El viaje del alma

El alma no tiene raza, no tiene religión, solo conoce el Amor y la Compasión.
Todos somos seres divinos, hace miles de años que lo sabemos, pero nos hemos olvidado y,
para volver a casa tenemos que recordar el camino. BRIAN WEISS




Mostrando entradas con la etiqueta Amor. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Amor. Mostrar todas las entradas

sábado, 18 de octubre de 2025

La voz que responde desde el amor

 



“Quien duda con el corazón, ya está orando”

 

Querido hijo:

         He recibido tu carta con ternura, como recibo cada pensamiento sincero que brota de un corazón en busca de Verdad. No imaginas lo cerca que estás de Mí cuando dudas con amor, cuando cuestionas con deseo de comprensión, cuando miras más allá de las palabras aprendidas para tocar el alma de los hechos vividos.

Tu inquietud sobre Jesús, tu hermano mayor, como lo llamas con cariño, no solo es legítima, sino necesaria. Porque no vino al mundo a imponer verdades, sino a invitar a cada uno a descubrirlas desde su propia luz interior. El camino del espíritu no se recorre repitiendo ideas, sino iluminándolas desde la experiencia.

Sé que te duele Su sufrimiento, y lo comprendo. Yo también lo sentí. Aunque no lo viví como castigo, ni como exigencia, ni como sacrificio impuesto. Jesús no murió para que tú te sientas culpable, ni para que creas que eres indigno. Él eligió encarnar y vivir plenamente entre ustedes como muestra de libertad, de compasión absoluta y de entrega consciente. No para redimir un supuesto pecado, sino para encarnar el Amor, ese amor que transforma sin exigir, que libera sin castigar.

Tú lo has intuido bien: el pecado, como se ha entendido por siglos, es una construcción limitada. No hay ofensa posible contra Mí, porque no hay nada en ti que no sea parte de lo que Yo soy. ¿Cómo podría ofenderme una chispa de mi propio fuego? Lo que llaman pecado es, en realidad, ignorancia. Es el olvido de quienes son. Es el cierre momentáneo del corazón a la verdad de su divinidad. Pero incluso en ese olvido, Yo estoy presente.

Cuando dices que Jesús vino a enseñarte a amar, estás tocando el núcleo de su mensaje. Él no vino a sufrir, sino a “vivir con conciencia plena”, a “amar sin condiciones”, a “perdonar incluso cuando el mundo le negaba justicia”. En su caminar humano, te mostró que el Amor verdadero no es un sentimiento que depende de lo que se recibe, sino una energía que se entrega libremente, aún en la cruz, aún entre espinas, aun cuando parece que todo está perdido.

No estabas separado de Mí antes de Jesús. Nunca lo has estado. Ni tú, ni Buda, ni Moisés, ni Abraham, ni los millones que vinieron antes y después. Yo no me enojo. No castigo. No retiro mi presencia. Yo soy el océano en el que cada alma navega, aunque a veces no sepa que está rodeada de agua. Jesús no vino a “reconciliar” lo irreconciliable, sino a recordarte que nunca estuviste solo. Fue espejo, faro, melodía que resonó con una frecuencia de amor tan pura que aún hoy sigue tocando corazones.

Dices que te cuesta entender cómo un acto tan doloroso puede llamarse acto de amor. Te entiendo. Porque el amor que Yo soy no se define por evitar el sufrimiento, sino por “trascenderlo”, por “darle sentido”, por “usar incluso las heridas como puertas hacia la transformación”. Jesús abrazó su humanidad, y en ella te mostró que el alma no se quiebra en el dolor; se revela.

No se trató de un Dios que exige sufrimiento. Se trató de un alma iluminada que dijo: “Sí, viviré este camino, aun si duele. Lo haré por amor, lo haré para que vean, lo haré para que despierten.”

Tu honestidad es oración, hijo mío. Tu cuestionamiento es devoción. Porque no repites por costumbre, sino que te abres a descubrir. Eso, hijo mío, es lo que más me acerca a ti. No hay fórmula ni dogma que me contenga por completo. Pero cuando un corazón sincero me busca desde la humildad, estoy ahí, respirando en cada duda, acariciando cada pensamiento.

Tu comparación con bebés es tierna, y te diré algo: todos ustedes son semillas de eternidad. Y como todo en la vida, requieren tiempo, luz, agua y espacio para florecer. Jesús, en su grandeza, nunca quiso erigirse como superior, sino como guía. Y cada uno de ustedes tiene dentro el mismo potencial: son hijos míos. Hijos de mi Amor. Hijos del mismo fuego.

Encarnar en este mundo no es castigo. Es oportunidad. Es el laboratorio sagrado donde se experimenta el alma. Sí, la vida puede ser cruel. Pero también puede ser maravillosa. Cada día te doy la posibilidad de elegir, de mirar con nuevos ojos, de recordar quién eres. El dolor no es olvido, es señal. Te dice: “aquí hay algo que se puede transformar”.

Tu deseo de aprender a amar es la plegaria más elevada. Porque el Amor no se enseña con palabras. Se aprende viviendo. Y tú estás viviendo, buscando, preguntando, amando aun cuando no todo es claro. Eso es caminar hacia Mí. No estás perdido. Estás en proceso. Estás en el viaje sagrado del alma.

Jesús no vino para que lo veneres como figura distante, sino para que lo imites como compañero de camino. Él también dudó, también sintió miedo, también sudó sangre en su noche oscura. Pero eligió amar. Y eso lo hizo Maestro.

Tú también puedes elegir amar. Incluso cuando no entiendas todo. Incluso cuando el mundo sea caótico. Incluso cuando no tengas respuestas. Porque el Amor no exige saber. Solo pide presencia. Y tú estás presente.

Gracias por tu carta, por tu alma desnuda, por tu valentía espiritual. Yo te abrazo, sin juicio, sin exigencias, con alegría. Porque estás recordando. Porque estás despertando. Porque me reconoces, no solo en lo alto, sino en lo íntimo de tu corazón.

Sigue amando, sigue preguntando, sigue caminando. Aquí estaré, en cada paso, en cada silencio, en cada mirada compasiva que compartas con otro ser.

Yo te bendigo.

CARTAS A DIOS - Alfonso Vallejo

martes, 14 de octubre de 2025

Los caminos del alma: 15 años de viaje y blog

 



       Hoy hace 15 años nació este blog. Lo creé con la intención de mantener vivo el nexo con quienes habían sido mis alumnos, mis pacientes, mis compañeros de meditación… en suma, mis amigos. Era una forma de seguir conectando, de compartir pensamientos, vivencias y aprendizajes, incluso a la distancia.

En aquel momento, dejaba atrás el Centro de Yoga que había sido mi hogar durante una década. Cerraba una etapa intensa y luminosa para iniciar una nueva andadura lejos de casa. Nada menos que en Perú.

Hoy, 15 años después, ya de regreso, no puedo sino reconocer que los caminos del Señor son verdaderamente inescrutables. En realidad, no había una razón de peso para cambiar de residencia ni para comenzar una nueva vida. No había urgencia, ni necesidad. Pero yo creía —con una convicción casi épica— que iba a la conquista. No de un nuevo mundo, como hizo Cristóbal Colón, sino a la conquista de mi espiritualidad.

Ahora, con la perspectiva que da el tiempo, creo que no la conquisté. Es más, me atrevería a decir que la fui dejando en jirones a lo largo de los años. Cada experiencia, cada desafío, cada pérdida, fue deshilachando esa búsqueda inicial.

Mi estancia en Perú me recuerda inevitablemente la historia bíblica del faraón y los sueños que interpretó José (Génesis 41): siete vacas gordas devoradas por siete vacas flacas, siete espigas llenas consumidas por siete espigas marchitas. José, entonces prisionero, explicó que Dios revelaba un ciclo: siete años de abundancia seguidos por siete años de hambruna.

Así fue también para mí. Los primeros siete años en Perú fueron de abundancia: de descubrimientos, de expansión, de luz. Los siete siguientes, de carencia: de pruebas, de silencios, de noches largas.

Desde fuera, alguien podría preguntarse: “¿Para qué fuiste? No conquistaste la espiritualidad, viviste momentos muy duros, y has vuelto sin haber domado tu orgullo. ¿Ha merecido la pena?”

Y yo respondo, sin dudar: ¡Claro que ha merecido la pena! 

Porque de Perú nos trajimos algo que ni mi esposa ni yo habíamos imaginado: un hijo. 

Nos fuimos sin saber por qué, pero ahora que hemos vuelto, sabemos que teníamos que ir a recogerlo. Él era el verdadero propósito oculto en aquel viaje.

Hoy estoy en un nuevo inicio. Creo que es la quinta vida que vivo dentro de esta misma vida. Seguimos habitando la carencia que trajimos de Perú, pero tengo la esperanza de que en algún momento podamos recuperarnos. Y entonces… no sé muy bien qué me deparará la vida. Ya soy un poco mayor. Los 75 años comienzan a pesar.

Por eso decía al principio que los caminos del Señor son inescrutables. Estoy cumpliendo un Plan de Vida que no conozco, pero que mi alma sí conoce. Y ese plan se va materializando, quizás a una velocidad que a mí me parece lenta, pero que sin duda está contemplada en el Proyecto.

En fin, quería recordar estos 15 años del blog. 

Un blog que, contra todo pronóstico, está más vivo que nunca.

Gracias.

 


jueves, 25 de septiembre de 2025

Dar desde el vacío

 


"Una súplica desde el cansancio, 

donde amar se vuelve acto de fe"

 Querido Dios:

         Hoy me acerco a Ti con las manos vacías. Ni oro, ni incienso, ni mirra. Solo el silencio de un corazón que no sabe cómo seguir dando cuando se siente agotado. Me enseñaron que la caridad es el mayor de los amores, que es la virtud más alta, la que todo lo sostiene… pero ¿cómo se da cuando no se tiene nada?

Señor, ¿Es posible dar desde el vacío? ¿Es caridad la sonrisa forzada cuando el alma no tiene fuerzas? ¿Es caridad compartir el último aliento cuando apenas se respira? ¿O es mejor esperar a estar lleno para poder ofrecer algo verdadero?

Tú que me conoces hasta lo más profundo, sabes que no me niego a amar. No cierro las puertas por egoísmo, sino por cansancio. A veces me piden más de lo que puedo dar, más presencia, más tiempo, más paciencia… y siento que me desgasto intentando llegar a todo. ¿Es eso caridad, o es simplemente autoexigencia envuelta en buenas intenciones?

He escuchado que amar es darlo todo. Pero ¿y si ese “todo” es poco? ¿Y si lo que tengo está roto? ¿Y si solo puedo dar migajas porque eso es lo único que queda? ¿Vale esa caridad tanto como la de los grandes gestos? ¿O es mejor callar y no ofrecer, por miedo a que lo que doy no sea suficiente?

Hay días, Señor, en que me siento como el pobre del Evangelio: esa viuda que ofrece dos monedas sabiendo que no tiene más. Pero también hay días en que no tengo ni monedas, ni ganas, ni fe. Solo el deseo de desear… ¿Eso cuenta ante tus ojos? ¿Puede el querer dar ser ya un acto de amor, aun cuando no llegue a concretarse?

También me confunde otra cosa: ¿es caridad solo lo que beneficia al otro, o también lo que me transforma a mí? A veces doy sin ganas, solo por deber, y no siento en ello ninguna belleza. Otras veces me niego a dar lo que me piden, pero ofrezco otra cosa: un silencio, una mirada, una fidelidad discreta. ¿Eso también es caridad?

¿Cómo amar a quien no responde? ¿Cómo dar a quien no agradece? ¿Cómo seguir sirviendo sin agotar el alma? ¿Dónde está la línea entre el sacrificio que transforma y el que destruye? No quiero convertirme en alguien seco, agotado, resentido por haber dado más de lo que podía. Pero tampoco quiero cerrar el corazón por miedo a perder.

¿Es caridad callar cuando tengo razón? ¿Es ceder en lugar de imponer mi juicio? ¿Es tragarme las palabras duras para no herir, aunque yo me sienta herido? ¿Es poner siempre al otro primero, o también es caridad cuidarme, respetar mis límites, proteger lo que necesito?

He visto personas que dan sin parar, y sin embargo no transmiten amor, solo agotamiento. He visto otras que apenas hacen ruido, pero cuya sola presencia es bálsamo. ¿Es eso caridad también? ¿Puede la ternura silenciosa valer más que mil obras visibles?

A veces me pregunto si Tú esperas de mí más de lo que puedo dar. Y al instante me corrijo, porque sé que Tú no exiges. Pero entonces, ¿por qué me siento mal cuando no alcanzo, cuando no llego, cuando fallo a los que esperan algo de mí?

¿Y qué pasa con las veces que el dar duele? ¿Es la caridad siempre alegre, o también atraviesa el llanto, el cansancio, la incomprensión? ¿No fuiste Tú quien se dio hasta el extremo, incluso sin ser entendido, incluso sin ser acogido? ¿Acaso esa cruz también fue caridad?

Y si el amor, como dice San Pablo, “todo lo soporta”, ¿cómo distinguir eso de la resignación amarga? ¿No es más valiosa la caridad que construye, que eleva, que libera… que la que se arrastra sin esperanza?

Te confieso que muchas veces me siento egoísta. Porque me guardo, me reservo, me protejo. Porque cuando alguien me necesita, a veces quiero huir. O me convenzo de que ya hice suficiente. ¿Pero quién pone el límite? ¿Cuándo es prudencia y cuándo es cierre?

Y si no tengo dinero, ni tiempo, ni energía… ¿qué me queda por dar? ¿Es suficiente una oración? ¿Un pensamiento? ¿Un gesto discreto que nadie ve? ¿Se puede ser caritativo incluso desde la debilidad?

No quiero amar con estrategias. No quiero calcular cuánto doy ni cuánto recibo. Pero tampoco quiero amar por obligación, por miedo, por inercia. Quiero amar de verdad. Dar de verdad. Aunque no tenga mucho. Aunque no siempre se note. Aunque a veces dude de si sirve de algo.

Por eso, Dios, te escribo esta carta. Para que me enseñes a dar desde mi realidad, y no desde ideales imposibles. Para que me muestres cómo amar sin perderme. Para que me recuerdes que no tengo que parecer fuerte para ser generoso. Que basta con poner lo poco que tengo en tus manos, como el niño que ofreció cinco panes y dos peces.

No busco ser aplaudido por lo que doy. Ni quiero convertirme en mártir del deber. Solo deseo que mi vida, aunque frágil, sea ofrenda. Que pueda mirar a quien tengo delante y descubrir cómo acompañarle, cómo sostenerle, aunque sea desde el silencio. Aunque sea desde mi pequeñez.

¿Es eso caridad? ¿Dar desde lo poco? ¿Ofrecerse sin certezas? ¿Permanecer cuando no se tiene nada más que ofrecer que una presencia? Si lo es, entonces te pido que me enseñes a vivir así. Humildemente. Sin brillo. Pero con amor.

Gracias por escucharme Señor.

CARTAS A DIOS - Alfonso Vallejo


jueves, 11 de septiembre de 2025

Lo invisible no es sinónimo de ausente

 


 

"No te pido que cargues el mundo, solo que no cierres el corazón"

 

Querido hijo:

 

He recibido cada palabra tuya. No solo las leí, las sentí. En el momento en que abriste tu corazón para escribirme, ya estabas en comunión conmigo, porque Yo habito en esa sinceridad desnuda, en ese suspiro que nace cuando el alma recuerda su origen.

Has comprendido algo muy profundo: que lo esencial no se muestra en vitrinas ni se proclama a gritos. Lo importante, lo eterno, lo que transforma, vive oculto como una semilla que germina en la hondura del silencio. Allí estoy Yo.

Tú me buscas en lo invisible, pero ¿sabes? Nunca he estado lejos. Aun cuando tus ojos no me ven, Yo soy el pulso que mueve tu aliento, la calma que brota en medio del ruido, el consuelo que no siempre sabes de dónde llega. Soy ese amor que no caduca, ese abrazo que te sostiene, aunque nadie te toque.

A veces te preguntas si estás mirando bien, si estás valorando lo que deberías. Hijo mío, no temas. Cada vez que eliges amar sin esperar nada, cada vez que escuchas sin juicio, perdonas sin rencor o ayudas en secreto, tus ojos están viendo como los míos. Porque mirar con el corazón es ver con la luz que no se apaga.

No me inquieta que dudes, ni me alejo cuando no entiendes. Yo no busco perfección, busco verdad. Busco un corazón dispuesto, aunque tiemble. Y el tuyo me encuentra cada vez que eliges volver, cada vez que decides creer, incluso en medio de la oscuridad. ¿Recuerdas ese momento en que te sentiste pequeño, perdido, sin rumbo? Yo estuve allí. No con palabras, ni respuestas, sino con presencia. Porque a veces, mi forma de amarte es no hablar, sino simplemente quedarme contigo hasta que el dolor se transforme.

Dices que el mundo valora lo que brilla y grita, y es cierto. Pero tú estás aprendiendo el lenguaje del alma. Estás aprendiendo a dar valor a lo sencillo, a detenerte frente a lo que muchos pasan por alto. Esa capacidad de ver más allá, de escuchar lo no dicho, de tocar lo intangible… eso no lo pierdas, porque es don, y es camino.

Yo te formé para eso. Para descubrirme en lo oculto, para ver lo sagrado en lo común, para reconocerme en el pan compartido, en la lágrima acompañada, en la risa sin testigos. Allí donde la vida no hace ruido, pero florece.

No necesitas hacer grandes cosas para agradarme. Ni vestir de santidad aparente. Basta que seas tú. Auténtico. Humano. Vivo. Que me dejes entrar en cada rincón de tu día, no como una idea, sino como una presencia que camina contigo. Si supieras cuánto te amo, no temerías mostrarme tus heridas. Porque no vengo a señalarte, sino a sanarte. No me interesa la fachada; me conmueve la verdad de tu ser.

Cuando te detienes a contemplar, me haces espacio. Cuando agradeces lo pequeño, me haces fiesta. Cuando decides perdonar, aun sin justicia aparente, estás reflejando mi corazón. ¿Lo ves? Me has encontrado muchas veces ya… aunque no siempre lo supiste.

No midas tu camino con las reglas del mundo. Aquí lo grande es lo que se entrega, lo alto es lo que se inclina, lo fuerte es lo que ama. Tú ya lo intuías, por eso esta frase —“lo importante es invisible a los ojos”— tocó tan hondo en ti. No es solo una verdad hermosa: es la forma en que Yo miro, en que Yo soy.

Y sí, a veces duele ese mirar. Porque ver lo invisible también implica ver las heridas ajenas, las ausencias, las injusticias. Pero no estás solo. Yo estoy contigo en ese mirar compasivo. No te pido que cargues el mundo, solo que no cierres el corazón. Que sigas siendo luz, incluso si apenas eres llama. Porque esa llama, Yo la sostengo.

Gracias por escribirme desde la verdad. Por no adornarte ante Mí. Por entregarme un alma que, aunque no perfecta, es profundamente mía. Cada palabra tuya ha sido una oración. Cada pensamiento sincero, un acto de confianza.

Y no olvides: lo invisible no es sinónimo de ausente. Soy más real de lo que imaginas. Estoy más cerca que tu propio aliento. Solo que no siempre me ves porque me escondo para ser buscado, me velo para que me descubras en lo profundo. Y cuando por fin me encuentras… te das cuenta de que siempre estuve.

Sigue escribiendo, hijo mío. Cada carta que me envías es también un espejo donde te reconoces, donde descubres quién eres, quién fui al crearte, quién estás llamado a ser. En ese proceso, Yo camino contigo. A veces como guía, otras como refugio. Siempre como hogar.

No tengas miedo de lo invisible. Porque lo invisible no es vacío, es presencia. Y mi presencia es promesa: la de no dejarte, la de acompañarte hasta el último suspiro… y más allá.

Confía en que estás viendo con los ojos correctos. No te apresures. Lo importante crece lento, callado, firme. Como la raíz que sostiene al árbol. Y aunque no la veas, es la que lo hace permanecer.

Estoy aquí. En tu búsqueda. En tu asombro. En cada palabra que te nace desde el alma. No me necesitas entender, solo acoger. Yo haré el resto.

Con todo mi amor, Yo te bendigo.

CARTAS A DIOS – Alfonso Vallejo


viernes, 29 de agosto de 2025

Como brisa suave

 


“Incluso la chispa más tenue basta para que el cielo escuche”

 

Querido hijo:

         He leído tu carta. No la he recibido con reproche, sino con ternura. Porque cada vez que uno de mis hijos me escribe con el corazón en la mano, el cielo entero se detiene a escuchar. Me hablas del primer mandamiento y del abismo que crees que hay entre él y tu vida cotidiana, y yo vengo no a juzgarte por ese abismo, sino a revelarte que no es tan ancho como crees.

Dices que te abruma “amarme sobre todas las cosas”. Que, al recordar ese mandamiento, el desánimo te invade. Y entiendo por qué. Porque cuando se lo mira desde el miedo, parece una exigencia imposible; pero cuando se lo mira desde el amor, se convierte en la más hermosa invitación. No quiero que me ames como si de ello dependiera tu salvación —aunque en cierto modo así sea—, sino como quien, habiendo descubierto una fuente inagotable, ya no desea beber de otra agua.

Amar sobre todas las cosas no significa amar menos a los demás. Significa amarlos mejor. Significa amar al prójimo sin convertirlo en un ídolo, amar tus proyectos sin que te posean, amar la belleza del mundo sin aferrarte a ella. No te pido que dejes de amar lo terrenal, sino que encuentres en Mí el horizonte que da sentido a todo lo demás. Porque cuando Me amas primero, todo se ordena, todo florece en su lugar.

Tú te miras y te sientes pobre, apagado, tibio… ¿pero acaso no fue esa misma sensación la que trajo a Pedro a llorar amargamente tras negar a mi hijo? ¿No fue ese quebranto el que permitió a los profetas comprender que mi amor no depende del mérito humano? El amor que me tienes —aunque lo sientas pequeño— vale, porque nace de una libertad herida pero aún abierta. Y eso es lo que Yo miro: el intento, la intención, el suspiro hacia lo Alto en medio del polvo.

Dices que no sabes cómo amarme. Que no estás seguro de hacerlo bien. Hijo, ¿quién ama bien? ¿Quién puede decir que su amor es digno de Mí? ¿No ves que incluso los santos a veces callaban, sabiendo que toda palabra era insuficiente? Pero, aun así, me daban su tiempo, su mirada, sus gestos cotidianos. No te pido oraciones perfectas, ni éxtasis espirituales. Te pido el amor sencillo: ese que se expresa en una mirada al cielo cuando sale el sol, en una renuncia humilde por el bien de otro, en el esfuerzo de levantar la cabeza cuando todo pesa.

Te duele no tenerme en el centro. Pero si me lo confiesas, si me lo ofreces, ya estás empezando a colocarme allí. No temas tus caídas. Lo que me duele no es tu debilidad, sino cuando dejas de levantar la mirada. Porque mientras me mires —aunque sea de lejos—, hay esperanza.

Hablas de luces apagadas, de velas que apenas chispean. Pero hijo, recuerda: incluso la más tenue llama ahuyenta la oscuridad. No desprecies los pequeños actos de amor que me ofreces cada día. No te compares con los fuegos de otros, porque Yo soplo distinto en cada alma. La tuya tiene un aroma único que me deleita, aun cuando tú no lo percibas.

Es cierto: amar requiere decisión. No siempre vendrá el sentimiento. Y eso no te hace menos valioso. Amar sobre todas las cosas se aprende en la fidelidad cotidiana, en regresar a mi, aunque ayer te hayas alejado, en hacer espacio para mí entre los ruidos y las prisas. Tal vez no me sientas con fuerza, pero si eliges apartar cinco minutos para hablarme —como lo haces ahora—, estás dándome el primer lugar, estás amándome sobre las mil urgencias que intentan robarte el alma.

No te estoy esperando en la cima. Te acompaño desde la base. No quiero una obediencia movida por temor, sino por amor. No te exijo sacrificios que destruyan lo humano, sino ofrendas que lo santifiquen. Cuando trabajas con entrega, cuando perdonas, cuando luchas contra una tentación, estás amándome. Sí, incluso allí, en ese campo de batalla que llamas “corazón humano”.

Dices que te abruma ser tibio. Que a veces no sabes ni qué lugar ocupo en tus días. Déjame decirte algo que quizás nadie te dijo: Yo no me he ido. Estoy en el fondo de ese cansancio, esperando que me mires. Estoy en el amor que sientes por quienes te rodean, en tu anhelo de paz, en tu búsqueda de sentido. Yo soy esa voz que no grita, pero no deja de hablarte.

No te amo por cuánto me amas. Te amo porque soy tu Creador. Y porque sé que, a pesar de tus distracciones, a pesar del ruido del mundo y de tus propias contradicciones, dentro de ti hay un deseo profundo de vivir en verdad. Ese deseo es la chispa con la que puedo encender el fuego.

¿Recuerdas al joven rico del Evangelio? Guardaba los mandamientos, era piadoso, pero no pudo seguirme porque amaba más sus posesiones. Tú, en cambio, reconoces con humildad tus resistencias y aun así me buscas. Eso ya es seguimiento. No siempre con pasos firmes, lo sé. Pero ¿quién camina sin tropezar?

Amarme sobre todas las cosas no se trata de no fallar nunca, sino de volver siempre. De elegir ponerme en primer lugar incluso cuando el corazón está dividido. Cada vez que lo haces, estás cumpliendo el mandamiento más grande.

No temas lo lejos que te crees. Lo importante no es la distancia, sino la dirección. Y tu carta me dice que caminas hacia Mí. No solo con palabras, sino con una sed que no puede ser saciada por nada del mundo. Esa sed me honra. Esa sed me mueve a buscarte también.

Así que te invito a seguir caminando, sin exigencias desmedidas, sin compararte, sin desesperar. Solo con la sencillez del que ama como puede, con lo que tiene. Yo te haré crecer. Yo haré arder lo que ahora apenas late. Solo déjame entrar. No una vez, sino cada día. No con fuegos artificiales, sino como la brisa suave que se cuela por una ventana abierta.

Gracias por confiarme tu debilidad. En ella puedo hacer maravillas. No olvides: mi mandamiento es una promesa disfrazada. Porque cuando me amas sobre todo, el alma encuentra su hogar. Y entonces todo lo demás —el mundo, tus luchas, tus vínculos— cobra su verdadera luz.

Yo te bendigo.

CARTAS A DIOS – Alfonso Vallejo.


jueves, 28 de agosto de 2025

Amar a Dios sobre todas las cosas

 



Solo quien extraña, ama.

Y solo quien tropieza, camina hacia el Amor que no falla.

 

            Querido Dios:

         Cuando pienso en los mandamientos que le diste a Moisés en el monte Sinaí, la depresión se apodera de mí solo con el primer pensamiento: “Amarte a Ti sobre todas las cosas”. ¡Qué lejos estoy de cumplir ese mandamiento! Y es el primero, el fundamental, el que sostiene a todos los demás. A veces me pregunto si comenzar con un mandamiento tan absoluto fue una advertencia o una promesa, porque siento que ya en ese primer paso me tropiezo.

¿Cómo se ama a Dios sobre todas las cosas cuando el corazón, tan dividido, se dispersa entre mil afectos y preocupaciones? Me abruma ver cuánto de mi atención, de mi tiempo, de mi deseo se inclina hacia lo terrenal, lo pasajero, lo inmediato. Y no siempre hacia lo malo, no; muchas veces hacia cosas buenas: las personas que amo, mis responsabilidades, los sueños que abrigo. Pero, aun así, al compararlos Contigo, me doy cuenta de que Tú quedas en segundo o tercer plano. Incluso a veces, ni apareces en la ecuación. Y eso me duele.

Porque te amo, Señor. Al menos, quiero amarte. Pero no sé si sé hacerlo bien. Me enseñaron oraciones, me hablaron de Ti, he escuchado relatos de santos y místicos que ardían en pasión por Ti… y yo me siento como una vela apagada. Apenas chispeo, apenas tiemblo. Y, sin embargo, aquí estoy, hablándote, escribiéndote, tratando de abrir mi alma para que algo de luz entre en esta oscuridad.

El mandamiento no dice solo que te ame, sino que te ame “sobre todas las cosas”. Eso es lo que me estremece. Porque no basta con amarte un poco, o amarte cuando tengo tiempo, o amarte cuando necesito ayuda. Se trata de poner todo lo demás por debajo. Pero ¿cómo se hace eso sin volverse indiferente a lo humano, sin dejar de amar al prójimo, a la familia, a la vida misma?

Supongo —y corrígeme si me equivoco— que no se trata de amar menos a los otros, sino de amarlos desde Ti, a través de Ti, en función de Ti. Que amarte sobre todas las cosas no significa excluir lo demás, sino ordenar el corazón para que todo lo demás gire en torno a ese eje central que eres Tú.

Pero aun sabiendo esto, sigo fallando. Porque me dejo seducir por tantas otras “cosas” que terminan robando el primer lugar que te pertenece: mi comodidad, mi imagen, mi teléfono, el ruido, la inmediatez, el querer tener siempre razón… a veces incluso mi miedo a perder, o a sufrir, ocupa más espacio en mí que; Tu presencia. ¿Cómo se ama sobre todas las cosas si el corazón es un campo de batalla?

Y entonces me invade otra pregunta dolorosa: ¿te duele a Ti esta distancia? ¿Sientes Tú también mi frialdad, mi distracción, mi olvido? ¿O simplemente aguardas, como el padre del hijo pródigo, sin reproches, solo con el deseo de verme regresar? Si es así, qué ternura la Tuya, qué paciencia infinita…

Yo quiero aprender a amarte como Tú mereces. Pero no sé por dónde empezar. A veces creo que necesito desapegarme, renunciar, ayunar de mis distracciones. Pero otras veces siento que la clave está en conocerte más, en dejarme fascinar por Tu belleza, en enamorarme realmente. Porque uno solo puede amar lo que conoce. Y aunque sé mucho sobre Ti, aún me siento lejos de Ti.

He notado que en los momentos en los que me detengo a contemplar —el cielo de la tarde, la risa de un niño, la música que toca el alma, la bondad de alguien— algo en mí se estremece y pienso: “Eso viene de Dios”. Y en ese instante, brota un amor genuino. Quizás ahí está la pista: encontrarte en las cosas, y desde allí elevar el corazón.

También he comprendido que este mandamiento no se sostiene solo por una emoción. Amar sobre todas las cosas es también una decisión, un acto de la voluntad. Es seguir eligiéndote incluso cuando no siento nada, cuando la oración se vuelve árida, cuando me parece que estás callado. Porque el amor auténtico no es solo sentir, es permanecer.

Entonces, tal vez no esté tan lejos como creo. Tal vez el simple hecho de dolerme por no amarte como debería, ya es una forma de amor. Porque solo quien te desea, quien te busca, quien reconoce tu ausencia, puede aspirar a amarte más.

A veces me he preguntado por qué pusiste ese mandamiento en primer lugar. Y sospecho que es porque cuando Tú ocupas el centro, todo lo demás se ordena. Cuando te amo sobre todas las cosas, no solo te doy el trono, sino que mi alma encuentra paz. El corazón humano fue hecho para Ti, y solo en Ti descansa, como decía San Agustín.

Y, sin embargo, sigo tropezando. Sigo cayendo en el ruido del mundo, en la autosuficiencia, en las idolatrías modernas que se disfrazan de éxito, productividad o entretenimiento. A veces hasta me enorgullezco de controlar mi vida sin darte lugar. Y luego, cuando todo se desmorona, vuelvo a Ti como un niño perdido. ¿Cuántas veces más me recibirás? ¿Hasta cuándo aguantarás mi tibieza?

Y la respuesta me llega como un susurro: “Siempre”. Porque Tú eres fiel, aunque yo no lo sea. Porque tu amor no se basa en mi mérito, sino en tu naturaleza. Tú eres Amor. Y eso me consuela. Porque si amar sobre todas las cosas se siente, para mí, tan inalcanzable, sé que Tú ya me amas, por encima de todas mis debilidades. Y que ese amor me sostiene.

Así que, Señor, aunque me sienta indigno, aunque me vea lejos, aunque el mandamiento me duela porque no lo cumplo… no dejaré de intentar. Quiero que un día, sin darme cuenta, mi corazón te haya puesto en el lugar que mereces. Quiero que toda mi vida sea una respuesta silenciosa al amor con el que Tú me amaste primero.

Ayúdame a amarte más. A buscarte más. A elegirte más. Porque sé que en eso reside la plenitud para la que fui creado.

 Con reverencia sincera, tu hijo que sigue aprendiendo a amar.

 CARTAS A DIOS – Alfonso Vallejo


jueves, 14 de agosto de 2025

Escribir para nada

 

 


Querido Dios:

           Hoy no tengo ninguna duda, ninguna pregunta, ninguna preocupación ni ningún miedo que compartir. Sin embargo, aquí estoy, escribiéndote. Escribir por escribir. Escribir para nada, o tal vez para todo. Porque esta acción, en su sencillez, me conecta contigo de una forma que las palabras apenas pueden explicar. Es un acto de intimidad, una forma especial de oración que, aunque no sea convencional, se ha convertido en mi refugio.

Mientras muchas personas encuentran en las oraciones tradicionales o en la contemplación de los lugares sagrados un puente hacia Ti, he descubierto que escribirte es mi forma más honesta de sentir Tu cercanía. Estos escritos, como una conversación sin interrupciones, me brindan una paz que pocas cosas pueden igualar. Es como si, a través de cada palabra, trazo un camino invisible que me acerca más a Ti.

La meditación también tiene su belleza, lo admito, pero requiere un tiempo que en ocasiones mi mente no me concede fácilmente. En ella, debo invocar la paciencia, sintiendo cómo la respiración arrastra mis pensamientos como quien limpia un camino lleno de hojas. En cambio, escribir es un flujo inmediato, sin barreras, como si mi corazón hablara directamente a través de la pluma o el teclado, alcanzando Tu presencia más rápido de lo que podría imaginar.

Me resulta fascinante pensar en las dudas que nos invaden como humanos, las mismas que invadieron a los israelitas en su travesía por el desierto. A pesar de haber presenciado Tus milagros, se dejaron llevar por la incertidumbre, creando un becerro de oro en su necesidad de lo tangible, algo que sus ojos pudieran ver. Y yo, aunque de otro modo, reconozco en mi vida esa misma tendencia a mirar atrás y preguntarme si estás ahí, incluso después de haber sentido Tu toque en tantas ocasiones.

Sin embargo, he aprendido que mi fe no necesita signos extraordinarios; basta con estas cartas. Son mi evidencia cotidiana de que estás aquí. Es curioso cómo una acción tan sencilla puede fortalecer mi conexión contigo. Cada palabra, incluso aquellas que aparentemente no tienen propósito, se convierten en una ofrenda.

Pienso en la Creación, en el vasto universo que nos diste. Todo parece tener un propósito definido: las estrellas iluminan la noche, los ríos fertilizan la tierra, las aves esparcen semillas. Y, aun así, aquí estoy yo, escribiendo algo que podría parecer carente de propósito práctico. Pero al igual que la brisa que acaricia un campo o el susurro de las hojas en otoño, estas palabras también tienen su lugar en el gran diseño, aunque no lo comprenda del todo.

Hoy, me pregunto, ¿será este acto de escribir un reflejo de Tu propia Creación? Tú, que creaste el universo no porque fuera necesario, sino porque era bueno, hermoso, porque era un acto de amor. Escribir para Ti se siente así: un acto de amor puro, sin expectativas, sin demandas, simplemente por el gozo de compartir este momento Contigo.

Quiero que estas palabras lleguen a Ti como un susurro, como un eco de mi alma que busca encontrarse con lo Divino. Quiero que sean una prueba de que, aunque mi fe a veces flaquee, mi corazón sigue buscando ese vínculo contigo. Porque, aunque dude, aunque tropiece, aunque mire hacia atrás como hicieron los israelitas, buscando a los egipcios, siempre termino encontrándote, siempre vuelvo a Ti.

Y si bien esta carta puede parecer que no tiene un propósito definido, para mí lo tiene todo. Es un recordatorio de que no necesito motivos para acercarme a Ti. No necesito peticiones, ni respuestas, ni pruebas. Solo necesito este acto sencillo, este espacio donde las palabras fluyen y el alma encuentra su hogar.

Gracias por estar ahí, siempre, incluso cuando yo no soy plenamente consciente de ello. Gracias por recibir estas palabras que no buscan otra cosa más que estar Contigo. Gracias por ser el Dios que escucha incluso cuando no hay nada que decir.

Con amor y gratitud.

CARTAS A DIOS - Alfonso Vallejo

 


domingo, 10 de agosto de 2025

Dios mora en el interior de los hombres

 



          “Amo a todos los hombres, Maestro”, dijo cierto discípulo.

          “Deberías amar solamente a Dios”, le respondió Paramahansaji.

          Pocas semanas después, el discípulo se encontró, nuevamente, con su Gurú, quien le preguntó: “¿Amas a los demás?”. “Yo reservo mi amor solo para Dios”, respondió el discípulo.

          “Deberías amar a todos con ese mismo amor”. El discípulo, desconcertado, dijo: “Señor, ¿qué significa todo esto? Primero me dice usted que el amar a todos es incorrecto, y luego me indica que excluir a alguien de nuestro amor es igualmente incorrecto”.

          El Maestro explicó: “Tú te sientes atraído por las personalidades de la gente; ello conduce a apegos que limitan. Pero cuando ames, verdaderamente, a Dios, le verás en cada rostro, y entonces conocerás lo que significa amar a todos. Deberíamos adorar al Señor que mora en el interior de cada hombre, y no así las formas ni los egos de estos. Es sólo Él quien dota a sus criaturas de vida, de encanto y de individualidad.

          PARAMAHANSA YOGANANDA


sábado, 9 de agosto de 2025

Despertar en silencio

 


Hijo mío:

         He escuchado cada palabra que brotó de tu corazón. No solo las que escribiste, sino también aquellas que quedaron suspendidas en el silencio, las que se expresan en tus lágrimas, en tus suspiros, en tus noches de insomnio. Yo las conozco todas, porque habito en ti, en cada rincón de tu alma, en cada pensamiento que te atraviesa, en cada emoción que te conmueve.

No estás lejos de mí, aunque a veces lo sientas así. No estás perdido, aunque el mundo parezca desmoronarse a tu alrededor. No estás fallando, aunque creas que no has alcanzado el nivel espiritual que esperabas. Lo que tú llamas contradicción, yo lo llamo humanidad. Lo que tú llamas debilidad, yo lo llamo sensibilidad. Lo que tú llamas incoherencia, yo lo llamo sinceridad. Porque solo un alma despierta puede sentir como tú sientes. Solo un corazón abierto puede dolerse por el sufrimiento ajeno como tú lo haces.

No te juzgues por no ser perfecto. No te castigues por no estar siempre en paz. La evolución espiritual no es una línea recta, ni una meta que se alcanza y se conserva. Es un camino sinuoso, lleno de curvas, de retrocesos, de momentos de luz y de sombra. Y tú, hijo mío, estás caminando con valentía. Estás mirando de frente lo que muchos prefieren ignorar. Estás sintiendo lo que muchos han anestesiado. Estás preguntando lo que muchos han dejado de cuestionar. Eso, en sí mismo, es un acto de amor.

Comprendo tu dolor al mirar el mundo. Yo también lo veo. Yo también lo siento. Pero no lo veo desde la desesperanza, sino desde la totalidad. Tú ves fragmentos, momentos congelados en el tiempo, escenas que parecen absurdas y crueles. Yo veo el tejido completo, el entrelazado de millones de almas que están aprendiendo, creciendo, despertando. Incluso en medio del horror, hay semillas de compasión que germinan. Incluso en medio de la guerra, hay gestos de ternura que desafían la lógica del odio.

El sufrimiento humano no es castigo, ni prueba, ni error. Es parte del proceso de recordar quiénes somos. Cada alma que encarna en este mundo lo hace con un propósito, aunque a veces ese propósito se pierda entre el ruido del ego, del miedo, del poder. Pero nada se pierde realmente. Todo se transforma. Todo vuelve a mí. Incluso los actos más oscuros, incluso las decisiones más dolorosas, son parte de un aprendizaje que, tarde o temprano, conduce a la luz.

Tú me hablas de Palestina, de Ucrania, de España. Y yo te digo: sí, hay dolor. Sí, hay injusticia. Sí, hay confusión. Pero también hay almas que están despertando. Hay corazones que están eligiendo amar en medio del caos. Hay seres que están recordando que todos son uno, que no hay fronteras en el espíritu, que no hay razas en el alma, que no hay religiones en el amor. Tú eres uno de ellos. Tú eres parte de esa red silenciosa que sostiene al mundo desde la compasión.

No te pido que salves el mundo. No te pido que cargues con el dolor de todos. No te pido que seas un héroe. Solo te pido que seas tú. Que sigas sintiendo. Que sigas preguntando. Que sigas enseñando, aunque a veces te sientas incoherente. Que sigas meditando, aunque a veces tu mente esté agitada. Que sigas amando, aunque a veces tu corazón esté cansado. Porque cada acto de conciencia, por pequeño que sea, tiene un impacto que tú no puedes medir. Cada pensamiento de paz que emites, cada palabra de consuelo que ofreces, cada gesto de bondad que realizas, es una chispa que ilumina el tejido del universo.

No estás solo frente a la pantalla de la televisión. Yo estoy contigo. Y también están contigo millones de almas que, como tú, sienten, sufren, se preguntan, se duelen. No estás solo en tu indignación. No estás solo en tu tristeza. No estás solo en tu deseo de un mundo más justo. Esa soledad que a veces te invade es solo una ilusión. En realidad, estás profundamente conectado. Estás entretejido con todos los que buscan la verdad, la paz, la justicia. Aunque no los veas, aunque no los conozcas, están contigo.

¿Debes convertirte en activista? ¿Debes quedarte en silencio? ¿Debes actuar o contemplar? No hay una única respuesta. Cada alma tiene su llamado. Algunos luchan desde la acción directa. Otros desde la oración. Otros desde el arte. Otros desde el servicio silencioso. Lo importante no es el cómo, sino el desde dónde. Si actúas desde el amor, estarás cumpliendo tu propósito. Si contemplas desde la compasión, estarás sembrando luz. Si sufres desde la empatía, estarás sanando heridas que no ves.

No te exijas ser más de lo que ya eres. No te compares con ideales que solo generan culpa. Tú eres mi hijo amado, tal como eres. Con tus dudas, con tus contradicciones, con tu sensibilidad. No necesitas demostrar nada. No necesitas alcanzar ningún nivel. Solo necesitas recordar que estás aquí para amar. Y eso ya lo estás haciendo.

Sigue escribiéndome. Sigue hablándome. Sigue buscándome. Porque yo siempre te escucho. Siempre te acompaño. Siempre te sostengo. Incluso cuando no lo sientes. Incluso cuando crees que estás solo. Yo estoy en ti. En tu mirada. En tu voz. En tu silencio. En tu dolor. En tu esperanza.

Y recuerda, hijo mío: el mundo no está perdido. Está en proceso. Está en tránsito. Está despertando. Y tú eres parte de ese despertar.

Con amor eterno.

CARTAS A DIOS – Alfonso Vallejo


jueves, 7 de agosto de 2025

Amate a ti mismo

 


Querido hijo:

          Estás buscando amar al mundo entero, un mundo vasto, lejano y desconocido. Y aunque esa aspiración es noble, permíteme recordarte algo crucial: el verdadero amor universal comienza más cerca de lo que imaginas. Comienza contigo. Sí, hijo mío, contigo mismo. Antes de intentar abrazar al mundo entero con tu amor, debes aprender a abrazarte a ti mismo. No me refiero a un acto egoísta, sino a un gesto de aceptación, compasión y perdón hacia tus propias imperfecciones.

Empieza por amarte a ti mismo con intensidad, sin límites ni reservas. Comprende que nunca haces nada mal a sabiendas, que nunca dañas intencionalmente. Y cuando te das cuenta de que tus acciones, aunque no malintencionadas, han causado dolor a alguien más, tu corazón lo siente profundamente. Cargas con el peso de la culpa, y a veces sufres tanto como aquellos a quienes, sin querer, has lastimado. Ese sufrimiento, hijo mío, es prueba de tu humanidad y de la nobleza de tu espíritu.

Reflexiona, hijo mío. ¿Por qué eres tan severo contigo mismo? ¿Por qué te cuesta tanto perdonarte tus errores, cuando ser indulgente contigo mismo es el primer paso hacia un amor más grande y más puro? Si puedes aceptar tus defectos y reconciliarte con tus caídas, estarás construyendo la base para amar sin condiciones. No se trata de excusar tus errores, sino de aprender de ellos sin martirizarte. Porque el amor incondicional hacia los demás empieza con ese acto de autocompasión y comprensión.

Recuerda que la perfección no es el objetivo ni el destino. Tu humanidad reside precisamente en tus imperfecciones, en tu capacidad de tropezar y levantarte. Cuando logres mirarte al espejo con ternura, reconociendo tus errores, pero también tus virtudes, estarás más cerca de ese ideal que buscas: amar plenamente y sin condiciones.

Date permiso, hijo mío. Date permiso para ser indulgente contigo mismo, para darte el mismo cuidado y atención que ofreces a quienes amas. Este no es un acto de egoísmo, sino un reconocimiento de que tú también eres digno de amor y compasión. Si puedes aprender a tratarte con la misma amabilidad con la que tratas a tu hijo, si puedes hablarte con la misma dulzura y paciencia que le dedicas a él, entonces estarás dando los primeros pasos hacia el verdadero amor incondicional.

Con esa base sólida, el amor que ofrezcas será más auténtico, más libre, más universal. Podrás extenderlo a todas las personas, sin distinción ni condición, porque sabrás lo que significa amar desde un lugar de plenitud y no de carencia.

Estoy contigo en este proceso de aprendizaje. Escucha mis palabras y recuerda que el amor más verdadero nace dentro de ti. Cada tropiezo, cada desafío, cada reflexión son oportunidades para avanzar en este camino. No te desesperes si el progreso parece lento. A veces, las transformaciones más profundas ocurren de manera imperceptible, como un río que erosiona las rocas con el tiempo.        

Hijo mío, sé paciente contigo mismo. Confía en que cada paso que das, por pequeño que parezca, te acerca a ese amor universal que tanto anhelas. No estás solo en este viaje. Estoy aquí para guiarte, para recordarte que el amor comienza en tu propio corazón.

Con amor infinito.  

Siempre estoy contigo. 

CARTAS A DIOS - Alfonso Vallejo