El viaje del alma

El alma no tiene raza, no tiene religión, solo conoce el Amor y la Compasión.
Todos somos seres divinos, hace miles de años que lo sabemos, pero nos hemos olvidado y,
para volver a casa tenemos que recordar el camino. BRIAN WEISS




domingo, 24 de noviembre de 2024

El Principio de la Sabiduría Profunda

 


El Principio de la sabiduría profunda dice: “Aquello que no tiene origen es el origen de todo lo creado y se encuentra presente y es inseparable en todo lo originado”. Por si alguien no lo ha notado, estamos hablando de Dios.

Este principio es un concepto que se relaciona con la búsqueda de conocimiento y comprensión más allá de lo superficial. A menudo, se asocia con la idea de que la verdadera sabiduría proviene de la reflexión, la introspección y la conexión con aspectos más profundos de la existencia.

En lugar de simplemente aceptar las cosas tal como son, la sabiduría profunda nos invita a cuestionar, explorar y buscar una comprensión más completa del mundo y de nosotros mismos. Es un camino que requiere paciencia, humildad y una mente abierta. Como dijo Sócrates: "Solo sé que no sé nada".

El Principio de la sabiduría profunda sugiere que existe una verdad fundamental y universal que subyace a todas las religiones, filosofías y tradiciones espirituales. Según este principio, a pesar de las diferencias superficiales entre las diversas enseñanzas y prácticas espirituales, todas apuntan hacia una comprensión básica de la naturaleza, de la realidad y del ser humano. Este concepto destaca la unidad oculta de todas las tradiciones espirituales y sugiere que la sabiduría fundamental puede ser encontrada y comprendida por cualquier persona, independientemente de su trasfondo cultural o religioso.

De acuerdo con este principio, en nosotros, los seres humanos, está aquello que no tiene origen. Es decir, la divinidad se encuentra en nuestro interior.


Troglodita

 

 

-    Hoy has conseguido que haya vuelto a perder la paciencia.

-    Cada día parece que encuentras una nueva manera de sacarme de quicio, como si estuvieras buscando, activamente, todas las formas posibles de irritarme.

-    Te había dicho bien claro que teníamos que salir a las 5, pero no, hasta las 5:20 no hemos salido por no sé muy bien que razón, porque excusas nunca te faltan. Y ayer, también me sacaste de quicio porque sabes, desde siempre, que no me gusta la comida muy caliente y me la pusiste ardiendo. Y anteayer porque estaba leyendo y tuve que dejarlo para bajar a recoger un paquete que tú habías pedido. Y así cada día.

-      Mantener la calma contigo se ha vuelto un desafío constante. Parece que tus acciones están diseñadas específicamente para provocarme, y lo siento, pero así es como lo veo.

Pero…, ¿es, realmente, así?     

          ¿Qué pasaría si en lugar de imponer un horario para salir, preguntaras si la hora es conveniente para la otra persona, sobre todo considerando que la salida era para dar un paseo?

          ¿Qué pasaría si ante el plato de comida caliente, esperaras a que se enfriara o soplaras un poquito?

          Es más fácil culpar a otros por nuestras frustraciones y decepciones que asumir la responsabilidad de nuestras propias decisiones y reacciones.

Las miserias con las que convivimos hacen que están salgan a la luz ante todo aquello que en nuestro interior parece contrario a nuestros más íntimos deseos.

Y lo más triste es que no somos conscientes de donde nace la frustración, la decepción, el desencanto, que hace que lleguemos a explotar, sacando sapos de nuestra boca como sale la lava por el cráter en un volcán en erupción.

Todo eso es señal inequívoca de un carácter débil, de vivir la vida desde la dualidad, de tener un escaso conocimiento de uno mismo, de temer salir de la zona de confort o carecer de autocontrol, entre otras muchas sombras con las que podemos llegar a convivir.

La primera pregunta que habría que hacerse es: ¿Por qué reacciono siempre como un energúmeno ante ciertas situaciones? Y, la segunda: ¿Cómo podría mejorar mi respuesta la próxima vez que se presente un conflicto?

Fortalecer el carácter es un proceso continuo que requiere práctica y dedicación. Sin embargo, el primer paso para que eso ocurra es tener claro que se necesita un cambio para dejar de ser un troglodita y, a partir de ahí, buscar información. Seguro que encuentras miles de páginas que te van a dar consejos sobre cómo conseguirlo.


El perdón de Dios

 


Paseando por la ciudad, nos dimos de bruces con la catedral. Surgió de repente, majestuosa y solemne, en medio del bullicio urbano. Sus torres se alzaban desafiando al cielo, como si quisieran rozar las nubes con sus pináculos góticos. La fachada, una sinfonía de piedra tallada, estaba adornada con estatuas de santos y querubines que parecían cobrar vida bajo la luz del atardecer.

La catedral, construida en el siglo XII, es un testimonio del ingenio y la devoción de generaciones de artesanos y fieles. Sus muros de piedra caliza fueron erigidos con esfuerzo titánico, cada bloque colocado con una precisión casi divina. Los vitrales, intrincadamente coloreados, proyectaban un caleidoscopio de luz al interior, bañando las paredes y los bancos en un resplandor casi místico.

El campanario, con su robusta estructura, albergaba campanas cuyo tañido resonaba a kilómetros de distancia, marcando el paso del tiempo y llamando a los fieles a la oración. En el interior, el aroma a incienso y cera derretida llenaba el aire, mientras que el eco de los pasos reverberaba por las bóvedas y los arcos, creando una atmósfera de reverencia y recogimiento.

Cada rincón de la catedral contaba una historia de fe y perseverancia. Desde los capiteles de las columnas, esculpidos con escenas bíblicas, hasta el altar mayor, donde el oro y la plata relucían bajo la luz de los candelabros, todo hablaba de un pasado glorioso y una dedicación inquebrantable. Así, en medio de la ciudad moderna, la catedral se erguía como un faro de espiritualidad y arte, un lugar donde lo divino y lo terrenal se entrelazaban en perfecta armonía.

Era la hora de la misa y en el altar mayor, un sacerdote, bastante entrado en años, dirigía el oficio, de manera rutinaria. Eran tantas las misas que debía de haber oficiado que no necesitaba leer, todo lo sabía de memoria y lo recitaba como un papagayo repite sus palabras recién aprendidas.

En el púlpito, otro sacerdote daba instrucciones a los pocos fieles que seguían la misa, casi todos tan entrados en años como el oficiante. Fue este sacerdote desde el púlpito quien comenzó la homilía, mientras el oficiante se sentaba como un espectador más para escuchar a su compañero.

"Tienen que pedir perdón a Dios por sus pecados", fue el inicio de una plática que parecía tomar un rumbo demasiado siniestro. Mi hijo, de 10 años, que me acompañaba, me preguntó de inmediato:

—Papá, ¿Dios nos perdona siempre?

—Dios no necesita perdonar, hijo mío —le contesté a mi hijo, como si siguiéramos una conversación que solíamos tener con frecuencia—, porque ya te he dicho en muchas ocasiones que no se ofende nunca, y donde no hay ofensa no es necesario el perdón.

—Y entonces —siguió mi hijo, poniendo cara de extrañeza—, ¿por qué este señor habla de ofensa, de pecado, de infierno y de perdón?

¡Qué difícil me lo estaba poniendo! ¿Cómo le explicaba que todas las religiones eran una asociación de personas con las mismas creencias, que enseñan verdades parciales e interesadas, estando muy alejadas de la Verdad, que solo está en posesión de Dios?

—Pero tenía que intentarlo: Las religiones son, en esencia, intentos humanos de entender a Dios, de dar sentido a lo que está más allá de algo que no podemos entender, porque no lo vemos. A través de ritos, como esta misa, y de enseñanzas, buscan guiar a las personas hacia una vida más espiritual y moral, básicamente, enseñan a actuar con bondad. Sin embargo, estas enseñanzas, a menudo, reflejan interpretaciones humanas de lo divino, influenciadas por las culturas y contextos en los que se desarrollan.

>> El concepto de pecado y perdón es una de esas interpretaciones. Se basa en la idea de que los seres humanos, en su imperfección, a veces actúan de maneras que se consideran contrarias a la voluntad de Dios. La necesidad de pedir perdón surge de la idea de reconciliación, de volver a alinear nuestras acciones y pensamientos con lo que se percibe como divino y correcto.

>>No obstante, algunas personas, como nosotros, creen que Dios, en su infinita sabiduría y amor, no tiene necesidad de perdonar porque nunca se siente ofendido. Según esta creencia, el perdón es más una necesidad humana que divina. Es un proceso de sanación personal. Algo para sentirnos bien con nosotros mismos. Enseñar sobre el pecado y el perdón puede ser una manera de ayudar a las personas a reflexionar sobre sus acciones y motivarlas a mejorar, aunque a veces pueda parecer que nos hacen culpables y nos hace sentirnos mal.

>>No hay que seguir los pasos de una religión.

>> La verdadera espiritualidad, es una búsqueda personal y continua de entender y vivir según lo que uno percibe como divino. En este camino, es crucial cuestionar, aprender y crecer, reconociendo que la Verdad, en su forma más pura, es algo que tal vez nunca comprendamos completamente, pero hacia lo cual siempre nos esforzamos por acercarnos.

No creo que me haya entendido, aunque espero vivir lo suficiente para ir explicándole, cuando la ocasión lo permita, que Dios es Amor y que eso es la misión de nosotros, los seres humanos, en la vida: amar como Él nos ama.


Verdad absoluta, verdades relativas

 




Seguro que ya conoces esta historia, pero, como es corta, permíteme recordártela para centrar el tema de la verdad: Érase una vez seis sabios hombres que vivían en una pequeña aldea.

Los seis eran ciegos. Un día, alguien llevó un elefante a la aldea. Ante tamaña situación, los seis hombres buscaron la manera de saber cómo era un elefante, ya que no lo podían ver.

– Ya lo sé -dijo uno de ellos-. ¡Palpémoslo!

– Buena idea -dijeron los demás-. Así sabremos cómo es un elefante.

Dicho y hecho. El primero palpó una de las grandes orejas del elefante. La tocaba lentamente hacia delante y hacia atrás.

– El elefante es como un gran abanico -dijo el primer sabio.

El segundo, tanteando las patas del elefante, exclamó: “¡es como un árbol!”.

– Ambos estáis equivocados -dijo el tercer sabio y, tras examinar la cola del elefante exclamó-. ¡El elefante es como una soga!

Justamente entonces, el cuarto sabio que estaba palpando los colmillos bramó: ¡el elefante es como una lanza!

– ¡No!, ¡no! -gritó el quinto-. Es como un alto muro (el quinto sabio había estado palpando el costado del elefante).

El sexto sabio esperó hasta el final y, teniendo cogida con la mano la trompa del elefante dijo: “estáis todos equivocados, el elefante es como una serpiente”.

– No, no. Como una soga.

– Serpiente.

– Un muro.

– Estáis equivocados.

– Estoy en lo cierto.

– ¡Que no!

Los seis hombres se ensalzaron en una interminable discusión durante horas, sin ponerse de acuerdo sobre cómo era el elefante.

 

Para defender las diferentes creencias

se dictan leyes, se aprueban constituciones,

se abren infiernos y se cierran conciencias.

Cuando todo lo que hay que hacer es

abrir el corazón y colocarse en el lugar del otro.

 

Una creencia solo es un pensamiento al que consideramos como verdad.

          Desde bien pequeños comenzamos nuestra colección de creencias, y las vamos archivando en nuestro interior para tenerlas disponibles durante el resto de nuestra vida.

         Estamos coleccionando algo que nosotros consideramos que es verdad, pero que su verosimilitud no ha sido certificada por ningún organismo competente, y en base a esa consideración podemos llegar incluso a matar por la defensa de ese pensamiento.

         Las creencias, del tipo que sean, solo son un pensamiento. Ninguna es verdad, porque la auténtica verdad solo es una y, ninguno de los que nos movemos por la vida física estamos en posesión de esa Verdad. Puede ser que alguno posea entre su colección de creencias una minúscula parte de la Verdad, pero al mezclarse con el resto de sus creencias puede distorsionarse hasta esa minúscula parte.

        Desgraciadamente, para defender las diferentes creencias se dictan leyes, se aprueban constituciones, se abren infiernos y se cierran conciencias, cuando todo lo que habría que hacer sería abrir el corazón y colocarse en el lugar del otro.

        Los que hoy promueven una guerra, es posible que en su próxima vida tengan que defender una paz. Los que hoy maltratan movidos por los celos, es posible que en su próxima vida sean maltratados. Los que hoy venden desunión, es posible que en su próxima vida tengan que pagar un alto precio para volver a unir. Es necesario recordar que existe una ley denominada “La Ley de la Causa y el Efecto”, que no entiende de creencias, que está regida solo y exclusivamente por la Verdad, y que la frase “Con la vara que mides te medirán”, la define perfectamente.

         Solo hay un Dios: Único para todos. Solo hay una Verdad: Todos somos hermanos. Solo hay un país: La Tierra. Solo hay una religión: El Amor. Con esta pequeñísima porción de Verdad se acabarían las guerras, el sufrimiento, la desigualdad y el dolor. Con esta pequeñísima porción de Verdad no ocuparíamos espacio en nuestra mente para archivar creencias inútiles y maquinar movidos por ellas, y así podríamos usar el espacio vacío para desarrollar esta parte de Verdad a ver si así conseguíamos ampliarla entre todos.

Si la Verdad solo es una y está en poder de la Divinidad, los miles o millones de verdades que nos venden es claro que no llegan a ser ni una minúscula parte de la verdad.

Y si esto pasa con la Verdad Absoluta, ¿qué no pasará con las relativas verdades de los hombres? Cada ser humano está en posesión de “su verdad” y, para él, esa verdad es única, es real, es auténtica, y podría llegar a matar para defenderla.

Ante esto, es obvio que no todos vemos la misma realidad, y si a esa realidad la recubrimos con las verdades personales, pasándola por el filtro de nuestros valores, nuestras creencias, nuestros intereses y nuestros recuerdos, lo que nos queda es una visión bastante sesgada de la realidad de los otros. Quedarse anclado en la propia perspectiva contribuye a limitar, todavía más, “la verdad del otro”, ya que ni se ve, ni se entiende esa verdad, puesto que lo que se ve es la interpretación de la verdad.

Esto da lugar a malentendidos, discusiones, enfados, desencuentros, errores de interpretación, equivocaciones, disgustos e indignación.

Las cosas no siempre son lo que parecen. En la vida hay situaciones que simplemente suceden, sin que nosotros tengamos absolutamente ningún control sobre ellas, y la única opción que existe cuando esto ocurre es aceptarlas.

Muchas de las situaciones a las que nos enfrentamos, por lo general, no las podemos elegir, pero lo que si podemos escoger en todo momento es cómo respondemos ante ellas, y esta respuesta va a estar condicionada, en gran medida, por la perspectiva desde la que observamos las mismas. Ya que no podemos cambiar la situación, lo que nos queda es modificar la perspectiva hacia la misma por otras que nos permitan enfrentarla de manera más efectiva y menos traumática.

Cuando ampliamos nuestras perspectivas, automáticamente ampliamos nuestra capacidad de acción, ya que esto nos permite elegir alternativas que antes, a pesar de estar disponibles, no éramos capaces de observar.

Para una misma situación pueden existir multitud de perspectivas, las cuales, por si mismas, no son correctas o incorrectas, de hecho, no es adecuado clasificarlas de este modo, la distinción verdaderamente importante que hay que realizar es si el punto de vista actual que tenemos sobre una situación trabaja a nuestro favor o en nuestra contra. Cualquier perspectiva que ayude a crecer, a desarrollarse, a superar retos y alcanzar metas será una buena perspectiva y cualquiera que incapacite o limite será una mala perspectiva que debe de ser cambiada.

Por lo tanto, podemos cambiar el color del cristal, aunque si lo hacemos corremos el riesgo de escorarnos hacia otro lado. Mejor sería ponernos unas gafas multicolores, unas gafas con los suficientes colores que nos permitan:

Ponerse en el lado del otro.

No dar importancia a las cosas que carecen de ella.

Aceptar todas las situaciones.

Tolerar todo lo que se presente.

Sentir como propio el hacer ajeno

No opinar, no juzgar, no criticar.

Aceptar razones que no conocemos.

Sentir que todo es relativo.

Mirar con los ojos del alma.

Saber que todo está bien.