Pues no somos felices por nuestra mala memoria. Al olvidar los seres humanos quienes somos, nos hemos
separado de Dios. Pero no sólo nos hemos separado de Dios, no hemos separado
los unos de los otros. La separación genera conflicto, la separación genera
sufrimiento, la separación es el germen de las guerras.
Nos
hemos separado tanto y, llevamos tanto tiempo separados, que nos creemos seres
independientes, casi con el objetivo de cuidar y defender lo que consideramos
nuestro. Criticamos, juzgamos y atacamos más o menos solapadamente a todo lo
que es diferente: Diferente creencia, diferente religión, diferente opción
política, diferente nacionalidad, diferente tendencia sexual, diferente color
de piel, diferente cultura, en fin, todo lo que sea diferente se encuentra en
nuestro punto de mira.
¡Qué
ironía!, y resulta que todos somos iguales, que todos somos lo mismo, y
buscamos la diferencia en el ropaje que envuelve al alma, en el cuerpo, que es
nuestra envoltura con fecha de caducidad.
Es
muy posible, que un importante porcentaje de personas ya sepan, porque se lo
han enseñado alguna de las múltiples religiones que abundan en la Tierra, que
somos Hijos de Dios. Pero sirve de poco porque es un conocimiento meramente
intelectual, para nada integrado en la persona, con lo cual su vida no se
desarrolla bajo el paradigma del ser espiritual, sino en la densidad de la
materia.
Cuando
las religiones cuentan que somos Hijos de Dios, es muy posible que ni ellos
mismos, los enseñantes, lleguen a entender la grandeza de lo que están diciendo
y que para ellos sea como para sus feligreses una frase bonita que ahí queda,
sin llegar a entender realmente su significado.
Si
existieran los cromosomas espirituales, ser Hijos de Dios quiere decir que
llevamos Su herencia genética.
Ya
es momento de avanzar en pos de nuestra verdadera identidad, ya es momento de
empezar a reconocer al hermano, ya es momento para dejar de sufrir, ya es momento de adentrarnos en el camino que
nos conduce a Dios.
Hablar de adentrarnos en el camino que nos
conduce a Dios es plantear una nueva manera de vivir, es llegar a vivir como lo
que somos, como Hijos de Dios.
Alguien podría pensar que estamos
planteando una vida monacal o una vida de soledad, retiro y oración. Nada más
lejos de la realidad, vivir como Hijos de Dios significa mantener la misma vida
física pero muy diferente en cuanto a pensamientos y emociones.
Vivir como Hijos de Dios implica una
vida de Amor, no una vida de miedo; una vida de alegría, no una vida de
tristeza; una vida de paz, no una vida de ansiedad; una vida de felicidad, no
una vida de sufrimiento; una vida de servicio, no una vida de egoísmo. Vivir
como Hijos de Dios no está reñido con el trabajo, ni con la familia, ni con el
dinero, ni con las vacaciones, ni con los amigos, ni con las fiestas. Pero si
está reñido con no cumplir los compromisos, con no cumplir la palabra, con la
mentira, con la falta de respeto, con la pereza, con la corrupción, con la
infidelidad, con la maldad, con la traición, con la crítica, con los falsos
testimonios, con el abuso de poder, y otros
muchos males que son moneda de cambio en nuestra sociedad actual.
Vivir como Hijos de Dios implica justamente lo
contrario de las vidas anodinas que mantienen sobre la Tierra cientos de
millones de personas.
Vivir
como Hijos de Dios supone madurar y dejar de comportarse como bebés, supone una
expansión de la conciencia y supone, también, construir el carácter.