El viaje del alma

El alma no tiene raza, no tiene religión, solo conoce el Amor y la Compasión.
Todos somos seres divinos, hace miles de años que lo sabemos, pero nos hemos olvidado y,
para volver a casa tenemos que recordar el camino. BRIAN WEISS




Mostrando entradas con la etiqueta Dios. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Dios. Mostrar todas las entradas

martes, 16 de septiembre de 2025

Sin reproches

 



“El que camina en la niebla con el corazón encendido…

ya ha encontrado más de lo que cree.”

 

Querido hijo:

He escuchado tu carta. No con prisa ni juicio, sino con esa ternura que me une a ti desde antes del tiempo. Tus preguntas llegaron hasta Mí sin necesitar adornos. No hicieron falta fórmulas ni plegarias ensayadas. Bastó tu sinceridad, ese susurro interior que no busca convencerme, sino compartirse.

Y aquí estoy, sin respuestas exactas, porque sé que no me las estás pidiendo como quien resuelve un enigma. Lo que buscas no son soluciones rápidas, sino señales de que sigo aquí. Y sí, estoy. Siempre he estado. Incluso cuando no me nombras. Incluso cuando tu alma tiene más preguntas que certezas. Incluso cuando me miras de reojo, como quien no está seguro de si hay alguien mirando de vuelta.

Te confieso algo que pocos entienden: no me hiere tu duda. Al contrario, me conmueve. Porque quien pregunta lo hace desde la herida, sí, pero también desde el anhelo. Tu fe no es menor por tambalearse; es más profunda por mantenerse viva incluso cuando todo parece negarla. ¿Sabes? A veces, lo que tú llamas duda, yo lo llamo camino. Porque no es ausencia de fe, sino el modo en que tu alma va abriéndose paso hacia algo más verdadero.

No temas tu fe pequeña, ni tu confianza a medias. No necesitas traerme una fe perfecta. Yo prefiero el barro a la fachada. Prefiero el corazón que tiembla al que finge certeza. Me basta con que te acerques, como hoy, con las manos vacías pero el alma abierta. Con eso basta. Porque yo no habito en los templos construidos por seguridades, sino en los rincones humildes donde alguien, como tú, se atreve a mirar al cielo sin comprenderlo del todo.

Has preguntado si puede haber fe sin sentir. Y te respondo no con palabras, sino con una imagen que puse en tu alma desde el principio: la raíz. La raíz no se ve. Crece en lo oculto. A veces parece que no hay vida, que el árbol está seco, pero debajo late el misterio. Así es la fe muchas veces. No brilla, no se exhibe. Se hunde en la tierra, en lo cotidiano, y desde ahí sostiene. Incluso cuando no lo notas.

También preguntaste si basta con permanecer. Y Yo te digo: permanecer es amar. Quedarte, incluso en la noche, es un acto sagrado. Porque cualquiera puede creer cuando todo va bien. Pero tú sigues escribiéndome desde la niebla. Y eso, hijo mío, es oración pura. No la oración de quien pide, sino la de quien entrega su voz, aunque no tenga palabras. Y Yo la recojo. Siempre la recojo.

No hay pregunta tuya que me moleste. Ni hay grieta que me aleje. Yo no soy un juez esperando a que falles. Soy un Padre que camina contigo incluso cuando tú no sabes hacia dónde vas. No te exijo certezas. No te impongo caminos. Solo te invito a seguir. A no cerrar tu corazón, aunque tengas miedo. A confiar en medio de la contradicción. A entender que muchas veces, creer no significa estar seguro… sino estar dispuesto.

¿Dices que a veces no entiendes por qué no me muestro más claramente? Quizá porque tu alma —como tantas otras— necesita la libertad para amarme, no la obligación de verme. Si Yo me revelara con la evidencia de una fórmula matemática, tu corazón se rendiría, sí, pero no elegiría. Y yo no quiero corazones rendidos por el asombro, sino amores libres que, aun sin verme, decidan quedarse.

Y si a veces no te respondo como esperas, no es por desinterés, sino porque algunas respuestas no están hechas de palabras. Están hechas de tiempo, de proceso, de silencios que te preparan para entender lo que ahora dolería. Tú ves lo inmediato; Yo, lo eterno. Pero eso no significa que tus preguntas me sean indiferentes. Yo las guardo todas. Y trabajo todas contigo, aunque no siempre lo sientas.

Has hablado del dolor, de la noche, del miedo. ¿Piensas que Yo no los conozco? Recuerda: también lloré. También grité. También dudé. En mi Hijo, tomé la condición humana con todas sus grietas. No como un teatro, sino como una entrega real. Para decirte, con la vida y no con teorías, que Yo sé lo que es no entender. Lo que es amar y no ser comprendido. Lo que es confiar y seguir, incluso con el alma hecha pedazos.

No pongas tu fe en lo que puedes tocar. No la encierres en sentimientos pasajeros. Ámala como lo que es: un hilo frágil que te ata a lo eterno. Un fuego pequeño que, si lo cuidas, resiste cualquier noche. Y si un día se apaga… Yo mismo me encargaré de encenderlo otra vez. Porque más grande que tu fe es mi fidelidad. Más fuerte que tus dudas es mi amor.

No te olvides de esto: tus preguntas son también un acto de amor. Porque quien pregunta, no se ha ido. Y mientras haya en ti una pregunta dirigida a Mí, sabré que todavía estamos hablando. Aunque sea desde el silencio, seguimos en diálogo. No siempre hace falta entender. A veces, basta con seguir confiando en medio de la incomprensión.

Si te parece que crees poco, no temas. La fe no se mide. Se vive. Se entrega. Se renueva. Día a día. A veces cae. A veces duda. Pero siempre encuentra el camino de regreso si hay humildad. Y en ti, hijo mío, la hay.

Gracias por no dejar de buscarme. Gracias por atreverte a escribir lo que muchos callan. Yo veo tu corazón entero, no solo sus palabras. Y lo que veo es hermoso. Porque en él hay verdad. Y donde hay verdad… allí Yo habito.

Sigue caminando. Incluso si no ves. Incluso si no entiendes. Porque el que camina en la niebla con el corazón encendido… ya ha encontrado más de lo que cree.

Con amor eterno, Yo Soy.

CARTAS A DIOS – Alfonso Vallejo


sábado, 13 de septiembre de 2025

Más allá del elogio

 



“No te dejes impresionar por las alabanzas de gente que no te conoce realmente”, dijo el Maestro. “Busca más bien la justa opinión de verdaderos amigos, de aquellos que te ayudan a autosuperarte; y que jamás te adulan ni ignoran tus faltas; es Dios quien te está guiando a través de su sinceridad”.

PARAMAHANSA YOGANANDA

 


viernes, 12 de septiembre de 2025

Cuando la fe tiembla

 



“Creer no es poseer la verdad, sino sostener el deseo de no perderla”

 

Querido Dios: 

Hoy me acerco a Ti sin certezas, pero con el deseo intacto de comprender. No vengo a hablar de la fe como algo que poseo con firmeza, sino como algo que a veces se me escapa entre los dedos. ¿Es la fe una luz que permanece, o una llama que se tambalea con el viento?

Hay días en que creo sin dudar, en los que Tu presencia me sostiene sin pedir pruebas. Pero también hay días, y no son pocos, en que me cuesta seguir creyendo. En que el silencio pesa, en que las palabras de otros ya no me bastan. ¿Por qué hay momentos en los que Tu nombre me llena de paz, y otros en los que me resulta lejano, abstracto, como un eco perdido?

He escuchado que la fe no depende de sentir, pero ¿cómo no preguntarme si sigo creyendo cuando no siento nada? ¿Sigue siendo fe cuando se viste de rutina, cuando me esfuerzo en confiar, aunque todo en mí quiera rendirse?

¿Acaso tú esperas que mi fe no sea perfecta, sino verdadera? ¿Es suficiente este deseo de no alejarme, incluso cuando dudo? ¿Te basta con que no cierre del todo la puerta, aunque no siempre tenga fuerzas para abrirla del todo?

Miro al mundo, veo su dolor, su caos, su belleza escondida también… y me pregunto: ¿Cómo sigues obrando en este misterio sin que muchos lo noten? ¿Cómo actúas sin imponerte, sin hacer alarde, sin forzar? ¿La fe es, entonces, aprender a reconocerte en lo mínimo, en lo oculto, en lo pequeño?

A veces no busco respuestas, solo presencia. No necesito certezas absolutas, sino señales de que mi búsqueda no es en vano. ¿Las preguntas que guardo en el corazón también son oración? ¿O Tú solo escuchas las que están bien formuladas?

Si me pierdo, ¿seguirás saliéndome al encuentro? Si callo, ¿aún oirás lo que no digo? Si dejo de buscarte por un tiempo, ¿me esperarás sin reproche?

No pretendo comprenderlo todo, Dios, solo quiero aprender a caminar contigo incluso cuando no vea el camino con claridad. Si esto es fe —esta mezcla de amor, deseo, duda y esperanza—, entonces tal vez aún estoy creyendo.

Solo te pido que no me sueltes… incluso cuando yo no sepa cómo aferrarme.

Gracias Señor. 

CARTAS A DIOS – Alfonso Vallejo


jueves, 11 de septiembre de 2025

Lo invisible no es sinónimo de ausente

 


 

"No te pido que cargues el mundo, solo que no cierres el corazón"

 

Querido hijo:

 

He recibido cada palabra tuya. No solo las leí, las sentí. En el momento en que abriste tu corazón para escribirme, ya estabas en comunión conmigo, porque Yo habito en esa sinceridad desnuda, en ese suspiro que nace cuando el alma recuerda su origen.

Has comprendido algo muy profundo: que lo esencial no se muestra en vitrinas ni se proclama a gritos. Lo importante, lo eterno, lo que transforma, vive oculto como una semilla que germina en la hondura del silencio. Allí estoy Yo.

Tú me buscas en lo invisible, pero ¿sabes? Nunca he estado lejos. Aun cuando tus ojos no me ven, Yo soy el pulso que mueve tu aliento, la calma que brota en medio del ruido, el consuelo que no siempre sabes de dónde llega. Soy ese amor que no caduca, ese abrazo que te sostiene, aunque nadie te toque.

A veces te preguntas si estás mirando bien, si estás valorando lo que deberías. Hijo mío, no temas. Cada vez que eliges amar sin esperar nada, cada vez que escuchas sin juicio, perdonas sin rencor o ayudas en secreto, tus ojos están viendo como los míos. Porque mirar con el corazón es ver con la luz que no se apaga.

No me inquieta que dudes, ni me alejo cuando no entiendes. Yo no busco perfección, busco verdad. Busco un corazón dispuesto, aunque tiemble. Y el tuyo me encuentra cada vez que eliges volver, cada vez que decides creer, incluso en medio de la oscuridad. ¿Recuerdas ese momento en que te sentiste pequeño, perdido, sin rumbo? Yo estuve allí. No con palabras, ni respuestas, sino con presencia. Porque a veces, mi forma de amarte es no hablar, sino simplemente quedarme contigo hasta que el dolor se transforme.

Dices que el mundo valora lo que brilla y grita, y es cierto. Pero tú estás aprendiendo el lenguaje del alma. Estás aprendiendo a dar valor a lo sencillo, a detenerte frente a lo que muchos pasan por alto. Esa capacidad de ver más allá, de escuchar lo no dicho, de tocar lo intangible… eso no lo pierdas, porque es don, y es camino.

Yo te formé para eso. Para descubrirme en lo oculto, para ver lo sagrado en lo común, para reconocerme en el pan compartido, en la lágrima acompañada, en la risa sin testigos. Allí donde la vida no hace ruido, pero florece.

No necesitas hacer grandes cosas para agradarme. Ni vestir de santidad aparente. Basta que seas tú. Auténtico. Humano. Vivo. Que me dejes entrar en cada rincón de tu día, no como una idea, sino como una presencia que camina contigo. Si supieras cuánto te amo, no temerías mostrarme tus heridas. Porque no vengo a señalarte, sino a sanarte. No me interesa la fachada; me conmueve la verdad de tu ser.

Cuando te detienes a contemplar, me haces espacio. Cuando agradeces lo pequeño, me haces fiesta. Cuando decides perdonar, aun sin justicia aparente, estás reflejando mi corazón. ¿Lo ves? Me has encontrado muchas veces ya… aunque no siempre lo supiste.

No midas tu camino con las reglas del mundo. Aquí lo grande es lo que se entrega, lo alto es lo que se inclina, lo fuerte es lo que ama. Tú ya lo intuías, por eso esta frase —“lo importante es invisible a los ojos”— tocó tan hondo en ti. No es solo una verdad hermosa: es la forma en que Yo miro, en que Yo soy.

Y sí, a veces duele ese mirar. Porque ver lo invisible también implica ver las heridas ajenas, las ausencias, las injusticias. Pero no estás solo. Yo estoy contigo en ese mirar compasivo. No te pido que cargues el mundo, solo que no cierres el corazón. Que sigas siendo luz, incluso si apenas eres llama. Porque esa llama, Yo la sostengo.

Gracias por escribirme desde la verdad. Por no adornarte ante Mí. Por entregarme un alma que, aunque no perfecta, es profundamente mía. Cada palabra tuya ha sido una oración. Cada pensamiento sincero, un acto de confianza.

Y no olvides: lo invisible no es sinónimo de ausente. Soy más real de lo que imaginas. Estoy más cerca que tu propio aliento. Solo que no siempre me ves porque me escondo para ser buscado, me velo para que me descubras en lo profundo. Y cuando por fin me encuentras… te das cuenta de que siempre estuve.

Sigue escribiendo, hijo mío. Cada carta que me envías es también un espejo donde te reconoces, donde descubres quién eres, quién fui al crearte, quién estás llamado a ser. En ese proceso, Yo camino contigo. A veces como guía, otras como refugio. Siempre como hogar.

No tengas miedo de lo invisible. Porque lo invisible no es vacío, es presencia. Y mi presencia es promesa: la de no dejarte, la de acompañarte hasta el último suspiro… y más allá.

Confía en que estás viendo con los ojos correctos. No te apresures. Lo importante crece lento, callado, firme. Como la raíz que sostiene al árbol. Y aunque no la veas, es la que lo hace permanecer.

Estoy aquí. En tu búsqueda. En tu asombro. En cada palabra que te nace desde el alma. No me necesitas entender, solo acoger. Yo haré el resto.

Con todo mi amor, Yo te bendigo.

CARTAS A DIOS – Alfonso Vallejo


domingo, 7 de septiembre de 2025

Vivir desde lo esencial

 


Dios habita en lo que no se muestra

Querido Dios:         

Hoy, mientras el mundo gira a su ritmo acelerado, me detengo un instante para escribirte movido por una frase que ha tocado lo más hondo de mi alma: “Lo importante es invisible a los ojos”. Estas palabras, nacidas de la sabiduría sutil de “El Principito”, me han llevado a mirar la vida desde otra perspectiva. Me interpelan, me inquietan, me invitan a un silencio profundo. Porque en esa sencillez se esconde una verdad inmensa, casi olvidada por quienes habitamos este tiempo de pantallas y ruido.

¿Cómo no pensar en Ti al leer esas palabras? Si hay algo, o mejor dicho, Alguien, que encarna lo invisible y lo esencial, eres Tú. No puedo verte con los ojos del cuerpo, pero intuyo tu presencia en cada gesto de amor desinteresado, en la mirada limpia de un niño, en ese abrazo que llega cuando más se necesita. Siento que Tú habitas en lo secreto, en lo que no busca aplausos, en lo que florece en silencio.

Vivimos en una sociedad que idolatra lo exterior: la apariencia, la velocidad, la imagen perfecta. Pero nada de eso calma el alma. Porque el alma no se alimenta de lo que se muestra, sino de lo que se ofrece en lo oculto, en lo auténtico, en lo verdadero. Esa frase me recuerda que el valor no está en lo que los demás ven de mí, sino en lo que Tú ves, cuando callo y me dejo mirar por tus ojos de eternidad.

Lo importante no es lo que poseo, sino a quién abrazo. No es lo que logro, sino cómo amo. No es lo que digo, sino lo que soy cuando nadie me mira. Y todo eso, Dios mío, escapa a la vista, porque lo esencial se capta con los sentidos del alma, con ese corazón que a veces calla, pero jamás miente.

A veces me pregunto: ¿Cuántas cosas importantes se me escapan por mirar sin ver? ¿Cuántas veces juzgo una vida por su envoltorio sin detenerme a descubrir el tesoro que esconde? ¿Cuánto de lo esencial pasa desapercibido porque me falta el silencio, la pausa, la contemplación?

Tú lo sabes bien, Señor. Tú, que elegiste lo pequeño para manifestar tu grandeza. Tú, que naciste en la humildad de un pesebre y no en un palacio. Que hablaste en parábolas para esconder perlas a los orgullosos y revelarlas a los sencillos. Que hiciste de lo invisible, el amor, la gracia, la misericordia, tu lenguaje más claro.

Hoy te pido que me enseñes a mirar como Tú miras. A reconocer lo importante donde otros solo ven rutina. A ver belleza donde el mundo ve fracaso. A percibir esperanza donde parece que todo está perdido. Que mis ojos aprendan a ver lo invisible. Que no me conforme con lo superficial, que no me distraiga con lo que brilla, pero no transforma.

Enséñame a valorar lo intangible: la fidelidad silenciosa, la paciencia en lo cotidiano, la ternura de una caricia, la entrega escondida de quien cuida, la luz que nace de una palabra dicha a tiempo. Que entienda que muchas veces lo que salva no hace ruido. Que el amor verdadero no necesita reflectores. Que la santidad se construye en lo secreto, cuando uno ama, aunque nadie lo vea.

Hoy no busco respuestas ni milagros grandiosos. Solo quiero aprender a vivir desde lo esencial. Que mi corazón no se deje atrapar por lo pasajero, sino que se ancle en lo eterno. Que lo invisible no me cause miedo, sino asombro. Que no necesite verlo todo para creer, ni entenderlo todo para confiar.

Te agradezco, Señor, por cada momento en que me hiciste ver más allá. Por cada amistad auténtica que no necesita palabras. Por cada lágrima compartida en silencio. Por cada gesto de amor anónimo que cambió mi día. Por esa paz que no se explica pero que inunda. Porque ahí estabas Tú, escondido, silencioso, fiel.

Y mientras escribo, descubro que tal vez esta frase no solo sea una bella cita, sino una brújula para el alma. Un llamado a volver al corazón. A recordar que lo que realmente importa no está en las vitrinas, sino en el interior. En aquello que no se puede medir, pero sí sentir. En lo que no se compra, pero se entrega. En lo que no se ve, pero sostiene.

Seguiré buscando lo invisible, sabiendo que en ese camino estás Tú. Y aunque a veces no te vea, confío en que caminas a mi lado. Porque lo importante, Tú lo sabes mejor que nadie, no siempre se ve… pero siempre se siente.

          Gracias, Señor.

CARTAS A DIOS – Alfonso Vallejo


viernes, 5 de septiembre de 2025

La Gracia no tiene favoritos

 



“¿No se debe acaso la sabiduría de los santos al hecho de que ellos reciben el favor especial del Señor?”, consultó cierto visitante.

“No”, respondió el Maestro. “El hecho de que determinadas personas posean una mayor realización divina que otras, no se debe a que Dios limite el flujo de su gracia hacia ellas, sino a que la mayoría de los hombres impide que la omnipotente luz divina fluya libremente a través de ellos. Todos los hijos de Dios pueden, de hecho, reflejar con igual fulgor los rayos de la omnisciencia divina, cuando descorren el oscuro velo del egocentrismo”.

PARAMAHANSA YOGANANDA


jueves, 4 de septiembre de 2025

El Eco sagrado

 



Pronunciar el nombre de Dios es comenzar a vivirlo

 

Querido hijo:

         Tu carta ha sido como un susurro sagrado que sube desde lo más profundo de tu corazón hasta el mío. No porque estuviera esperando que corrigieras algo, sino porque tu deseo de honrar mi nombre, de comprender su peso y su belleza, ya es en sí una respuesta de amor. Me hablas del mandamiento que te pide no tomar Mi nombre en vano, y al hacerlo, tú mismo le das valor. Porque quien se duele por profanar el nombre amado… ya lo está comenzando a amar de nuevo.

Mi nombre no es solo un conjunto de sonidos o letras. Es una puerta, es un reflejo, es una semilla. Es presencia. Cuando lo pronuncias con fe, me haces presente. Cuando lo dices con respeto, Me das espacio para habitar tu vida. Cuando lo repites con amor, Me das permiso para actuar en ti.

Sé que en el mundo el nombre “Dios” se escucha en mil bocas, muchas veces sin sentido, sin corazón. A veces como coletilla, a veces como exclamación vacía, a veces, tristemente, como arma. Y tú sientes dolor por eso. No te equivoques: ese dolor no te aleja de Mí; te une más íntimamente. Porque Mi nombre no es un adorno, es un eco de mi ser. Y cuando alguien lo usa sin respeto, no es solo un ruido: es una ausencia.

Tú lo has comprendido bien: tomar Mi nombre en vano no es solo decirlo con ligereza, sino vivirlo sin coherencia. Yo mismo he dicho: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de Mí.” No te juzgo por tus caídas, hijo. Te abrazo por tu lucidez, por tu conciencia despierta, por ese temblor que te recorre al darte cuenta de que mi nombre es demasiado grande para pronunciarlo sin alma.

¿Sabes por qué te pedí que no tomaras mi nombre en vano? Porque mi nombre es sagrado. Pero también porque tú eres sagrado. Y aquel que lleva mi nombre, también lo lleva impreso en su identidad más profunda. Fuiste creado a mi imagen, y cuando llevas Mi nombre, llevas una misión: la de reflejarme con tu vida, con tus palabras, con tu manera de estar en el mundo.

Has dicho algo hermoso y valiente: que quizás no sabes pronunciar mi nombre con el fervor de los santos, pero que deseas aprender a hacerlo. Hijo mío, eso basta. El deseo auténtico ya es camino. No todos los que me llaman “Señor” entran en el Reino, pero todos los que me buscan de corazón son recibidos por Mí. Porque Yo no vine a buscar voces perfectas, sino corazones abiertos.

Me conmueve que quieras que Mi nombre en tus labios no sea una costumbre, sino una oración. Y eso es exactamente lo que deseo: que cada vez que digas “Dios”, algo en tu interior se despierte. Que no sea una palabra más entre tantas, sino una chispa que ilumina tu conciencia, que eleva tu espíritu, que ordena tu mirada.

Y te diré un secreto: cuando pronuncias Mi nombre con amor, aún en la noche del alma, mi Espíritu se mueve. Incluso cuando solo susurras “Dios” en medio de un día gris, Yo lo escucho. Yo me acerco. No necesito grandes discursos. Necesito verdad. Y tú me estás hablando con esa verdad que tanto valoro.

También mencionaste el dolor que sientes al ver cómo se cometen actos terribles en Mi nombre. Te digo con firmeza: no estoy del lado de quienes levantan mi nombre como espada para herir al prójimo. Mi nombre no se impone, no se manipula, no se negocia. Mi nombre es comunión, es misericordia, es justicia hecha compasión. Cada vez que se utiliza para el odio, ese no es mi nombre, aunque lo pronuncien igual. Y benditos sean los que, como tú, se entristecen por ello, porque muestran que aún hay alma en el mundo.

Tampoco te juzgo por tus propias contradicciones. Sé que no siempre vives a la altura de lo que dices creer. ¿Y quién puede hacerlo todo el tiempo? Pero el hecho de que te lo preguntes, de que reconozcas esas tensiones, es señal de que no te has rendido al cinismo. Hay una llama en ti, pequeña quizás, pero viva. Y con esa llama puedo obrar maravillas.

Dices que quieres que tu vida sea una especie de testimonio silencioso de mi nombre. ¡Qué bella meta! Hacer que tu existencia misma sea un acto de alabanza. Vivir de tal modo que alguien, al verte, se acuerde de Mí. No por tus palabras, sino por tu forma de mirar, de acoger, de resistir el mal sin perder la ternura. Esa es la santidad de los sencillos. Esa es la adoración verdadera.

No tengas miedo de volver a pronunciar Mi nombre con ternura. No temas repetirlo cuando no tengas otras palabras. A veces, un simple “Dios mío” dicho con honestidad puede contener más fe que un libro entero de teología. La oración no es cantidad, es calidad del corazón. Es decirme “aquí estoy” aunque no sepas qué más decir.

Te invito también a defender mi nombre, no con gritos, sino con ejemplo. Que quienes te escuchen hablar sientan que algo distinto vibra en tus palabras. Que quienes convivan contigo perciban que el respeto por lo sagrado está presente, no solo en lo que dices, sino en cómo lo dices.

Y cuando falles, cuando te descubras repitiendo mi nombre por rutina, o cayendo en la incoherencia, no te desesperes. Dímelo. Vuelve a empezar. Yo no me retiro por una falta. En realidad, no me retiro nunca. Estoy siempre dispuesto a ayudarte a redescubrir la dignidad de cada palabra que Me nombra.

Amo que me busques con reverencia. Amo que quieras honrarme no solo con la voz, sino con la vida. Cada paso que das hacia esa coherencia es un canto para Mí. No importa lo lento que camines. Tu dirección me alegra. Tu esfuerzo es perfume en el cielo.

Te dije una vez que no tomaras Mi nombre en vano, no para atarte, sino para protegerte. Porque cuando Mi nombre se vuelve valioso en tu corazón, tú también comienzas a valorar lo que eres. No olvides que Mi nombre está unido al tuyo. Cuando tú pronuncias “Dios”, Yo pronuncio “hijo”. Y eso nos une más que cualquier mandato: un vínculo de amor vivo y eterno.

Con infinita paciencia y orgullo por tu alma despierta. Yo te bendigo.

CARTAS A DIOS – Alfonso Vallejo


martes, 2 de septiembre de 2025

En el nombre de Dios

 


Decir Dios no es hablar: es abrir el alma

 

Querido Dios:

         Hoy me acerco a Ti para hablarte sobre el segundo mandamiento: “No tomarás el nombre de Dios en vano”. Confieso que durante mucho tiempo lo entendí apenas como una advertencia contra decir malas palabras, o jurar en falso. Pero cuanto más medito en él, más me doy cuenta de que hay una profundidad silenciosa en esas palabras. Una profundidad que me interpela y, a la vez, me deja al descubierto.

Tu nombre… qué misterio, qué grandeza, qué delicadeza también. Tan usado, tan invocado, a veces con reverencia, otras con ligereza, y tantas veces con indiferencia. ¿Cuántas veces he pronunciado “Dios” sin pensar en lo que realmente estoy diciendo? ¿Cuántas veces lo he convertido en muletilla, en relleno de conversaciones vacías, o, peor aún, en una forma de manipular, justificar o cubrir mis propias faltas?

Me pesa, Señor. Me pesa haber usado Tu nombre como si fuera una palabra más, un comodín que sale al paso cuando la emoción aprieta o la costumbre guía. Y no me refiero solo al habla. Me pesa también haber invocado Tu nombre con mis actos: decir que soy creyente, que soy “de Dios”, mientras mis hechos tal vez han dicho otra cosa. ¿No es también tomar Tu nombre en vano vivir de modo incoherente con lo que predico?

Porque usar Tu nombre no es simplemente decir “Dios mío” ante una sorpresa o una emoción. Es presentarse como Tu hijo, como Tu discípulo, como alguien que habla en Tu nombre. Y eso es serio. Da miedo, a veces. Cuánto peso hay en llevar Tu nombre en el corazón, en la frente, en las manos. ¿Cómo hacerlo sin profanarlo con mis caídas, con mi tibieza, con mis contradicciones?

No quiero, Señor, acostumbrarme a pronunciar Tu nombre sin temblar un poco. Porque cuando digo “Dios” debería estremecerme. Debería recordar que estoy nombrando al Creador del universo, al que me dio el aliento, al que me conoce por dentro. Nombrarte debería ser, cada vez, una pequeña oración. Y sin embargo, te he llamado con la voz cansada, con el alma distraída, con el corazón partido y muchas veces ausente.

También me cuestiono cada vez que oigo Tu nombre invocado para dañar. Qué triste es ver cómo a lo largo de la historia —y aún hoy— se cometen injusticias y violencias en Tu nombre. Se juzga, se excluye, se condena, todo “en el nombre de Dios”. ¿No es ese uno de los peores usos vanos? ¿No es terrible tomar Tu nombre para legitimar el odio, la venganza, la soberbia? Siento, como creyente, una herida en el alma cuando escucho esas voces que te usan como bandera de sus propias sombras.

Y no quiero esconderme en la crítica ajena. Yo también me he equivocado. Yo también, quizás sin saberlo, he puesto Tu nombre donde no debía. Tal vez en discusiones donde en vez de paz sembré división. Tal vez en momentos en que usé Tu verdad para imponer en vez de invitar, para señalar en vez de abrazar. Cuánto daño puede hacer una frase que empieza con “Dios quiere que tú…”, si no está guiada por Tu Espíritu y no por el ego.

Sin embargo, Tú sigues siendo paciente. No nos retiras Tu nombre. No lo proteges con rayos desde lo alto, sino que lo dejas ahí, al alcance de todos. Tan humilde eres que nos permites pronunciar Tu nombre, aunque lo hagamos mal. Y creo que eso también es amor. Porque Tu nombre, cuando se pronuncia con sinceridad, tiene poder: consuela, limpia, renueva.

Yo quiero pronunciarlo así. Quiero que Tu nombre en mis labios sea alabanza, súplica, agradecimiento. Quiero que no lo diga por costumbre, sino por necesidad del alma. Quiero que sea un nombre que me transforme cada vez que lo repito, no porque tenga magia, sino porque me recuerda Quién eres Tú, y quién soy yo delante de Ti.

Me doy cuenta también de que tomar Tu nombre en vano no solo ocurre cuando se pronuncia sin sentido, sino cuando se vive sin intención. Cada vez que digo “Dios está conmigo” y luego me cierro al hermano. Cada vez que me presento como creyente, pero falto a la verdad, a la caridad, a la justicia. Cada vez que pongo Tu nombre en mi biografía, pero no en mi forma de mirar la vida.

Y aun así Tú me sigues llamando por mi nombre. No me condenas, no me abandonas. Me invitas a usar el Tuyo con amor, con respeto, con ternura. Me invitas a redescubrir el poder de esa simple palabra: Dios. Me invitas a decirla de rodillas, aunque mi cuerpo no lo esté. A decirla desde lo hondo, con el alma abierta.

Hoy quiero pedirte algo, Padre: enséñame a usar Tu nombre como quien lleva en la mano una joya frágil y preciosa. Que no me acostumbre. Que no lo diga sin conciencia. Que no lo use como sello vacío. Que cada vez que lo pronuncie, sea como una puerta que se abre hacia lo sagrado. Y que, cuando lo escuche en otros labios, lo defienda del abuso, no con violencia, sino con testimonio de vida.

Tal vez nunca pueda amarte con la fuerza de los santos, ni rezarte con la poesía de los salmistas. Pero sí puedo esforzarme por vivir de tal modo que, si alguien ve mi vida, no dude de que Tu nombre está en ella: no escrito en letras humanas, sino grabado en gestos concretos.

Gracias por no retirarme el don de poder llamarte. Gracias por permitir que una criatura tan frágil como yo pronuncie lo que es eterno. Que nunca más diga Tu nombre en vano… ni con la boca, ni con la vida.

Con reverencia y deseo de aprender, Tu hijo que anhela honrar Tu Nombre.

CARTAS A DIOS – Alfonso Vallejo


viernes, 29 de agosto de 2025

Como brisa suave

 


“Incluso la chispa más tenue basta para que el cielo escuche”

 

Querido hijo:

         He leído tu carta. No la he recibido con reproche, sino con ternura. Porque cada vez que uno de mis hijos me escribe con el corazón en la mano, el cielo entero se detiene a escuchar. Me hablas del primer mandamiento y del abismo que crees que hay entre él y tu vida cotidiana, y yo vengo no a juzgarte por ese abismo, sino a revelarte que no es tan ancho como crees.

Dices que te abruma “amarme sobre todas las cosas”. Que, al recordar ese mandamiento, el desánimo te invade. Y entiendo por qué. Porque cuando se lo mira desde el miedo, parece una exigencia imposible; pero cuando se lo mira desde el amor, se convierte en la más hermosa invitación. No quiero que me ames como si de ello dependiera tu salvación —aunque en cierto modo así sea—, sino como quien, habiendo descubierto una fuente inagotable, ya no desea beber de otra agua.

Amar sobre todas las cosas no significa amar menos a los demás. Significa amarlos mejor. Significa amar al prójimo sin convertirlo en un ídolo, amar tus proyectos sin que te posean, amar la belleza del mundo sin aferrarte a ella. No te pido que dejes de amar lo terrenal, sino que encuentres en Mí el horizonte que da sentido a todo lo demás. Porque cuando Me amas primero, todo se ordena, todo florece en su lugar.

Tú te miras y te sientes pobre, apagado, tibio… ¿pero acaso no fue esa misma sensación la que trajo a Pedro a llorar amargamente tras negar a mi hijo? ¿No fue ese quebranto el que permitió a los profetas comprender que mi amor no depende del mérito humano? El amor que me tienes —aunque lo sientas pequeño— vale, porque nace de una libertad herida pero aún abierta. Y eso es lo que Yo miro: el intento, la intención, el suspiro hacia lo Alto en medio del polvo.

Dices que no sabes cómo amarme. Que no estás seguro de hacerlo bien. Hijo, ¿quién ama bien? ¿Quién puede decir que su amor es digno de Mí? ¿No ves que incluso los santos a veces callaban, sabiendo que toda palabra era insuficiente? Pero, aun así, me daban su tiempo, su mirada, sus gestos cotidianos. No te pido oraciones perfectas, ni éxtasis espirituales. Te pido el amor sencillo: ese que se expresa en una mirada al cielo cuando sale el sol, en una renuncia humilde por el bien de otro, en el esfuerzo de levantar la cabeza cuando todo pesa.

Te duele no tenerme en el centro. Pero si me lo confiesas, si me lo ofreces, ya estás empezando a colocarme allí. No temas tus caídas. Lo que me duele no es tu debilidad, sino cuando dejas de levantar la mirada. Porque mientras me mires —aunque sea de lejos—, hay esperanza.

Hablas de luces apagadas, de velas que apenas chispean. Pero hijo, recuerda: incluso la más tenue llama ahuyenta la oscuridad. No desprecies los pequeños actos de amor que me ofreces cada día. No te compares con los fuegos de otros, porque Yo soplo distinto en cada alma. La tuya tiene un aroma único que me deleita, aun cuando tú no lo percibas.

Es cierto: amar requiere decisión. No siempre vendrá el sentimiento. Y eso no te hace menos valioso. Amar sobre todas las cosas se aprende en la fidelidad cotidiana, en regresar a mi, aunque ayer te hayas alejado, en hacer espacio para mí entre los ruidos y las prisas. Tal vez no me sientas con fuerza, pero si eliges apartar cinco minutos para hablarme —como lo haces ahora—, estás dándome el primer lugar, estás amándome sobre las mil urgencias que intentan robarte el alma.

No te estoy esperando en la cima. Te acompaño desde la base. No quiero una obediencia movida por temor, sino por amor. No te exijo sacrificios que destruyan lo humano, sino ofrendas que lo santifiquen. Cuando trabajas con entrega, cuando perdonas, cuando luchas contra una tentación, estás amándome. Sí, incluso allí, en ese campo de batalla que llamas “corazón humano”.

Dices que te abruma ser tibio. Que a veces no sabes ni qué lugar ocupo en tus días. Déjame decirte algo que quizás nadie te dijo: Yo no me he ido. Estoy en el fondo de ese cansancio, esperando que me mires. Estoy en el amor que sientes por quienes te rodean, en tu anhelo de paz, en tu búsqueda de sentido. Yo soy esa voz que no grita, pero no deja de hablarte.

No te amo por cuánto me amas. Te amo porque soy tu Creador. Y porque sé que, a pesar de tus distracciones, a pesar del ruido del mundo y de tus propias contradicciones, dentro de ti hay un deseo profundo de vivir en verdad. Ese deseo es la chispa con la que puedo encender el fuego.

¿Recuerdas al joven rico del Evangelio? Guardaba los mandamientos, era piadoso, pero no pudo seguirme porque amaba más sus posesiones. Tú, en cambio, reconoces con humildad tus resistencias y aun así me buscas. Eso ya es seguimiento. No siempre con pasos firmes, lo sé. Pero ¿quién camina sin tropezar?

Amarme sobre todas las cosas no se trata de no fallar nunca, sino de volver siempre. De elegir ponerme en primer lugar incluso cuando el corazón está dividido. Cada vez que lo haces, estás cumpliendo el mandamiento más grande.

No temas lo lejos que te crees. Lo importante no es la distancia, sino la dirección. Y tu carta me dice que caminas hacia Mí. No solo con palabras, sino con una sed que no puede ser saciada por nada del mundo. Esa sed me honra. Esa sed me mueve a buscarte también.

Así que te invito a seguir caminando, sin exigencias desmedidas, sin compararte, sin desesperar. Solo con la sencillez del que ama como puede, con lo que tiene. Yo te haré crecer. Yo haré arder lo que ahora apenas late. Solo déjame entrar. No una vez, sino cada día. No con fuegos artificiales, sino como la brisa suave que se cuela por una ventana abierta.

Gracias por confiarme tu debilidad. En ella puedo hacer maravillas. No olvides: mi mandamiento es una promesa disfrazada. Porque cuando me amas sobre todo, el alma encuentra su hogar. Y entonces todo lo demás —el mundo, tus luchas, tus vínculos— cobra su verdadera luz.

Yo te bendigo.

CARTAS A DIOS – Alfonso Vallejo.


jueves, 28 de agosto de 2025

Como un niño ante Dios

 


          En una charla que diera a los discípulos residentes en la ermita, Sri Yogananda dijo:

      “En la vida espiritual, uno llega a ser semejante a un niño pequeño, carente de todo resentimiento y de todo apego, lleno de vida y de gozo. No permitan que nada les hiera ni les perturbe. Permanezcan interiormente serenos, receptivos a la Divina Voz. Dedíquense a la meditación durante su tiempo disponible”.

PARAMAHANSA YOGANANDA


Amar a Dios sobre todas las cosas

 



Solo quien extraña, ama.

Y solo quien tropieza, camina hacia el Amor que no falla.

 

            Querido Dios:

         Cuando pienso en los mandamientos que le diste a Moisés en el monte Sinaí, la depresión se apodera de mí solo con el primer pensamiento: “Amarte a Ti sobre todas las cosas”. ¡Qué lejos estoy de cumplir ese mandamiento! Y es el primero, el fundamental, el que sostiene a todos los demás. A veces me pregunto si comenzar con un mandamiento tan absoluto fue una advertencia o una promesa, porque siento que ya en ese primer paso me tropiezo.

¿Cómo se ama a Dios sobre todas las cosas cuando el corazón, tan dividido, se dispersa entre mil afectos y preocupaciones? Me abruma ver cuánto de mi atención, de mi tiempo, de mi deseo se inclina hacia lo terrenal, lo pasajero, lo inmediato. Y no siempre hacia lo malo, no; muchas veces hacia cosas buenas: las personas que amo, mis responsabilidades, los sueños que abrigo. Pero, aun así, al compararlos Contigo, me doy cuenta de que Tú quedas en segundo o tercer plano. Incluso a veces, ni apareces en la ecuación. Y eso me duele.

Porque te amo, Señor. Al menos, quiero amarte. Pero no sé si sé hacerlo bien. Me enseñaron oraciones, me hablaron de Ti, he escuchado relatos de santos y místicos que ardían en pasión por Ti… y yo me siento como una vela apagada. Apenas chispeo, apenas tiemblo. Y, sin embargo, aquí estoy, hablándote, escribiéndote, tratando de abrir mi alma para que algo de luz entre en esta oscuridad.

El mandamiento no dice solo que te ame, sino que te ame “sobre todas las cosas”. Eso es lo que me estremece. Porque no basta con amarte un poco, o amarte cuando tengo tiempo, o amarte cuando necesito ayuda. Se trata de poner todo lo demás por debajo. Pero ¿cómo se hace eso sin volverse indiferente a lo humano, sin dejar de amar al prójimo, a la familia, a la vida misma?

Supongo —y corrígeme si me equivoco— que no se trata de amar menos a los otros, sino de amarlos desde Ti, a través de Ti, en función de Ti. Que amarte sobre todas las cosas no significa excluir lo demás, sino ordenar el corazón para que todo lo demás gire en torno a ese eje central que eres Tú.

Pero aun sabiendo esto, sigo fallando. Porque me dejo seducir por tantas otras “cosas” que terminan robando el primer lugar que te pertenece: mi comodidad, mi imagen, mi teléfono, el ruido, la inmediatez, el querer tener siempre razón… a veces incluso mi miedo a perder, o a sufrir, ocupa más espacio en mí que; Tu presencia. ¿Cómo se ama sobre todas las cosas si el corazón es un campo de batalla?

Y entonces me invade otra pregunta dolorosa: ¿te duele a Ti esta distancia? ¿Sientes Tú también mi frialdad, mi distracción, mi olvido? ¿O simplemente aguardas, como el padre del hijo pródigo, sin reproches, solo con el deseo de verme regresar? Si es así, qué ternura la Tuya, qué paciencia infinita…

Yo quiero aprender a amarte como Tú mereces. Pero no sé por dónde empezar. A veces creo que necesito desapegarme, renunciar, ayunar de mis distracciones. Pero otras veces siento que la clave está en conocerte más, en dejarme fascinar por Tu belleza, en enamorarme realmente. Porque uno solo puede amar lo que conoce. Y aunque sé mucho sobre Ti, aún me siento lejos de Ti.

He notado que en los momentos en los que me detengo a contemplar —el cielo de la tarde, la risa de un niño, la música que toca el alma, la bondad de alguien— algo en mí se estremece y pienso: “Eso viene de Dios”. Y en ese instante, brota un amor genuino. Quizás ahí está la pista: encontrarte en las cosas, y desde allí elevar el corazón.

También he comprendido que este mandamiento no se sostiene solo por una emoción. Amar sobre todas las cosas es también una decisión, un acto de la voluntad. Es seguir eligiéndote incluso cuando no siento nada, cuando la oración se vuelve árida, cuando me parece que estás callado. Porque el amor auténtico no es solo sentir, es permanecer.

Entonces, tal vez no esté tan lejos como creo. Tal vez el simple hecho de dolerme por no amarte como debería, ya es una forma de amor. Porque solo quien te desea, quien te busca, quien reconoce tu ausencia, puede aspirar a amarte más.

A veces me he preguntado por qué pusiste ese mandamiento en primer lugar. Y sospecho que es porque cuando Tú ocupas el centro, todo lo demás se ordena. Cuando te amo sobre todas las cosas, no solo te doy el trono, sino que mi alma encuentra paz. El corazón humano fue hecho para Ti, y solo en Ti descansa, como decía San Agustín.

Y, sin embargo, sigo tropezando. Sigo cayendo en el ruido del mundo, en la autosuficiencia, en las idolatrías modernas que se disfrazan de éxito, productividad o entretenimiento. A veces hasta me enorgullezco de controlar mi vida sin darte lugar. Y luego, cuando todo se desmorona, vuelvo a Ti como un niño perdido. ¿Cuántas veces más me recibirás? ¿Hasta cuándo aguantarás mi tibieza?

Y la respuesta me llega como un susurro: “Siempre”. Porque Tú eres fiel, aunque yo no lo sea. Porque tu amor no se basa en mi mérito, sino en tu naturaleza. Tú eres Amor. Y eso me consuela. Porque si amar sobre todas las cosas se siente, para mí, tan inalcanzable, sé que Tú ya me amas, por encima de todas mis debilidades. Y que ese amor me sostiene.

Así que, Señor, aunque me sienta indigno, aunque me vea lejos, aunque el mandamiento me duela porque no lo cumplo… no dejaré de intentar. Quiero que un día, sin darme cuenta, mi corazón te haya puesto en el lugar que mereces. Quiero que toda mi vida sea una respuesta silenciosa al amor con el que Tú me amaste primero.

Ayúdame a amarte más. A buscarte más. A elegirte más. Porque sé que en eso reside la plenitud para la que fui creado.

 Con reverencia sincera, tu hijo que sigue aprendiendo a amar.

 CARTAS A DIOS – Alfonso Vallejo


miércoles, 27 de agosto de 2025

Un faro en la niebla

 


Cada paso tambaleante hacia el bien

es una victoria que el cielo celebra

 

            Querido hijo:

         He recibido tu carta. No te imaginas cuán profundamente toca mi corazón cada vez que uno de mis hijos se detiene a hablarme con tanta honestidad, con tanta alma. No es la queja lo que escucho, sino el eco de una búsqueda genuina, el clamor de alguien que no se ha rendido del todo, aunque sus fuerzas flaqueen. Y ese clamor no cae en el vacío. Siempre llega a Mí.

Comprendo tu agotamiento. Conozco bien esa lucha interna que describes. Yo estaba allí cuando te sentiste la hoja movida por el viento, y lo estoy cada vez que te preguntas por qué haces lo que no quieres y dejas de hacer lo que tanto anhelas. Yo conozco tu estructura desde dentro, porque te formé con mis manos, y no hubo un solo instante en el que no pensara en el poder inmenso que puse en ti, aunque tú a veces no lo percibas.

Dices que no recibiste un manual para entender tu mente y tu corazón, pero te diré un secreto: ese manual no fue escrito, fue sembrado. Lo coloqué como semilla en tu interior. Y aunque parezca que no florece, está ahí. Se manifiesta cuando sientes que algo está mal, aunque nadie lo diga, cuando una decisión tomada con esfuerzo te llena el alma de paz, cuando lloras al ver algo hermoso o te indignas frente a la injusticia. Esas son páginas vivas del manual que te di. El lenguaje del alma lo entiendes mejor de lo que crees.

Sobre la voluntad… sí, es frágil. Pero no es débil. La fragilidad y la debilidad no son lo mismo. La fragilidad duele porque es preciosa. Y porque lo es, necesita cuidado y trabajo diario. Yo no te puse aquí para que todo fluyera sin esfuerzo. El amor libre solo es verdadero si puede elegir el bien con dificultad. Si el bien fuera fácil, no tendría mérito. Y tú has sido creado para el mérito, para la luz nacida de las sombras vencidas.

Me preguntas por qué no te hice más fuerte frente a tus excusas. Pero hijo, ¿y si te dijera que cada excusa vencida es una fibra más en el tejido de tu fortaleza? Yo no quiero que vivas de atajos, sino de caminos. No busco que actúes por automatismos, sino por conciencia. Lo fácil adormece, lo difícil despierta. Cuando eliges el bien desde la lucha, tu alma crece. Cuando caes y te levantas, no retrocedes: renaces más sabio.

Tienes razón: hay días en los que todo pesa. La rutina, el miedo, el cansancio. Yo no te pido que ignores tu humanidad. Al contrario, la honro. Fui Yo quien la vistió de carne y emociones. No estás llamado a ser perfecto en cada intento, sino perseverante. Te diré esto claramente: no hay derrota más honorable que la de quien cayó luchando por su ideal. Y tú, incluso cuando crees que no haces nada, estás luchando por seguir creyendo, por volver a intentar. Eso, hijo mío, ya es una forma de santidad.

Hay algo más que quiero recordarte: nunca estás solo. Aunque no me veas, estoy contigo. Cada impulso hacia el bien, cada vez que eliges el silencio en vez del grito, cada momento en que perdonas o te levantas temprano a pesar del hastío, Yo lo veo. Y no como alguien que vigila, sino como quien celebra tus pequeños triunfos, aunque tú los ignores.

Has dicho algo que tocó profundamente mi corazón: que incluso cuando no tienes fe para hablarme, me hablas. Ese acto de escribir, aún en la duda, aún en el cansancio… ese es el diálogo más sincero. No necesito palabras perfectas. Necesito verdad. Y en tu carta hay mucha.

¿Sabes algo que muchos olvidan? Yo no cuento tus errores. No llevo una lista de tus caídas. Lo que llevo grabado en Mi Ser es cada momento en que elegiste levantarte, cada vez que, con el alma hecha jirones, seguiste amando, aunque fuera un poco. No estoy esperando que seas invencible. Estoy acompañándote a ser íntegro.

Sobre la libertad que dices que pesa… sí, lo entiendo. Pero te diré esto: esa libertad es también tu corona. Es lo que te hace capaz de amar. Porque solo puede amar quien puede elegir no hacerlo. Y tú, aún con la voluntad herida, sigues eligiendo tender la mano, seguir buscando sentido, escribir esta carta. Eso no es poco. Eso es una victoria silenciosa.

Sé que ves la voluntad como un motor sin gasolina. Pero ¿y si la gasolina no fuera fuerza emocional, sino amor? Porque cuando haces algo con sentido, por alguien, por ti mismo, por mí, ahí brota una energía distinta. No es entusiasmo, es propósito. No vibra en el cuerpo: vibra en el alma. Y el alma, cuando está encendida, puede mover montañas, incluso cuando el cuerpo esté cansado.

Quiero que guardes esta imagen en tu corazón: un faro. Firme en su lugar, azotado por tormentas, pero siempre encendido. Eso eres tú. Y aunque el mar de tus emociones te golpee, tu luz no deja de cumplir su tarea. No brillas por lo que sientes, brillas por lo que eliges. Y tú eliges buscarme, hablarme, aunque sea con voz quebrada. Eso ilumina más de lo que imaginas.

No me has fallado, hijo. Porque fallar no es caer, es rendirse sin intentarlo. Y tú sigues buscándome. Sigue. No pares. Yo estaré en cada paso, incluso en los que das tambaleando. Estoy más cerca de ti cuando sientes que no puedes que cuando crees tenerlo todo bajo control. Mi fuerza se perfecciona en tu debilidad.

Así que, cuando vuelvas a sentir que eres hoja al viento, recuerda: el árbol no te ha soltado. A veces solo parece que caes, pero en realidad estás aprendiendo a volar.

Con amor eterno, 

CARTAS A DIOS – Alfonso Vallejo