“Hay días en los que el alma no pide
respuestas,
solo compañía”
Querido Dios:
Hoy me siento inclinado a escribirte,
no por una urgencia espiritual ni por una súplica desesperada, sino por algo
más difuso, más cotidiano, más humano: el aburrimiento. Me aburro, Señor. Me
aburro soberanamente. Y aunque esta palabra suene trivial, casi infantil, lo
cierto es que encierra una carga existencial que me pesa más de lo que quisiera
admitir.
Este aburrimiento no es el de una tarde
sin planes ni el de una espera en la sala de un médico. Es un aburrimiento que
se instala en el alma, que se mezcla con mi tristeza innata, (esa que me
acompaña desde que tengo memoria), y que, si uno se dejara llevar por los
diagnósticos modernos, podría confundirse fácilmente con una depresión. Pero no
creo estar deprimido, Señor. Al menos no en el sentido clínico del término.
Aunque, por curiosidad, (y quizás por necesidad de entenderme mejor), me he
atrevido a consultar los síntomas de la depresión. La inteligencia artificial,
esa nueva voz que también responde preguntas, me ha ofrecido una lista
detallada, casi quirúrgica, de lo que se considera una depresión según fuentes
médicas como Mayo Clinic y Sanitas.
Los síntomas emocionales y cognitivos
incluyen tristeza persistente, pérdida de interés en actividades,
irritabilidad, sentimientos de inutilidad, dificultad para concentrarse y
pensamientos recurrentes sobre la muerte o el suicidio. Al leerlos, me he
sentido aliviado. No porque no tenga nada en común con ellos, sino porque la
mayoría no me describen. Sí, tengo una tristeza persistente, pero no es nueva.
Es como un color de fondo en mi alma, como un gris suave que no me impide ver
los colores, pero que siempre está ahí. Y sí, a veces me siento vacío, pero no
desesperanzado. Nunca he sentido que todo esté perdido. Nunca he sentido que no
haya sentido.
En cuanto a los pensamientos sobre la
muerte, debo confesar que sí, los tengo. Pero no son oscuros ni autodestructivos.
No hay en mí deseo de acabar con la vida, sino una curiosidad profunda por lo
que hay más allá. No pienso en la muerte como un escape, sino como una puerta.
Una puerta que, aunque no tengo prisa por cruzar, me intriga. Fantaseo con lo
que podría haber al otro lado, como quien imagina un país lejano que aún no ha
visitado pero que siente que, de alguna manera, ya conoce. ¿Será que en algún
rincón de mi alma hay un recuerdo de ese “otro lado”? ¿Será que mi nostalgia no
es por algo que perdí aquí, sino por algo que viví allá?
La IA también me habló de los síntomas
físicos y de comportamiento: alteraciones del sueño, fatiga, cambios en el
apetito, lentitud en el pensamiento, dolores inexplicables y aislamiento
social. Tampoco me identifico con ellos, salvo quizás con el aislamiento. Pero
ese, Señor, Tú lo sabes bien, no es nuevo. Siempre he sido tímido, retraído,
más observador que protagonista. No soy la alegría de la fiesta, ni lo
pretendo. Mi mundo interior siempre ha sido más vasto que el exterior, y aunque
con los años he aprendido a abrirme un poco más, sigo siendo ese niño que se
escondía detrás de las cortinas para no saludar a los invitados.
Entonces, si no estoy deprimido, ¿qué
me pasa? ¿Por qué este aburrimiento que se instala como una niebla en mis días?
¿Por qué esta sensación de que todo es repetido, de que nada me sorprende, de
que incluso lo bello parece lejano?
No te escribo buscando una solución
mágica. Sé que la vida no funciona así. Sé que estamos aquí para aprender, para
crecer, para amar. Y sé que este aburrimiento, esta incomodidad, esta falta de
entusiasmo, puede ser una señal. Una señal de que algo dentro de mí está
cambiando, de que algo necesita ser atendido, comprendido, transformado.
Quizás este aburrimiento sea una
invitación. Una invitación a mirar más profundo, a dejar de buscar fuera lo que
solo puedo encontrar dentro. Porque cuando todo parece aburrido, quizás es
porque he dejado de mirar con ojos nuevos. Quizás es porque he olvidado que
cada instante, por más cotidiano que sea, encierra un misterio. El misterio de
estar vivo. El misterio de poder sentir, pensar, amar.
Y, sin embargo, Señor, me cuesta. Me
cuesta encontrar sentido en lo pequeño. Me cuesta entusiasmarme. Me cuesta
incluso rezar. No porque no crea en Ti, sino porque a veces siento que las
palabras se quedan cortas, que no alcanzan, que no llegan. Pero escribirte, eso
sí me ayuda. Me ayuda a ordenar mis pensamientos, a escucharme, a sentir que
hay alguien, Tú, que me lee, que me entiende, que me acompaña.
Gracias por eso. Gracias por ser. Por
estar. Por escucharme incluso cuando no tengo nada concreto que decir. Porque
esta carta no tiene una petición, ni una queja, ni una revelación. Es
simplemente un desahogo. Una manera de decirte: “Aquí estoy, Señor. No estoy bien,
pero tampoco estoy mal. Estoy en medio. Estoy buscando.”
Y en esa búsqueda, me doy cuenta de
algo: quizás el aburrimiento no sea el enemigo. Quizás sea un maestro. Un
maestro silencioso que me obliga a detenerme, a mirar lo que no quiero mirar, a
sentir lo que he estado evitando. Porque cuando todo se detiene, cuando no hay
distracciones, cuando el alma se queda sola consigo misma, es cuando puede
empezar el verdadero diálogo. El diálogo Contigo. El diálogo con lo eterno.
A veces pienso que el aburrimiento es
como el invierno del alma. No hay flores, no hay sol, no hay canto. Pero bajo
la tierra, algo se está gestando. Algo se está preparando. Y cuando llegue la
primavera, cuando vuelva el entusiasmo, cuando la vida vuelva a florecer, sabré
que este tiempo no fue en vano. Que fue necesario. Que fue fértil, aunque no lo
pareciera.
Mientras tanto, seguiré escribiéndote.
Porque en estas cartas encuentro consuelo. Encuentro compañía. Encuentro
sentido. Y aunque no espero respuestas inmediatas, sé que cada palabra que Te
dirijo es una semilla. Una semilla que algún día germinará. En mí. En Ti. En el
misterio que nos une.
Gracias, Señor.
CARTAS A DIOS - Alfonso Vallejo