El viaje del alma

El alma no tiene raza, no tiene religión, solo conoce el Amor y la Compasión.
Todos somos seres divinos, hace miles de años que lo sabemos, pero nos hemos olvidado y,
para volver a casa tenemos que recordar el camino. BRIAN WEISS




domingo, 31 de julio de 2022

Ocurrió en Lima (Capítulo I, parte1)



 

Cuando vives consciente,

cuando vives ahora,

todo es presente.

No existe el tiempo

 

 


1

 

Encuentro en la neblina

 

Ángel y yo terminamos de tomar un café en el puesto de bebidas que se encuentra en el Parque del Amor, en el distrito de Miraflores de Lima. Habíamos permanecido durante casi tres horas enfrascados en una conversación atípica, al menos, para mí, ya que mi interlocutor ponía sobre el tapete aspectos emocionales que nunca, por mi parte, habían sido objeto de debate, ni tan siquiera de debate mental.

Las emociones era como si no existieran en el mapa de mi cuerpo o en el diccionario de mi mente. Yo me sentía bien o mal, alegre o triste, pero siempre encontraba una razón, convincente, para que tal cosa ocurriera. Si pasaba algo no previsto era casualidad, si me daba un golpe en el pie, con una piedra, era mala suerte, si a alguien le tocaba la lotería, algo que a mí nunca me había pasado, era un golpe de buena suerte y si me había quedado sin trabajo, como ahora, era porque el dueño de la empresa era un sinvergüenza, sin escrúpulos.

Todo era debido a la casualidad, a la buena o mala fe de las personas y a la buena o mala suerte.

Para el miedo siempre había un motivo real, igual que para la alegría o la tristeza. La felicidad era algo inexistente, a no ser que se estuviera en posesión de grandes cantidades de dinero, entonces sí que había suficientes motivos para ser feliz. Estaba convencido de que eso que decían algunos de que el dinero no da felicidad, era un eslogan de los pobres para conformarse por su desgracia. Aunque, alguna vez me llegué a preguntar ¿cómo era posible que una persona inmensamente rica pudiera no ser feliz y, además, encontrarse triste o deprimida?

Nunca me planteé si Dios estaba en algún sitio o no. Creía en Él, porque así me lo inculcaron mis padres, pero no iba más allá de la creencia, no como muchas personas, sobre todo los pobres y los enfermos, que le rezaban, le rogaban y le pedían que hiciera llegar algo parecido a una lluvia de dinero o un milagro que les devolviera la salud. Aunque, la verdad es que no sé para qué le pedían si nunca hacía nada. Pero si a ellos les tranquilizaba eso, estaba bien. Yo para tranquilizarme miraba el mar.

Y lo que más gracia me hacía era la tontería del amor. Todos buscando a alguien que les ame para pasar juntos el resto de la vida. Estaba más que claro que eso no funcionaba porque había rupturas, maltratos, engaños, silencios, decepciones y hasta asesinatos. Siempre he creído que lo único que buscan es satisfacer alguna necesidad, ya sea, física o económica, o para tener compañía, o por un cuestionamiento social. A mí nunca me ha pasado esa tontería del amor y, por supuesto, sigo soltero a mis treinta y siete años. Sé que es casi imposible formar una familia como la que tenía cuando vivían mis padres, porque eran la excepción, así me he ahorrado disgustos, pérdidas de tiempo, gastos inútiles de dinero, discusiones y, seguramente, muchas más cosas. Pero, a pesar de mi creencia de que es imposible formar una familia como la que tuve hasta que murieron mis padres, me gustaría tenerla y hasta sueño con ella porque, siempre me pareció, cuando vivían ellos, que los problemas, las preocupaciones, los miedos o cualquiera de los sinsabores que nos depara la vida se disipan con más facilidad en el seno de la familia.  

Pero sí que hay una regla inquebrantable que sigo al pie de la letra: El respeto. Es algo que aprendí de mi padre que siempre me decía: “hijo mío, eres libre de hacer lo que quieras siempre que no interfieras en la libertad de los demás. Piensa que lo más importante es respetar a los otros. Piensa en si eso que vas a hacer, o a decir, te gustaría que te lo hicieran o dijeran a ti y, después, actúa en consecuencia”. Él me enseñó que el respeto es la consideración que se ha de tener en el trato a los otros. Y en el término otros se encuentran todos los seres humanos, pobres y ricos, poderosos y mendigos, hombres y mujeres, religiosos y ateos, honrados y ladrones, entran hasta los políticos, en resumen, todos los seres humanos. Esa consideración en el trato supone, para mí, no juzgar, no criticar, no engañar y ayudar en todo lo posible.

Soy consciente de que no todo el mundo me cae bien y de que hay personas peligrosas a las que no conviene tratar. En esos casos lo que hago es evitarlas.

De alguno de esos temas había hablado con Ángel o, más bien, escuchado hasta que fui consciente de que era casi la una de la tarde. Aún tenía que comprar algo para almorzar, ya que a las tres había quedado con Pablo, uno de mis ex compañeros de trabajo y, gran amigo, para hablar de la posibilidad de iniciar un negocio entre los dos, por lo que le dije a mi contertulio que teníamos que dar por terminada nuestra conversación.

-    Ha sido un placer Antay, -replicó Ángel- espero que nos encontremos algún otro día.

-    Para mí también ha sido un placer –dije levantándome y tendiéndole mi mano para la despedida- Hasta otra ocasión, nunca se sabe.

Le di la espalda para caminar hasta el semáforo que me permitiría cruzar la pista del Malecón Cisneros y enfilar la calle Venecia hasta la avenida Grau que me llevaba directo al lado de mi domicilio en la avenida José Pardo. Pero como el semáforo es de esos que se tiene que apretar un botón y, esperar para que la luz cambie a verde, en el tiempo de espera giré la cabeza para ver si mi compañero había iniciado, también, su retirada y, ante mi desconcierto, no lo vi por ningún lado. No estaba en el puesto del café, ni se había adentrado en el parque, ni se le veía por el paseo. Simplemente, había desaparecido.

Mi curiosidad fue mayor que mi prisa y volví sobre mis pasos. Nada, no había ni rastro de él. Me acerqué a uno de los camareros que se encontraba detrás de la barra y le pregunte directamente:

-    Disculpe, ¿sabe por dónde se fue el señor mayor que estaba aquí conmigo?

-    ¿Perdón?, -el camarero puso cara de extrañeza,

-    Sí, yo estaba aquí hace un momento con otra persona, me fui hacia el semáforo y no he visto que la otra persona haya ido a ningún sitio, es como si hubiera desaparecido, -y termine con otra pregunta- ¿Usted le ha visto?

-    Perdone señor, usted sí que ha estado aquí, pero ha estado solo tomando su café sentado en aquella mesa mirando el mar. ¿Se encuentra bien? -concluyó el camarero.

No parecía que el camarero me estuviera gastando una broma pesada en confabulación con Ángel, y no creo que fuera un tipo de esos despistados que podrían olvidar hasta su nombre. Estaba claro que no estaba soñando y, si no estaba soñando, y el camarero decía la verdad, solo podía ser que me hubiera vuelto loco, porque no me explicaba cómo podía haber desaparecido. Yo estaba completamente seguro de haber estado tres horas con él.

-    Gracias señor, disculpe,-le dije al camarero que se había separado un poco de la barra, seguramente, tomando precauciones, pensando que como era un loco, podía ser peligroso.

Y volví al semáforo. Entonces fui consciente de que lo único que sabía de él era su nombre. No sabía dónde vivía, ni si trabajaba o estaba jubilado, no sabía si tenía familia y, ahora, para más “inri”, el camarero me hacía dudar de que fuera real.

Todo había comenzado en la mañana. Me había levantado raro, con una especie de ahogo. Había tenido un sueño extraño:

“Estaba en una boda que resultó ser la mía. Mis padres estaban sentados en el primer banco de la iglesia y yo permanecía de pie, delante del altar, esperando a la novia que se estaba retrasando. Estaba feliz porque al fin iniciaba el camino de algo que ilusionaba desde que tenía uso de razón: Iba a formar una familia y ya me encargaría yo de que fuera como la que habían formado mis padres. Éramos una familia feliz.

Como la novia no llegaba salí a buscarla a la calle. En la puerta me encontré un mendigo que, en agradecimiento, cuando le di una moneda, me dijo:

-    La novia no va a llegar. Está atorada en un atasco. No la esperes, ¡vete!

-    No entendía nada, ¿cómo podía ser que un mendigo me esté contando todo esto como si fuera un mago o un clarividente?- ¿Cómo lo sabe? -le pregunté.

-    Porque he sido yo el que ha ocasionado el atasco –y repitió- No la esperes, ¡vete!

-     Por favor –le suplique- deshaz lo que has hecho. Deja que venga.

-    Te estoy haciendo un favor muchacho. Es la única manera de evitar que sufras más adelante si ella llega a abandonarte –y volvió a repetir- No la esperes, ¡vete!

-    Te suplico que me permitas tenerla a mi lado. Quiero vivir una vida de amor –lloraba y suplicaba.

-    Todo lo que conseguía del mendigo era- No la esperes, ¡vete!

Y desperté con una sensación de impotencia que me ahogaba. Aunque, también, podría haber sido que la cena de la noche me hubiera sentado mal, cuando fui consciente de que me fui a la cama sin cenar. El estómago vacío o el extraño sueño podían ser la razón de mi rareza. Sentía la necesidad de tomar aire porque me ahogaba en la casa. Tenía que salir, así que terminé de adecentar el departamento y salí a la calle.

Hacía un día infernal, pero el aire que respiraba me estaba viniendo bien y hacía que me recuperara del ahogo que sentía. Bajé por la avenida Pardo hasta el mar y comencé a caminar por el malecón. A mi derecha se encontraba el Océano Pacífico, aunque hoy estaba desaparecido debido a la neblina. La idea era hacer una gran vuelta bordeando el malecón hasta la avenida Larco y subir por ella hasta Pardo, que me llevaba de vuelta a casa. Un paseo de hora y media que había realizado en muchas ocasiones.

Pero al comenzar la andadura por el Malecón Cisneros escuché, casi a mi lado:    

-    Joven, por favor, ¿me puedes ayudar?

2 comentarios:

  1. Alfons sempre n'agrada molt el que escrius. No coneixia aquesta faceta teva. En Vallejo que jo coneixia o que em pensava que coneixia era molt diferent. Estic molt contenta de conèixer aquest. Molts petons.

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  2. La verdad es que no sabemos casi nada de las personas que tenemos delante. Para saberlo tendríamos que haber estado una temporada viviendo en sus zapatos y eso es difícil.

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