La
libertad no se consigue satisfaciendo los deseos, sino eliminándolos.
EPICTETO
Entre el deseo de ser y el miedo a
fallar, la voluntad se convierte en el campo de batalla donde el alma aprende a
caminar sola
Querido Dios:
Nos has creado, físicamente, con
una perfección digna de Ti, pero de la misma manera que aprendimos a caminar,
tenemos que aprender a movernos por el mapa de nuestras emociones; pero con una
diferencia importante, para aprender a caminar nos tomaban de la mano, para
aprender a manejar las emociones no nos enseña nadie y con nuestra falta de
voluntad nos vamos moviendo de la alegría a la tristeza y de la felicidad al
sufrimiento en función de los acontecimientos que se van sucediendo en nuestra
vida.
A veces me detengo a mirar
atrás, y aunque encuentro momentos hermosos, la sensación que prevalece es la
de haber desperdiciado oportunidades, la de haber cedido frente al miedo,
frente a la pereza, frente a la indecisión. ¿Por qué nos resulta tan difícil sostenernos
firmes en nuestros propósitos, incluso cuando esos propósitos nos hacen bien?
¿Por qué esa tendencia casi automática a postergar lo importante, a dejar para
mañana lo que sabemos que daría sentido a nuestro día?
No es que ignoremos lo que es correcto.
Lo sabemos, a menudo con dolorosa claridad. Y, sin embargo, nos falta el empuje
necesario para actuar en coherencia con ese conocimiento. Dices en muchas de
las voces que te representan que la voluntad es el motor del alma, pero,
sinceramente, Señor, ¿no crees que ese motor viene sin gasolina? Nos
despertamos con ilusiones, sí, pero basta una mala noticia, una crítica, una
rutina pesada… y todo se desinfla.
A veces pienso que nos diseñaste
con un amor inmenso, pero que te faltó incluir un manual para entender el
sistema operativo de nuestra mente y de nuestro corazón. Porque esta batalla
interna entre lo que anhelamos ser y lo que terminamos siendo, entre lo que
sabemos que debemos hacer y lo que finalmente hacemos… desgasta el alma. Y
cuando se repite día tras día, comienza uno a sospechar si somos realmente
libres o si apenas somos marionetas sacudidas por los hilos invisibles de
nuestra emocionalidad voluble.
Y, sin embargo, cuando uno logra
un pequeño triunfo sobre sí mismo, cuando vence una tentación, cuando cumple
con una tarea que había estado postergando, cuando dice “no” donde antes
siempre decía “sí” (o viceversa), siente uno que ha tocado el cielo por un
momento. Entonces comprendemos que esa lucha interna vale la pena, pero… ¿por
qué es tan difícil replicarla? ¿Por qué no podemos sostener ese estado de
gracia un poco más?
Señor, he notado que la voluntad
no se rompe de golpe, sino que se va desgastando poco a poco. Un día haces una
excepción, al siguiente otro desliz, y cuando te das cuenta, ya te has alejado
kilómetros de quien pretendías ser. Y lo peor es que seguimos andando como si
no pasara nada, justificándolo todo con frases como “mañana empiezo” o “es que
estoy cansado” o “no soy perfecto”. Lo sabemos, no somos perfectos. Pero ¿no podrías
habernos hecho un poco más fuertes frente a nuestras propias excusas?
Y no me malinterpretes, no te
escribo desde el reproche amargo. Te escribo desde la necesidad de comprender,
desde el cansancio de arrastrar una libertad que se vuelve pesada cuando no
sabemos usarla. Porque cuando no ejercemos nuestra voluntad, somos esclavos.
Esclavos del placer inmediato, del miedo, del “qué dirán”, de los impulsos. Y
aunque nos desagrada reconocerlo, hemos aprendido a vivir más cómodamente en la
sumisión a nuestros impulsos que en la lucha por mantenernos fieles a nuestros
valores.
A veces pienso que, si me dieras
solo cinco minutos con la voluntad de un santo, podría cambiar el curso de mi
vida entera. Pero luego recuerdo que los sbantos no la recibieron como un regalo
mágico: la construyeron a golpe de caídas y de perseverancia. Y eso, en vez de
consolarme, me abruma, porque sé que esa perseverancia también depende de mí… y
justo eso es lo que siento que me falta.
Nos diste el libre albedrío, y
con él, la posibilidad de ser héroes o cobardes de nuestra propia historia.
Pero muchos días no somos ni una cosa ni la otra: solo espectadores de nuestra
propia vida, mirando cómo se nos escapa de las manos lo que más queríamos
lograr.
No sé si esta carta es una
súplica, una queja o simplemente una forma de no sentirme solo en esta lucha
interior. Pero necesito saber que estás ahí, que no nos dejas solos frente a la
fragilidad de nuestra voluntad, que en algún rincón de tu silencio hay un “te
entiendo”, incluso cuando no nos entendemos ni a nosotros mismos.
Gracias por escucharme, incluso
cuando no tengo fuerzas para hablarte con fe.
CARTAS A DIOS -Alfonso
Vallejo
La libertad es uno de
los pilares fundamentales del pensamiento humano. Es el motor que impulsa la
autonomía, el sentido de la dignidad y la capacidad de autodeterminación. A
nivel filosófico, social y psicológico, el concepto de libertad se refiere a la
posibilidad que tienen los seres humanos de actuar, pensar y tomar decisiones
sin estar sujetos a coacciones externas o internas que limiten sus opciones.
Sin embargo, aunque a
nivel teórico todos los individuos nacen libres, la libertad absoluta es más
una aspiración que una condición concreta. La vida humana está inevitablemente
cruzada por circunstancias que merman o condicionan esa libertad. Por lo tanto,
la pregunta fundamental que se impone es: ¿somos realmente libres?
Creo que sería bueno
distinguir entre “libertad externa (aquella que depende de las condiciones
políticas, económicas o sociales) y “libertad interna” (aquella que depende de
nuestro estado emocional, psicológico o espiritual). Muchos sistemas democráticos
aseguran libertades formales: de expresión, movimiento, religión, asociación.
Pero que alguien tenga el derecho de hablar, moverse o creer no implica
necesariamente que tenga la capacidad real de hacerlo.
Por eso conviene
examinar los factores que limitan esa libertad, y preguntarnos si podemos
combatirlos desde el interior o si requieren transformaciones externas.
¿Es libre la persona
que sufre problemas económicos?
Una persona que vive
en pobreza extrema o en constante inseguridad económica tiene restringida su
libertad de decisión. Por ejemplo, no puede elegir qué educación recibir, qué
alimentos consumir o qué servicios médicos recibir. No puede aspirar fácilmente
a una vida plena, y muchas veces sus decisiones están guiadas por la urgencia,
no por el deseo.
No se me ocurre una
solución sobre como un “pobre” podría considerarse libre. La libertad aquí pasaría
por la justicia social y la equidad. Pero eso en la sociedad actual es una
quimera. O es que ¿algún político actual es capaz de organizar programas que
garanticen el acceso a servicios básicos, educación de calidad y empleos dignos
que empoderen al individuo y amplíen su margen de decisión? Pero también y,
esto aún es más quimera, pasa por la “educación financiera”, el emprendimiento
ético y el fortalecimiento comunitario como herramientas para superar, desde lo
local, las barreras económicas.
El resumen es que un “pobre”,
a no ser que tenga una fortaleza mental impresionante nunca va a sentirse
libre.
¿Es libre quien tiene
una enfermedad o discapacidad?
Una condición física o
mental puede limitar la autonomía del individuo. Quien depende de otros para
movilizarse, quien padece dolor crónico o tiene que vivir bajo tratamiento
constante, ve restringidas sus opciones. Sin embargo, esto no implica
necesariamente que no pueda ejercer formas de libertad.
En este caso antes de
reformular su capacidad de decidir, sería fundamental que la persona aceptara
su estado físico y, a partir de ahí se puede considerar la idea de libertad
como capacidad de decidir dentro de los márgenes personales. Aquí entra el
respeto por la diversidad funcional, la accesibilidad universal, el derecho a
tener asistencia y la inclusión plena en la vida social. Un enfermo o persona
con discapacidad puede ser libre si se le garantiza voz, participación,
dignidad y cuidado.
Aunque, mentalmente,
puede sentirse libre si es capaz de desarrollar una fuerza de voluntad
admirable a partir de sus limitaciones. La resiliencia, el desarrollo
espiritual y el sentido de propósito son formas potentes de libertad interior.
¿Es libre alguien con
miedo?
El miedo es una
prisión invisible. Puede bloquear decisiones, inmovilizar proyectos, impedir
relaciones. Es uno de los enemigos silenciosos de la libertad, porque opera
desde adentro.
La libertad frente al
miedo implica una revolución interior. Requiere autoconocimiento, herramientas
emocionales, apoyo psicológico y sobre todo, entornos seguros. Si una persona
vive bajo amenazas, violencia o humillación, difícilmente puede sentirse libre.
Pero si aprende a gestionar el miedo, a mirarlo de frente y a tomar decisiones
pese a él, empieza a construir libertad auténtica.
Los valientes no son
quienes no sienten miedo, sino quienes no permiten que ese miedo los gobierne.
¿Es libre aquel que
tiene ambición?
La ambición tiene un doble
filo. En su justa medida, impulsa a mejorar, innovar, crecer. Pero desbordada,
se convierte en una forma de esclavitud. El individuo vive obsesionado por el
éxito, la riqueza, el reconocimiento, y pierde de vista el sentido, el
descanso, el equilibrio.
La libertad frente a
la ambición requiere redefinir las metas personales. ¿Para qué quiero lo que
quiero? ¿Qué precio estoy pagando por ello? ¿A quién sirvo en mi búsqueda de
poder o éxito?
La práctica del
desapego, del agradecimiento y de la reflexión sobre los valores puede devolver
al individuo su centro. A veces, el acto más libre es renunciar a una meta para
abrazar un bienestar más profundo.
¿Es libre un
pusilánime?
La persona pusilánime
es aquella que carece de valor o determinación. Vive dominada por la
indecisión, la inseguridad y la falta de coraje. A menudo, deja que otros
decidan por él, que las circunstancias lo arrastren. En apariencia tiene
libertad, pero en la práctica no la ejerce.
La clave está en el
empoderamiento. El pusilánime necesita descubrir sus talentos, fortalecer su
autoestima y ser acompañado en su crecimiento. A través del desarrollo personal,
de experiencias que generen confianza y del refuerzo positivo, puede ir tomando
decisiones que lo acerquen a su autonomía. Nadie nace valiente: el coraje se
entrena.
Entonces, ¿somos
libres los seres humanos? No completamente. Pero sí somos seres con la “potencialidad
de la libertad”. La libertad no es un estado absoluto ni un privilegio
garantizado: es un camino. Se construye desde adentro y desde afuera, en
relación con los otros y con uno mismo.
Y eso significa que
cada persona tiene una misión profunda: identificar aquello que lo condiciona y
buscar las herramientas para liberarse. La sociedad debe poner en marcha
mecanismos que faciliten ese proceso, (justicia, inclusión, equidad, educación),
pero el individuo también debe encender su propia chispa: cultivar coraje,
pensamiento crítico y voluntad.
Porque, aunque no
todos seamos libres en plenitud, “todos podemos aspirar a serlo un poco más
cada día. Y esa aspiración, ese movimiento interior hacia una vida más
auténtica y elegida, ya es en sí una forma de libertad.
Reflexionar
sobre la frase de Buda "somos lo que pensamos" me lleva a una
profunda toma de conciencia: soy el arquitecto de mi propia prisión. ¡Qué
paradoja! Soy yo quien forja las cadenas que me atan, yo me exilio
voluntariamente y me condeno al sufrimiento.
Continuando
con esta línea de pensamiento, podría parecer sencillo abrir la puerta de la
celda que me mantiene cautivo y abrazar la libertad. Sin embargo, surge la
duda: ¿alguna vez he sido verdaderamente libre? La respuesta parece ser
negativa, ya que me encerré en mi propio laberinto mental desde el momento en
que empecé a pensar.
Entonces,
¿debería dejar de pensar para ser libre o, simplemente, aprender a dirigir mis
pensamientos? La tarea es ardua. Los pensamientos surgen espontáneamente,
cargados de una energía abrumadora que puede manifestarse en alegría, tristeza
o soledad.
¿Puede
ser que el problema sea que no tengo conciencia de mí mismo?, ¿es posible que
si tuviera conciencia de mí se abrirían, de par en par, las puertas de mi
propia cárcel? Debo de reconocer que hay aspectos de mí que desconozco, lo que
podría explicar por qué hay días en que amanezco radiante de felicidad y, sin
previo aviso, me sumerjo en la desolación y la desesperanza antes del mediodía.
La clave debe ser ir más allá de mi propia realidad. De eso que yo creo que es real y que, sin embargo, solo es una creación de mi conciencia. Las barreras que siento, o creo sentir, son sin duda autoimpuestas. La libertad, entonces, podría encontrarse no en la ausencia de pensamiento, sino en la habilidad de navegar y orquestar la sinfonía de mi mente.
La libertad, según el
diccionario, es la capacidad de la conciencia para pensar y obrar según la
propia voluntad. La libertad es el estado o condición de quien no es esclavo.
En términos generales,
se refiere a la capacidad de actuar, elegir y tomar decisiones sin
restricciones externas excesivas o coacciones indebidas.
El estado de libertad
define la situación, circunstancias o condiciones de quien no es esclavo, ni
sujeto, ni impedido al deseo de otros de forma coercitiva. En otras palabras,
aquello que permite a alguien decidir si quiere hacer algo o no, lo hace libre,
pero también lo hace responsable de sus actos en la medida en que comprenda las
consecuencias de ellos.
Según esto, existe un
buen número de personas en la Tierra que, sin ser oficialmente esclavos, no
pueden considerarse libres, porque no pueden decidir por sí mismos, o no pueden
expresar libremente sus pensamientos o sus anhelos más profundos. Seguro que en
la mente de todos están los lugares del mundo donde se discrimina por razón de
sexo, o por razón de opción política, o por tendencia sexual, o por el color de
la piel, o por el volumen del extracto de la cuenta corriente, o por creencias
religiosas, o por un sinfín de cosas ridículas más, que por muy ridículas que
puedan parecer a los que no las sufren, hacen la vida imposible por su estado
de esclavitud, no reconocida, a millones y millones de personas.
Pero no es el objeto
de esta entrada enumerar dictaduras, sean del color que sean, o enumerar países
xenófobos, o nombrar países homofóbicos, capitalistas o corruptos. No. El
auténtico objeto de la entrada era hacer una loa a la libertad como uno de los
bienes más preciados del ser humano.
Pero llegado a este
punto se llena mi mente con una pregunta: ¿Es realmente libre el ser humano?
Imaginemos el estado perfecto. ¿Serían realmente libres todos los habitantes de
ese paraíso?, ¿No existiría ningún impedimento para que cada uno hablara y
obrara según su conciencia?, (pensemos que al ser un lugar tan idílico todos
sus habitantes actuarían siempre eligiendo la opción al bien). Pues, a pesar de
eso, no serían libres, porque todos tendrían como gobernador principal de sus
actos al dictador más poderoso que puede existir: “La mente”. La mente, por la
que se pasearía la envidia, la crítica, los celos, la ira, la tristeza o el
dolor, solo por nombrar algunos de los carceleros más depravados que puedan
existir.
Para que el ser humano
sea realmente libre tiene que dominar a su mente, ya que hasta entonces
permanecerá subyugado a los caprichos de esta.
Puede parecer un poco
drástico, pero no lo es, en absoluto, ya que es la mente la que impide a la
persona conseguir lo que la propia mente parece que anhela: “La felicidad”. Es
una paradoja, el ser humano con su mente piensa que quiere ser feliz y que
podría hacer para conseguirlo y, sin embargo, la propia mente se encarga de
boicotear su propio pensamiento. ¡Dramático!, aunque muy pocas personas son
conscientes de tal dictadura.
Ante esta coyuntura
boto a la basura mi loa a la libertad, ya que solo se puede proclamar la
dictadura de la mente, mucho más poderosa que cualquier tirano asesino que
pueda existir en el mundo.
La libertad, que es la capacidad del ser
humano para obrar según su propia voluntad a lo largo de su vida, no puede ser
proclamada por tantas y tantas personas que viven atadas a pensamientos de
dolor, que viven subyugados por sus vicios, que permanecen atados
emocionalmente a sus familiares, que vagan temerosos por la vida por lo que
otros puedan pensar, que desean vehementemente el último modelo de auto, etc.,
etc.
Nadie en las
condiciones anteriores puede proclamarse libre. Es cierto que no están atados
con cadenas por otro ser humano, pero sus cadenas, es seguro, que aun sean más
difíciles de cortar, porque mientras los que se encuentran encadenados de
cuerpo, en su interior existe el anhelo de libertad, al menos de libertad de su
cuerpo, los que se encuentran encadenados a las cadenas de su mente, ni tan
siquiera ansían la libertad porque no son conscientes de su esclavitud.
Nuestra vida diaria está regida por los pensamientos. Nos
movemos, actuamos y sentimos en función de lo que va apareciendo en nuestra
mente. Nuestra mente no se detiene ni un momento, hasta el extremo de que no
nos comportamos como lo que realmente somos, sino que nos comportamos como
pensamos que deberíamos ser, en función del entorno en el que nos encontremos.
De alguna manera, nos pasamos la vida actuando, somos actores de la vida, no
nos manifestamos tal como somos, sino como nos gustaría ser, como les gustaría
a nuestros padres que fuéramos, como les gustaría a nuestros educadores, como
le gustaría a nuestro jefe, a nuestros amigos o a nuestra pareja.
En definitiva, son pocos los momentos de nuestra vida en
los que nos podemos considerar auténticos. La mente dirige, por completo,
nuestra existencia, siempre de manera errática, siempre de manera crítica.
Nuestros pensamientos están dirigidos y gobernados por el
pensamiento social, están regidos por las normas y las creencias que la
sociedad impone. Y en la sociedad que nos hemos dado, es muy fácil sentirse
solos en nuestra realidad, porque la mente, desde donde vivimos, es la que nos
dice que existe separación entre nosotros y todo lo demás, y eso no es más que
una ilusión, una fantasía, una mentira, ya que la realidad es que todos y todo
somos uno. Ser uno con todo y con todos, quiere decir que yo no soy mejor, pero
tampoco soy peor, ni tan siquiera soy igual, sencillamente soy uno, soy lo
mismo.
Los estímulos que nos rodean nos mantienen dentro de nuestra
propia mente, nos mantienen a merced de la mente, la cual siempre está juzgando
todo lo que estamos percibiendo en nuestro entorno. Esta mente crítica, esta
mente que juzga de manera permanente, hace que aparezca en nuestra conciencia
sentimientos como la vergüenza, o la soberbia, o la envidia, por citar solo
algunos, y si aparecen en nuestra conciencia, es eso exactamente lo que vamos a
vivir y va a ser esa la forma de cómo vamos a sentirnos.
La vida no es eso, hay que acercarse a la vida y a todas
las circunstancias que la rodean con calma y con tranquilidad, aceptando la
vida tal cual es, aceptándonos nosotros mismos tal como somos, viviendo y
siendo conscientes de las experiencias que nos toca vivir en cada instante, sin
querer escapar del momento presente ni de los sentimientos que cada experiencia
genera. Todo lo que buscamos lo vamos a encontrar en el momento presente,
porque es ahí donde reside la verdad de lo que estamos buscando, y ninguna
experiencia es ni buena ni mala, solo es.
Pero, ¿cómo vamos a conseguir eso cuando toda nuestra
educación y nuestras creencias nos llevan directamente a la mente? Pues lo
vamos a conseguir trasladándonos de vivir desde el espacio de la mente a vivir
en el espacio del corazón. Podríamos decir que se trata de vivir una vida más
espiritual, no porque tenga que ver con ninguna religión, las religiones son
tan culpables de nuestra sinrazón como el resto de la sociedad. Es vivir una
vida más espiritual porque se trata de darle más chance al espíritu que a la mente,
se trata de vivir desde el corazón que es el abanderado del alma y dejar de
lado la mente que es la abanderada del cuerpo.
Esto
que predican con tanta insistencia las enseñanzas de los gurús de tantos libros
de autoayuda, es más difícil de practicar de lo que parece. Si fuera fácil
todos viviríamos desde el corazón y no serían necesarios más libros, más
cursos, más conferencias, más nada.
Vivir
una vida más espiritual, es decir, vivir desde el corazón, no significa saber
más, leer más, tener más conocimiento, retirarse a una cueva o hacer una vida
monacal. Sólo se trata de amar más, así de fácil es la teoría, la práctica no
lo es tanto.
Vivir
desde el corazón es vivir la libertad, es vivir la eternidad, es vivir la
alegría, es vivir la felicidad, es vivir el amor, es vivir la divinidad. Vivir
desde el corazón es dejar que el corazón hable su propia verdad, es dejar que
exprese su propia sabiduría, es dejar que nos ayude a tomar decisiones en
nuestra vida diaria, ya que siempre nos va a decir cuál es la respuesta y cual
la dirección correcta. Vivir desde el corazón es estar completamente presente,
y convertirse en la personificación del amor, de la ecuanimidad, y de la
libertad. Vivir desde el corazón es el estado natural y auténtico del alma que
ha decidido encarnar, y si no lo vivimos así, es porque hemos sido enseñados y
condicionados para vivir lejos del corazón.
Continuará
Saber quién eres:
Este reconocimiento de que eres Luz, lleva
implícita la sensación de libertad. La Luz, el alma, es libre, no se siente
ligada a nada ni a nadie. No debe nada a nadie, no tiene que inclinar la cabeza
ante nadie.
¡Eres Luz!, ¡eres libre!