Un cuento de Edgar Allan García.
La ola realizó un extraño balanceo
interior, se irguió cuajada de espuma sobre la superficie y con la oportuna
ayuda del viento, un puñado de gotas se escapó de su cresta y empezaron a volar
sobre la superficie del océano.
Miles,
tal vez millones de pequeñas gotas giraban, flotaban, danzaban en el espacio
antes de caer nuevamente sobre el mar.
Una
de ellas miró a su alrededor y pensó: esa gota de allá es bastante flaca, la de
más acá es en cambio demasiado gorda, esa parece muy brillante pero pequeña, insignificante,
esa otra en cambio es un tanto opaca, como si estuviera sucia.
Y
así siguió y siguió describiendo todo que alcanzaba a ver durante ese breve
segundo al que ella ahora llamaba "toda una vida".
Más
tarde se disgustó con una gota que, según ella le hacía sombra, y se hizo amiga
de otra, que a su parecer era como ella.
Con
el "tiempo" empezó a detestar a unas, y a querer a otras, y en igual
medida a temer, admirar, despreciar, seducir, compadecer o apartarse de otras
que eran "odiosas", "amables", "inteligentes",
"feas", "agresivas", "hermosas",
"hipócritas", "geniales", "oscuras",
"triunfadoras", "vacías", "positivas",
"traicioneras", "generosas", "santas" o
"destructivas" según su particular forma de verlas.
En
una ocasión chocó suavemente con una de ellas y en ese choque algo cambió, se
miró en la otra gota y se reconoció a sí misma: eres mi gota gemela, exclamó
emocionada, y sucedió que de ese choque brotaron gotas más pequeñas a las que
llamó gotas hijas.
En
verdad, pensó, soy capaz de dar vida.
Más
tarde, trazó un círculo y dijo: todas las gotas que están dentro del círculo
son mi familia y mis amigas, las que están fuera son mis enemigas o gotas poco
confiables.
A
las primeras las amo y las respeto, a las segundas, las detesto y les temo.
Con
la seguridad de tener bien delimitado su mundo, sonrió satisfecha al tiempo que
seguía su caída inevitable.
En
los últimos instantes, en una millonésima de segundo antes de tocar la
superficie del océano, la gota se dio cuenta de algo, pero no supo expresar lo
que sentía.
Era
un sentimiento inmenso, poderoso; algo que la llenaba por completo, pero que al
mismo tiempo la dejaba vacía, una especie de destello que borraba todo lo
demás, parecido a lo que por unos instantes había sentido con esa gota con la
que alguna vez había chocado suavemente y en la que se había reconocido, pero
ya era demasiado tarde: la gota cayó finalmente al océano.
Tan
pronto como tomó contacto con el agua, se dio cuenta de algo maravilloso: en
realidad ella no era una gota, no, su nombre era. Su nombre era "Océano".
Más
aún, sus límites no eran diminutos, como había creído, sino gigantescos.
Una
parte de ella eran olas pequeñas en las que se bañaban los niños de una playa
de África, otra parte llevaba - como si fuera una caja de fósforos - a un barco
carguero, otra parte de ella misma se erguía poderosa mientras cabalgaba y era
cabalgada por un huracán en el Caribe, otra tocaba las gélidas costas de la
Antártida, otra las costas de Oceanía, otra se agitaba inquieta en el estrecho
de Bering.
De
pronto se dio cuenta de su enormidad y de su poder sin límites.
Mi
nombre es Océano, se dijo emocionada, ¡Océano!
No
tardó mucho su emoción pues una ola la levantó sobre la superficie del agua y
con el soplo de la brisa marina se convirtió otra vez en una gota que giraba y
flotaba sobre la superficie.
Olvidando
todo lo anterior, se volteó y dijo: el mundo está lleno de gotas, hay gotas
flacas como la de allá, gordas como la de acá, brillantes como esa, opacas como
aquella...
En
esas estaba cuando vio una gota junto a ella; en apariencia era como todas las
demás pero había un algo que le atraía de forma inevitable.
Su
mirada era diferente, su forma de estar y de girar y de ondular al compás de la
brisa era extraña, única.
No
podía dejar de mirarla, era como si danzara al mismo tiempo que estaba quieta,
era como si hablara a la vez que permanecía en silencio, y cuando giraba una
luz dorada la iluminaba y ella, no sabía cómo, empezaba a parpadear de manera
hipnótica.
Al
fin, rompiendo esa mezcla de temor y reverencia por aquella gota extraña, le
dijo: ¿quién eres?
La
gota la miró con dulzura y le contestó: soy tú.
Se
sorprendió de semejante respuesta. ¿Cómo era posible eso?, ¿se trataba de una
adivinanza tal vez?, ¿era acaso un misterio insondable?, ¿una broma quizá? Se
la quedó viendo sin atreverse a decir nada.
Mírate,
le dijo entonces la gota, mírate hacia dentro y verás que tengo razón.
La
gota siguió sin entender.
Cierra
los ojos, insistió, escucha tu silencio interior, déjate ir.
No
puedo, se rebeló la gota, cómo puedo cerrar los ojos cuando hay tanto que ver,
como puedo sumergirme en el silencio cuando hay tanto que oír.
Tus
ojos te engañan, tus oídos también, dijo entonces la gota brillante.
No,
dijo la gota retrocediendo, aléjate, por un momento creí que eras, no sé,
especial, pero ahora veo que estás loca.
Claro
que sí, dijo la gota brillante, loca para tu exterior, pero cuerda para tu
interior. Una parte de ti sabe que tengo razón, la otra lo niega.
La
gota dio un salto hacia atrás aprovechando una leve ondulación de la brisa
marina.
Aléjate,
gritó, aléjate o te denunciaré con las otras, les diré que estás loca, que eres
una amenaza, que debemos deshacernos de ti.
Puedes
hacerlo si quieres, contestó con tranquilidad la gota brillante, pero por más
que me alejes siempre estaré contigo, porque soy tú, porque soy todas las gotas
y mucho más de lo que imaginas.
Algún
día comprenderás lo que he querido decir, agregó, algún día, cuando otra ola te
levante sobre el océano y saltes a esto a lo que llamas "vida", una
memoria escondida te asaltará, algo brotará desde adentro como un rayo de luz y
recordarás, aunque sea de manera nebulosa, algo de lo que en verdad eres.
Entonces,
dando un giro increíble, se alejó.
El
destello de esa gota la dejó afectada durante un "largo" tiempo.
Con
frecuencia pensaba en ella o soñaba con ella, y hubo un tiempo en que ya no
sabía qué sentir, si temor o amor, y sucedió que una fracción de segundo antes
de caer otra vez en el océano, se dio cuenta, sí, se dio cuenta con claridad de
lo que había querido decirle aquella gota extraña, pero ya era tarde.
Cuando
tocó nuevamente el agua del mar, se estiró todo lo que pudo, sintió todas sus
olas en todas las costas del mundo, y volvió a sentirse océano enorme y poderoso.
Entonces
rogó para que en la próxima ocasión en que una ola la levantara sobre la
superficie del agua y la lanzara al aire nuevamente, no olvidara lo que en
verdad era.
Y
así fue: dos o tres olas más tarde, pudo verse a sí misma como una gota-océano
flotando, girando, danzando entre millones de gotas aparentemente distintas.
Sintió
una felicidad enorme pues al fin se acordaba y se daba cuenta de que había
dejado de estar dividida entre la ignorancia y la sabiduría, entre la pequeñez
y la grandeza, entre la apariencia y la esencia.
Una
gota que la vio brillando con una luz especial, le preguntó intrigada, quién
eres, y ella contestó con tranquilidad: yo soy tú, yo soy océano, yo soy
infinito. La gota que la escuchaba, frunció el ceño.