Capítulo IX. Parte 3. Novela "Ocurrió en Lima"
Una
pregunta martilleaba en mi mente, ¿había merecido la pena haber salido huyendo
ante cada posible relación, para vivir en esa asfixiante soledad?
Poco
duró la oscuridad y la pregunta, porque una nueva visión ocupó el espacio donde
estaba instalada la oscuridad.
Estaba
en la sala comedor de una modesta casa en la que, aparte de la citada sala,
contaba con una especie de cocina y una habitación con dos camastros. Se notaba
la falta de lujos. Podría
hablarse de pobreza, sin embargo, la falta de dinero
no era en nada comparable a la soledad que había sentido con anterioridad. Me
sentía pobre o, mejor diría, sin dinero, pero era feliz.
A mi
lado, comiendo una sopa en la que, de vez en cuando, aparecía flotando un
garbanzo, se encontraban, una mujer y dos niños de no más de diez años.
Por la
ropa que llevábamos debíamos estar, por el siglo XIV o XV, en algún lugar de
Europa y, en Helena, la mujer que reía con las gracias de nuestros hijos, me
pareció reconocer a Indhira.
Llevábamos
casados doce años, a pesar de mi cojera. No había muchos trabajos bien
remunerados para un tullido como yo, pero eso no fue obstáculo para que Helena
y yo nos enamoráramos, perdidamente, el día que apareció ante mí, con unos
zapatos para que los arreglara. Era mi oficio, zapatero remendón.
Nuestros
hijos de 6 y 10 años eran felices, como nosotros.
En
ningún momento tuvo mi esposa ningún género de duda ni por mi defecto físico,
ni por mi oficio, ni por mi pobreza. Y yo tampoco. Nos enamoramos y nos casamos
a pesar de la oposición de su familia que ilusionaba para ella un marido de
alta alcurnia que la sacara a ella y a la familia de la pobreza. En nuestra
historia pudo más el amor.
Desapareció
la visión y me encontré, de nuevo, sumergido en la nada. Parecía que, ahora, el
intervalo era mayor, dándome tiempo a analizar cada una de las dos situaciones
en las que me había contemplado.
Visto
desde la objetividad que otorga la distancia, elegiría, sin ninguna duda, la
vida del tullido, sin dinero, pero lleno de amor y felicidad, antes que la vida
sin sobresaltos del hombre sin problemas económicos, pero triste y solitario,
durante toda su vida. Aunque, con la idiosincrasia de la sociedad, con que nos
encontramos los seres humanos al llegar a la vida, y con sus enseñanzas, muchos
apostarían por la vida del hombre mayor, recluido en la residencia, antes que
apostar por la vida de un tullido, pobre de solemnidad y zapatero remendón.
En la
composición satírica más célebre de Francisco de Quevedo, “Poderoso caballero
es don Dinero”, escrito en el siglo XVI, se hace una exposición y
reconocimiento irónico del poder del dinero, que trastorna los valores morales
y que induce a las personas a cualquier cosa para poseer riqueza. En la
actualidad, tiene una vigencia absoluta o aún mayor que en su época. Vivimos
para el dinero.
¡Qué
diferente sería la vida si nos enseñaran a ser felices antes que enseñarnos a
ganarnos la vida! Porque de tanto enseñarnos a ganar la vida del cuerpo,
perdemos la vida del alma, sin remedio.
Y, sin
embargo, entiendo que es necesario el dinero, pero las enseñanzas tendrían que
mantener un equilibrio entre aquello que necesita el cuerpo y lo que necesita
el alma. No podemos olvidar que, sobre todo, somos un alma viviendo una
experiencia humana.
Nada
más llegar a esa conclusión, una nueva situación apareció ante mí. Estaba en
alta mar en una rústica barca, acompañado por otro marinero, de más edad, que
era quien manejaba el timón y daba las órdenes de lo que había que hacer.
-
Hijo, echa la red. Este es un buen
sitio –dijo el patrón que, por la manera de dirigirse a mí, estaba claro que
era mi padre.
Estuvimos
pescando toda la noche echando y recogiendo la red. Cuando el sol comenzaba a
hacer su aparición, por el horizonte, mi padre puso rumbo a la costa. Había
finalizado nuestra jornada laboral
Al
llegar a la playa nos esperaba una mujer. Era mi madre. De nuevo me pareció
reconocer a Indhira en su mirada. Éramos una familia feliz que vivía en
armonía. Yo ya estaba casado y mi esposa, embarazada de nuestro primer hijo,
nos esperaba en la casa.
Al poco
de nacer nuestro hijo mi padre falleció y mi madre siguió viviendo con
nosotros, hasta su muerte, con casi cien años de vida.
Me
empezaba a doler la espalda por estar tanto tiempo acostado en el sofá, que,
por cierto, no era demasiado cómodo, cuando una nueva visión apareció ante mí.
Y no era un hombre. Era mujer. Era una monja que residía en un monasterio en
algún lugar de España. Era una comunidad de monjas, allá por el siglo XI. Era
la monja más joven del monasterio y, con harta frecuencia, recibía amorosas
reprimendas de la madre superiora.
Todas
las reprimendas eran ocasionadas por mi ímpetu de juventud que, a pesar de los
votos prometidos a Dios de pobreza, castidad y obediencia, mi tendencia natural
de rebeldía, ante las injusticias, me llevaban al despacho de la madre
superiora con demasiada frecuencia.
Yo
pensaba que mi pecado no era tan grave. Me escapaba del monasterio solo para
llevar comida a los pobres que, en aquella época, eran mayoría en la población.
He de
reconocer que las reprimendas de la madre superiora eran tan suaves que más
parecían darme permiso para nuevas escapadas.
La
madre superiora volvía a ser Indhira.
La
visión avanzó, como una película, a cámara rápida, por toda la vida de aquella
monja, que sobrevivió, por pocos años, a la madre superiora. Fue, también, una
vida tranquila llena de amor hacia Dios y extrapolaba ese amor ayudando a los
más necesitados.
Sentí
como Ángel levantaba su mano de mi frente y, de inmediato, volvió la oscuridad.