Una
pregunta martilleaba en mi mente, ¿había merecido la pena haber salido huyendo
ante cada posible relación, para vivir en esa asfixiante soledad?