Perdonar no es olvidar.
Es dejar de permitir que el dolor te siga hiriendo por dentro.
Querido hijo:
Has dicho algo que me honra: que
no quieres fórmulas ni frases hechas, que no buscas soluciones mágicas ni
atajos. Solo quieres que te acompañe. Y aquí estoy. No como juez que exige,
sino como presencia que abraza. No vine a exigirte que perdones como si fuera
un examen que tienes que aprobar. Vine a sentarme contigo junto a esa herida
que aún pulsa. Porque sé que no es fácil. Porque sé que duele. Porque sé que lo
estás intentando, incluso cuando crees que no puedes.
Perdonar nunca fue una orden
seca. Es un proceso, y a veces, un largo camino. Un camino lleno de curvas, de
tropiezos, de idas y vueltas.
No quiero que te obligues a
perdonar desde el deber o la vergüenza. No quiero que lo hagas por miedo a mí,
ni por cumplir con una norma. Quiero que lo hagas cuando tu corazón esté listo,
cuando sientas que puedes soltar sin traicionarte, cuando descubras que
perdonar no borra lo vivido, pero sí transforma el modo en que lo llevas. Hasta
entonces, hijo mío, no tengas prisa. Yo tengo toda la eternidad para caminar a
tu lado.
Te duele perdonar porque duele
recordar. Porque perdonar no es olvidar, y tú lo sabes. Perdonar no es negar lo
que pasó, ni justificar lo injustificable. No es minimizar tu herida. Tampoco se
trata de permitir que te hieran de nuevo. Lo que Yo te invito a hacer no es
ingenuidad, es sanación. No es amnesia, es libertad. No es borrar lo que pasó,
sino dejar de permitir que te siga haciendo daño por dentro.
Y ese proceso no empieza con
grandes gestos. Empieza con cosas pequeñas: con reconocer que duele, con dejar
de alimentar el rencor, con permitirte sentir sin quedarte atrapado. Empieza
cuando puedes pensar en quien te hirió sin que todo dentro de ti se cierre.
Cuando puedes empezar a desearle paz, aunque aún no sepas cómo decírselo.
No todos pueden comprender esto.
Muchos confunden perdón con debilidad. Pero Tú ya intuías que se necesita más
fuerza para soltar que para retener. Que se requiere más valor para amar
después del daño que para encerrarse en el orgullo. Por eso estás en buen
camino, incluso cuando no lo sientas.
Tú no has fallado por no saber
perdonar aún. Al contrario. Lo hermoso de tu alma es que no se conforma con
quedarse detenida en el dolor. Aunque no lo creas, estás sanando. Porque querer
perdonar ya es un acto de amor. Un amor que empieza contigo mismo, con no
exigirte lo que aún no puedes dar. Con respetar tus ritmos. Con ser compasivo
con tu propia fragilidad.
Y sí, llegará el día. No lo
fuerces. No lo midas. No pongas fecha. Simplemente permite que el proceso te
encuentre. Y cuando llegue, cuando seas capaz de decir “te perdono” aunque sea
en silencio, aunque sea de lejos… Yo estaré allí. Con lágrimas en los ojos. No
por el que es perdonado, sino por ti. Porque habrás recuperado una parte de tu
corazón que creías perdida.
No estás solo. Yo llevo contigo
esta herida. No la ignoro. No la niego. La sostengo contigo, en tus noches
largas, en tus pensamientos repetidos, en tus recuerdos que escuecen. La llevo
en mis manos como quien sostiene algo sagrado. Porque tu dolor, hijo mío, es
sagrado para Mí. Y lo que tú no puedes cargar aún, lo cargo contigo.
Quiero que sepas algo más: cada
vez que das un paso hacia el perdón —aunque no lo completes aún— estás
liberando una parte de ti. Y no tienes que hacerlo todo de una vez. A veces,
perdonar es apenas dejar de maldecir. Otras, es dejar de desear venganza.
Luego, es querer comprender. Y finalmente, es poder bendecir. No todos llegan
hasta el final, pero todo intento, todo gesto, es valioso ante mis ojos.
Sigue adelante. Sigue
escribiéndome. Sigue trayéndome estas cartas sinceras, sin adornos, sin
máscaras. Son oraciones puras. Tienen perfume de verdad. Y Yo me alimento de
eso. De ti, tal como eres. Con tus luchas. Con tus ganas de sanar. Con tu deseo
de amar mejor. Con tu alma abierta, aunque duela.
No estás roto. Estás creciendo.
Te amo y te bendigo.
CARTAS A DIOS – Alfonso Vallejo


