Joven, por favor, ¿me puedes ayudar?
Yo, que iba mirando al piso,
absorto en mis pensamientos, organizando mentalmente mi curriculum para
presentarlo a diferentes empresas después de que la empresa, donde había
trabajado durante los últimos diez años, cerrara por quiebra, levanté la cabeza
buscando al responsable de la petición de ayuda.
Era un hombre mayor, de edad
indefinida. Entre sesenta y ochenta años, podía tener cualquier edad, de,
aproximadamente, un metro ochenta de estatura, cabello blanco y cuidada barba,
también blanca. Con la espalda tan recta que bien parecía que se había tragado
un sable, vestido con un pantalón vaquero y un anorak, ambos negros, y una
camisa blanca, completando su atuendo con una bufanda anudada al cuello.
Estaba apoyado en el muro que
separa el paseo, del acantilado, en el Malecón Cisneros.
Eran las diez de la mañana de
un lunes de agosto. En pleno invierno limeño, la neblina, que impedía ver el
océano, desprendía una garúa más que persistente. Esa era, sin ninguna duda, la
razón por la que en el tramo del paseo donde nos encontrábamos no hubiera más
personas que el señor que demandaba ayuda, un miembro del serenazgo de
Miraflores, bastantes metros por delante de nosotros, aunque a él no le quedaba
más remedio porque estaba trabajando, y yo.
Me acerqué hasta el hombre, que
parecía tener problemas para respirar normalmente, y le pregunté:
-
¿En qué le puedo ayudar, señor?, ¿se
encuentra bien?
-
No, no me encuentro muy bien hijo,
-respondió de manera entrecortada y, tomando una respiración profunda,
continuó- ¿me puedes ayudar a acercarme al banco para sentarme un momento?
Los bancos del paseo se
encontraban tan mojados, en ese momento, por la fina lluvia que estaba cayendo,
que sentarse en ellos era como sentarse encima de un charco, y se lo hice saber
-
Los bancos están muy mojados, señor. Si
se sienta ahí le va a entrar la humedad hasta los huesos.
-
Acércame, por favor, necesito sentarme
un momento. No te preocupes, tengo unas bolsas de plástico,-dijo mientras
sacaba de su bolsillo dos bolsas de supermercado.
Tomé las bolsas mientras me acerqué a él con
el brazo doblado para que se agarrara. Así lo hizo, se agarró a mi brazo y
comenzamos a caminar, lentamente, la poca distancia que nos separaba del banco
más cercano. Coloqué una bolsa en el banco, con él aun agarrado a mi brazo, y
le ayudé a sentarse.
Parecía
aliviado, pero pensé que no podía dejarle allí solo en mitad de la neblina, y
como aún tenía la otra bolsa, que él me había dado, la coloqué en el banco y me
senté a su lado.
-
No, por favor, -protestó- ya te he
entretenido demasiado y tendrás cosas que hacer. A mí se me va a pasar en un
momento, ya me ha ocurrido otras veces, y sé que en unos minutos estaré como
nuevo.
-
No se preocupe por mí, en realidad, no
tengo nada que hacer -y era la pura verdad, porque si estaba caminando por el malecón
con ese tiempo infernal era porque la soledad de la casa me ahogaba.
-
Gracias –respondió, quedando, a
continuación, en silencio tratando de recuperar el ritmo normal de la
respiración.
Respeté su silencio
observándole mientras se reponía. Había algo en él que, no sabría explicar
pero, hacía que me sintiera muy cómodo a su lado. Sus brillantes ojos azules
eran como un imán.
La verborrea de mi pensamiento
encontró, de inmediato, en nuestro silencio, un resquicio para explicar las
razones por las que me sentía cómodo: “llevas tanto tiempo solo que con
cualquier compañía hace que sientas esa comodidad”. Y, también, con la misma
rapidez con la que el pensamiento presentaba sus razones mi yo consciente
comenzaba a rebatirlas. Era un juego que hacía de manera permanente, hablar con
mi pensamiento, supongo que como todo el mundo: “no es cierto que me sienta
cómodo con cualquier compañía, porque entonces también me pasaría con la señora
de la tienda de abarrotes, que está frente a mi casa, donde compro, a veces,
algunas cosas que me faltan, y con ella no solo no me siento cómodo, sino que
hasta me cuesta ser amable. Con este señor, del que ni tan siquiera sé su
nombre, me siento cómodo porque sí”.
-
Como si estuviera leyendo mi
pensamiento mi compañero de banco rompió el silencio- Ya me estoy recuperando.
Por cierto, mi nombre es Ángel.
-
Yo me llamo Antay, -respondí.
-
Es un hermoso nombre inca, ¿sabes qué
significa?, -preguntó.
-
Creo que tiene dos significados, uno
que es de cobre y otro que significa renacer. A mí me quedan bien las dos, para
el físico el cobre, porque no se puede decir que sea muy blanquito y en cuanto
a lo etérico me gusta eso de renacer.
-
Como el ave Fénix, -apostillo Ángel-
que renace de sus cenizas. En realidad, el ave Fénix es un símbolo de fuerza,
de purificación, de inmortalidad y de renacimiento físico y espiritual, de transformación,
regeneración, memoria, serenidad y resiliencia.
-
No conocía tanto, -me excusé con mi
interlocutor- solo sabía que renacía de sus cenizas.
-
La verdad, -siguió Ángel con expresión
pensativa- es que todos los seres humanos somos como él, porque
venimos a la vida a realizar una transformación, una especie de renacimiento
espiritual.
Volvimos al silencio. No
entendía que quería decir. Nunca me había planteado para que nacemos y, por
supuesto, eso de la transformación y del renacimiento, de poco me valía
entender el significado de las palabras, porque no sabía cómo aplicarlas a
nuestra vida como seres humanos.
Aunque no me vendría nada mal,
ahora, ser como el ave Fénix y renacer de mis cenizas. Había estado trabajando
los últimos diez años en una empresa de venta de productos informáticos que,
sin saber cómo, cerró por falta de liquidez. Ninguno nos explicamos la causa,
teniendo en cuenta que la empresa se iba manteniendo bastante dignamente, durante
tiempo, con sus problemas, como muchas empresas. Todo parece indicar que el
dueño, al que cada vez se le veía menos por la empresa, había dilapidado, no
solo, su propio capital, sino que, también, había hipotecado la empresa y la
presión de los acreedores hizo imposible su continuidad. En esa especie de
renacimiento estaba, planificando mi curriculum, cuando me encontré con Ángel.
La garúa había dejado de caer y
supongo que sería por eso por lo que no sentía tanto la humedad, aunque, en
realidad, era como si estuviera sentado sobre algo caliente y subiera una
especie de suave calor que no solo envolvía mi cuerpo sino que entraba en mi
interior calentando cada célula. Hasta toqué la bolsa de plástico, sobre la que
estaba sentado, para ver si era el origen del confortable calor, pero no,
estaba más que fría, estaba helada.
-
Ya estoy bien, -dijo Ángel sacándome de
mis elucubraciones- agradezco infinito tu ayuda. ¿Me permites que te invite a
un café?, nos irá bien para entrar en calor.
-
No tiene que agradecerme –contesté- ha
sido un placer haber servido para algo y…
-
Me interrumpió con una pregunta- ¿Cómo
dices eso de haber servido para algo?, sirves para mucho. No parece que tengas
mucho aprecio por ti mismo.
-
Me sorprendió tanto la pregunta que
solo atiné a decir- No sé.
-
¿Qué me dices del café? –volvió a
preguntar.
-
Si, vayamos nos irá bien.
Nos levantamos del banco. Él
mismo recogió las bolsas de plástico, sobre las que habíamos estado sentados,
para hacer una pelota con ellas y, acercándose a la papelera que estaba junto
al banco, las arrojó en ella.
-
Así que no sabes si te tienes aprecio,
-comentó mientras enfilábamos, caminando lentamente, hacia el Parque del Amor
donde había un puesto de bebidas y podríamos tomar nuestro café.
-
La verdad es que nunca había pensado en
eso de tenerme aprecio a mí mismo. Supongo que sí me debo de apreciar, porque
me gusta vivir bien y no quiero enfermar, -no se me ocurría ningún otro motivo
para justificar el aprecio que me tenía a mí mismo y continué con una pregunta-
¿eso no sería egoísmo?
-
Egoísmo sería si solo te ocuparas de tu
propio interés y, sobre todo, de tu propio beneficio, sin atender las necesidades
del resto. Sería egoísmo si trataras a los demás como si no existieran, o como
si sus preocupaciones no te importaran. La forma más básica de egoísmo es la
búsqueda de la supervivencia del yo. Sin embargo, no solo está relacionado con
la supervivencia biológica, sino también con el logro de los objetivos vitales
y la oportunidad de reafirmar nuestra autenticidad como individuos. No parece
muy egoísta que hayas estado media hora sentado en un banco mojado, con un
extraño, solo por acompañarme. ¿No crees?
-
No sabía que decir- No sé. –parecía
tonto con mis respuestas- Supongo que si usted lo dice tendrá razón. No creo
tener el suficiente conocimiento ni criterio, en esta materia, para valorar si
soy egoísta o no.
-
Ángel detuvo su caminar y volvió a la
pregunta inicial- ¿No sabes si te tienes aprecio?, -y mirándome a los ojos me
lanzó una retahíla de preguntas- ¿Crees en ti?, ¿aprecias tu valía?, ¿te
respetas?, ¿te valoras adecuadamente?, en definitiva, ¿te amas?
No
estaba acostumbrado a conversaciones tan extrañas que entraran a valorar mis
sentimientos o mis emociones. Mis temas de conversación siempre trataban de
asuntos laborales, de política, de futbol, del tiempo o de lo que había hecho
el fin de semana. Tengo treinta y siete años, sigo soltero, sin compromiso, mis
padres murieron hace ya algunos años y no tengo más familia que una tía y unos
primos que están repartidos por el mundo, de los que no tengo noticias hace ya
años. Así que permanezco mucho tiempo en soledad y, por lo tanto, en silencio.
El único que habla de manera permanente es mi pensamiento, con el que discuto, con
bastante frecuencia, pero nunca de asuntos tan profundos como los que me estaba
presentando Ángel.
-
Ya veo –prosiguió Ángel, ante mi
tardanza en contestar- que nunca te has planteado algo como amarte a ti mismo.
Permíteme comenzar por el principio: Estarás conmigo en que hay personas con
las que te sientes muy cómodo y no te importa pasar horas en su compañía,
mientras que hay otras de las que sientes la necesidad de alejarte. ¿Es así?
-
Si, -contesté- es así. Hace un momento hablando
con mi pensamiento llegué a la conclusión de que a su lado me siento muy cómodo
y, sin embargo, con la dueña de la tienda de abarrotes que está delante de mi
casa, si pudiera comprar desde la calle lo haría para no estar cerca de ella.
-
Es lo que le pasa a todo el mundo.
–supongo que entonces cayó en la cuenta de que nos tratábamos diferente y
siguió- Pero, por favor, tutéame. No importa que tenga cuarenta años más que
tú. El respeto va más allá del tratamiento, y yo, aunque te tutee, te puedo
asegurar que siento por ti un respeto infinito.
-
Yo también lo siento por usted. Perdón,
por ti. No sé si me acostumbraré a decirte de tú. –y era cierto. Desde siempre,
tengo la costumbre de utilizar el usted con las personas que me parecen de
mayor edad a la mía.
-
Y dime, -siguió preguntando. Casi me
pareció estar en un examen- ¿Cuál es la persona con las que pasas más tiempo?
-
Esta pregunta era fácil, no tuve que
pensarla- No paso tiempo con nadie. Ahora que no trabajo siempre estoy solo.
Por eso nos hemos encontrado, ha sido una casualidad, porque hoy me asfixiaba
un poco en la casa.
-
Respuesta, doblemente, errónea. Por un
lado, no existe nada casual. Asfixiarte ha sido la espoleta para que salieras,
seguro que teníamos que encontrarnos y, por otro, piensa bien en eso de que
estás solo, -me dijo- piensa bien. ¡Ah!, y tranquilo que no es ningún examen.
¡Qué
curioso!, cuando estábamos sentados en el banco y yo pensaba en que no sabía su
nombre, casi de inmediato, me dijo que su nombre era Ángel y, ahora, cuando
pensaba que parecía un examen, por la cantidad de preguntas extrañas que me
estaba haciendo, me dice que esté tranquilo, que no es ningún examen. ¿Podrá
leer el pensamiento?
-
Realmente no sabía que tenía que
responder- Pues no se me ocurre nada. Por mucho que mire a mí alrededor, ahora
que no trabajo, no paso tiempo con nadie.
-
Sí pasas tiempo con alguien. -dijo
volviéndose a detener y mirándome a los ojos- Contigo. Pasas contigo veinticuatro
horas cada día, desde el instante en que naciste hasta este momento, y seguirás
acompañándote hasta el último segundo de tu vida. Llevas contigo ¿cuántos?,
¿treinta y siete años? ¿Qué te parece?
-
Si, -contesté asombrado- Tengo treinta
y siete años, ¿cómo lo has sabido? y, sí, mirándolo así, es claro que vivo
conmigo.
-
Y ¿qué tal pareja haces contigo?
-
Me hizo gracia la pregunta- Creo que
discutimos, de vez en cuando, pero aún no hemos llegado a las manos.
Habíamos
llegado al puesto de bebidas. Estaba tan solitario como el paseo por el que llegamos
caminando. Su nombre es totalmente adecuado al lugar, se llama “Beso Francés” y
no solo se sirven bebidas, también se puede comer. Nos sentamos allí mismo,
frente al mar, a tomar nuestro café y seguir con nuestra conversación. La
neblina estaba desapareciendo y empezaba a contemplarse el mar. Realmente, esta
zona de Lima, es de una belleza inigualable. Estábamos sentados a unos setenta
metros sobre el nivel del Océano Pacífico, sobre el acantilado que bordea toda
la costa limeña.