Imagina que
te proponen una vida sin enfermedad, sin dolor, sin hambre, sin sed, sin
cansancio, sin tener que trabajar, sin hipotecas, sin necesidades de ningún
tipo, incluido de dinero, sin sufrimiento, con una inmensa sensación de
felicidad y amor permanente, pudiendo conversar con tus antepasados y con tus
contemporáneos, con la posibilidad de desplazarte únicamente con el
pensamiento, y un sinfín de facilidades más. ¿No firmarías de inmediato?
Claro que a todo esto habría que
añadir que sin cuerpo. No sé si con esta nueva condición seguirías firmando.
Efectivamente, ese estado tan
fantástico es el estado de vida fuera del cuerpo, es ese estado al que, muy
posiblemente, temen llegar casi todos los seres humanos, porque es el estado al
que llegamos después de la muerte del cuerpo.
¿Por qué el miedo?, ¿No son
suficientes los motivos del primer párrafo para desear ese estado?
Es perfectamente comprensible el
miedo en los seguidores de casi todas las religiones, ya que auguran a sus
socios las mayores desgracias después de la muerte, pero no deberían de sentir
miedo el resto de mortales, además la vida en el cuerpo es nada más que un
ratito comparado con el tiempo, eterno, que pasamos al otro lado.
Nosotros no somos estos cuerpos que
perecemos, los cuerpos son sólo trajes que usamos por un tiempo y luego
desechamos. Somos almas inmortales. La perfección de Dios es también en
nosotros, pues vivimos, nos movemos y
tenemos nuestro ser en Él. Pero somos inconscientes de nuestra
Naturaleza Divina, y así seguiremos hasta que no despertemos a ella, y eso,
normalmente, no va a pasar hasta que dejemos el cuerpo.
Cuando dejamos el cuerpo, todos somos
iguales, los políticos, los ladrones, los asesinos, los embaucadores, el santo
y el demonio, todos, porque todos vivimos en el Padre, y todos sentimos el
mismo amor, la misma alegría y la misma felicidad, con independencia de lo que
hayamos hecho en nuestro ratito de vida en el cuerpo.
Ya volveremos otros ratitos a la vida
del cuerpo para ir arreglando lo que estropeamos con anterioridad, ya que el
mal que hicimos con anterioridad debe ser equilibrado con el bien. Este proceso
de siembra y cosecha se llama Karma. Es la ley del reajuste, que el ser humano
pone en funcionamiento con cada uno de sus pensamientos, con cada palabra y con
cada acción.
Hay algo que casi nadie discute, aunque
para muchos no sea más que una palabra no integrada en su vida, somos un alma,
y todas las almas somos iguales. A pesar de las diferencias de nacimiento, diferencias
de raza, credo, sexo o color; de bondad o maldad, todos los seres formamos una
fraternidad indivisible. Todos nosotros, altos o bajos, sabios o ignorantes, lo
somos durante ese ratito que dura la vida en la materia.
Nacemos y morimos una y otra vez, con
el único objetivo de aprender a vivir desde nuestra divinidad. Las distintas
vidas solo son un aprendizaje, en las que vamos pasando en cada una de ellas
por el parvulario, la primaria, la secundaria y la universidad, en donde por
medio del trabajo y el aprendizaje, lentamente vamos desarrollando nuestras
facultades. No es posible vivir la Naturaleza Divina en nosotros con las experiencias
de una sola vida. Por eso reencarnamos una y otra vez. Entramos en la vida,
nacemos, crecemos, actuamos, terminamos nuestro trabajo y retornamos. Nuestro
retorno es muerte. Y en nuestro retorno, todos, volvemos a las mismas
condiciones.
Si fuéramos conscientes de esto, el
mundo sería otra cosa, sería más equitativo, sería un mundo en el que todos
tendríamos las mismas oportunidades de acceso a las riquezas del planeta, a la
educación, a la sanidad. Un mundo en el que todos sentiríamos alegría por ver
la felicidad de otro ser humano, un mundo en el que sentiríamos a nuestro
prójimo como nuestro hermano.
Sería un mundo lleno de Amor.