Qué diferente sería la vida si nos enseñaran desde
la cuna que somos hijos de Dios, que venimos de Él y a Él hemos de retornar.
Qué diferente sería la vida si nos enseñaran desde la cuna que todos somos
hermanos. Que diferente sería la vida si nos enseñaran a amar, a compartir, a
aceptar y a respetar. Es muy posible que no hubiera guerras, que no hubiera
hambre, que no hubiera discriminación, y todos nos ahorraríamos un buen número
de encarnaciones que en la actualidad resultan inútiles o con un ínfimo
crecimiento.
Pero no es así, y el camino, ya de por sí difícil de
recorrer, se nos hace también difícil de encontrar. ¡Qué difícil nos lo hemos
puesto! Los seres humanos tenemos un punto de masoquismo importante, nos gusta
sufrir, ya que a pesar de que digamos que no, los hechos demuestran lo contrario:
Nuestra felicidad es el sufrimiento, ya que permanecemos anclados en él un día
tras otro, sin hacer absolutamente nada; nuestra felicidad es contar a diestro
y siniestro lo mal que nos encontramos, en lugar de trabajar para salir de ese
dolor; nuestra felicidad es encontrar los fallos de los demás en lugar de
trabajar para eliminar los nuestros. Somos realmente un espécimen raro.
El caso es que después de muchas vidas de
sufrimiento, algo dentro de nosotros nos dice que “a lo mejor hay otra forma de
vivir”, porque nos lo cuentan otros o porque leemos algo que llama nuestra
atención, y a partir de ahí comienza a desempolvarse el recuerdo.
Ese trabajo de recordar quienes somos, lo podemos
hacer solos o en compañía. Con independencia de que el camino lo hemos de
recorrer en soledad, podemos tener algún instructor que nos indique cuales son
los pasos a seguir.
De la misma manera que un guía turístico tiene que
conocer el camino, las peculiaridades, los monumentos, los lugares donde poder
hacer las necesidades físicas, las tiendas para comprar recuerdos y los museos de
aquello que va a mostrar a sus acompañantes, de la misma manera que el maestro
de escuela o el profesor de universidad tienen que haber demostrado sus
conocimientos para ejercer sus profesiones y conseguir una plaza, los guías
espirituales también tienen que haber recorrido el mismo camino que van a
enseñar a los que se van a iniciar en el camino de vuelta a Dios.
Pero como en ese camino de retorno a la casa del
Padre hay múltiples estaciones, es normal que los guías estén especializados en
cada una de las distintas etapas del recorrido.
Hemos de tener presente que todos los que estamos en
la vida estamos recorriendo el mismo camino, los guías también. Ninguno de ellos ha realizado el camino en su totalidad, pero si es necesario que para enseñar un tramo lo haya recorrido, si por ejemplo, el camino
tuviera veinte tramos, el guía que nos enseñe el tramo número quince, lo normal
es que él ya haya pasado por ese tramo, para conocer cuáles son los puntos en
los que se van a encontrar las mayores dificultades, para conocer las bondades
de ese tramo, para conocer como enlazar con el tramo siguiente.
Ya tenemos claro que el camino no se recorre en una
sola vida, y que necesitamos cientos de vidas para encontrarlo y unas cuantas
más para transitarlo. Por eso, en cada vida nos vamos a encontrar con uno o
varios maestros, que puede que nos parezcan definitivos, pero que por supuesto
no lo son; puede incluso que ellos mismos crean que son auténticos maestros.
Desconfiad de los que se presentan como tal.
Se conoce a un auténtico maestro, a un maestro
definitivo porque su cualidad es el Amor. El Amor en todas las facetas de su
vida tanto en su vida pública como en su vida privada. Existen, pero se pueden
contar con los dedos de una mano y no es habitual encontrárselos en mitad de la
calle. De cualquier forma, no todos estamos preparados para tener un maestro
así. Si que podemos escuchar sus palabras, recibir sus conocimientos, leer sus
libros o sentir su energía, asistiendo a algún encuentro con ellos, pero no
será definitivo para nosotros porque nuestro trabajo es muy posible que se esté
desarrollando en otro tramo del camino, lejos de la última etapa.
Mientras tanto sigamos trabajando y siguiendo las
instrucciones de los guías de “mitad del camino”, en las clases de yoga,
asistiendo a encuentros de oración o meditación, realizando cursos y talleres,
leyendo. Pero sin descuidar ni un solo día nuestra práctica personal. Nuestra
práctica es la auténtica maestra porque es ella la que nos va a llevar en
volandas a la finalización del camino en la vida física.