Por esas asociaciones desconocidas que se generan en nuestro cerebro, acabo de recordar un evento que, hasta ahora, creía completamente olvidado. Fue algo que ocurrió hace más de cuarenta años, sepultado bajo capas de nuevas experiencias, rutinas y pensamientos que han ido ocupando mi mente con el paso del tiempo. Sin embargo, de manera casi involuntaria, he permitido que este recuerdo resurja, dándole espacio en mi presente sin haberlo convocado de manera consciente.
A
medida que el pensamiento cobraba fuerza, me fui sumergiendo lentamente en el
mismo estado emocional que me acompañó en aquel entonces. Es sorprendente la
capacidad de nuestra mente para recrear no solo los hechos, sino también las
sensaciones asociadas a ellos. Durante un buen rato, me vi atrapado en una
especie de regresión emocional, reviviendo la ansiedad, el miedo y la sensación
de desasosiego que experimenté en aquella época. A pesar del tiempo
transcurrido, esos sentimientos se hicieron presentes con una intensidad casi
idéntica a la de aquel momento. ¿Cómo es posible que un recuerdo tenga tal
poder sobre nosotros?
Este
fenómeno me lleva a una pregunta aún más profunda: ¿Qué es, realmente, el
tiempo? Solemos concebirlo como una línea continua, algo que avanza
inexorablemente desde el pasado hacia el futuro, sin detenerse, sin retroceder.
Pero si esto fuera cierto, ¿por qué entonces podemos viajar en un instante a
cualquier evento pasado con solo activar el botón del recuerdo? La memoria nos
ofrece una forma de desafiar la percepción lineal del tiempo, permitiéndonos
retroceder y experimentar momentos como si aún fueran parte del presente.
Si
no existieran los espejos, esos testigos implacables de nuestra evolución
física, reflejando cada nueva cana o arruga que se asoma con el paso de los
años; si no fuera por los pequeños achaques y molestias que nos recuerdan que
el cuerpo envejece, podríamos llegar a pensar que el tiempo no se mueve. En
nuestro interior, en la esencia de lo que realmente somos, parece que no hay un
sentido real de transcurrir. Tal vez no somos del todo conscientes de los
cambios en nuestra percepción interna porque nuestra identidad profunda no está
sujeta al reloj.
Es
curioso cómo una simple evocación puede transportarnos a una época anterior,
como si el tiempo nunca hubiera pasado. Nos ocurre cuando escuchamos una
canción que marcó una etapa de nuestra vida, cuando percibimos un aroma que nos
remite a la infancia, o cuando volvemos a pisar un lugar cargado de significado
para nosotros. De pronto, no somos quienes somos ahora, sino quienes fuimos
entonces. Lo vivido no se ha ido, permanece latente en algún rincón de nuestro
ser, esperando el momento propicio para salir a la superficie.
Pero
entonces, si podemos viajar mentalmente al pasado de manera tan vívida, ¿por
qué no somos capaces de detener el tiempo en un presente perpetuo? Si no
activáramos el mecanismo de los recuerdos, si pudiéramos moderar el ímpetu de
nuestros deseos y el afán de proyectarnos hacia el futuro, tal vez viviríamos en
un eterno ahora, en un presente continuo e inmutable. Sería como alcanzar un
estado puro de conciencia, libre de ataduras temporales, donde el único
propósito sería experimentar la realidad sin distracciones.
Sin
embargo, nuestra naturaleza parece estar diseñada para moverse entre el pasado
y el futuro de manera constante. Recordamos para aprender, para sentir, para
revivir lo que nos marcó. Proyectamos hacia el futuro para anticiparnos, para
construir, para tener esperanza en lo que vendrá. Esta dualidad hace que el
presente, aunque real, sea muchas veces efímero, pues nuestra mente rara vez se
queda quieta en él.
Si
pudiéramos permanecer en ese presente absoluto, si lográramos despojarnos de la
carga del pasado y la incertidumbre del futuro, ¿alcanzaríamos la felicidad
permanente? Quizás sí, porque buena parte de nuestro sufrimiento proviene de
los recuerdos dolorosos que nos persiguen y de los temores a lo desconocido. Al
evitar la nostalgia y la ansiedad por lo que está por venir, podríamos
enfocarnos solo en la vivencia pura del instante. No habría tristeza por lo que
se perdió ni preocupación por lo que podría suceder. Solo existiría la calma de
estar, simplemente, aquí y ahora.
No
obstante, ¿sería posible una existencia así? ¿Es realmente deseable vivir sin
recuerdos ni expectativas? Quizás no, porque los recuerdos dan profundidad a
nuestra identidad, nos conectan con quienes somos y con los aprendizajes que
hemos adquirido. Son el testimonio de nuestra historia, la evidencia de
nuestras vivencias, y nos permiten entender el camino que hemos recorrido. De
la misma manera, la anticipación del futuro nos motiva, nos da propósitos y nos
empuja a crecer.
El
tiempo es, en definitiva, un misterio fascinante. No es solo una sucesión de
momentos medidos por relojes, sino un fenómeno subjetivo que cada persona
experimenta de manera única. Es flexible, maleable, y puede expandirse o
contraerse según nuestra percepción. Podemos sentir que ciertos días pasan
volando y otros se alargan indefinidamente. Podemos revivir experiencias con
una claridad asombrosa o perder por completo el rastro de ciertos fragmentos de
nuestra existencia.
Tal
vez el verdadero secreto no sea eliminar los recuerdos ni dejar de pensar en el
futuro, sino aprender a equilibrarnos en ellos sin perder de vista el presente.
Aceptar que el tiempo nos moldea, nos transforma, pero que, en el fondo,
nuestra esencia permanece. Y que, aunque viajemos mentalmente hacia atrás o
proyectemos lo que está por venir, la verdadera vida sucede aquí, en este instante,
en el único espacio que realmente existe.