Mi
hijo acaba de caer rendido en su cama. Hoy ha sido su fiesta de cumpleaños. Ya
tiene seis años.
Hasta
hace seis años, mi vida era tranquila, ordenada, previsible, con un control
absoluto sobre mis tiempos. Casi podría decir que hasta era un poco aburrida.
Hoy, sin embargo, mi vida no tiene nada de tranquila, es totalmente
imprevisible, desordenada en grado sumo, y tratando de aprovechar los tiempos
cuando él está en el colegio, desarrollando sus múltiples actividades, (hoy los
padres les dejamos poco espacio a nuestros hijos para que jueguen), o
descansando como ahora mismo.
Pero
hoy ha sido un día especial. Acabábamos de cantar el cumpleaños feliz, había
soplado sus velas, y los animadores de la fiesta nos ofrecieron a su madre y a
mí el micrófono para decir algo, y él, en medio de nosotros, pidió el micro. Se
lo dimos con un poco de miedo, tengo que reconocerlo, por si soltaba alguna de
las suyas. (Los niños son auténticos y dicen lo que piensan sin ningún
problema, y él suele hacerlo con frecuencia). Lo cogió y lo sostuvo en su mano
con una soltura que a veces no tiene para sostener sus golosinas, y comenzó a
hablar, dejando a todos los que le escuchábamos con la boca abierta y el
corazón henchido de emoción.
Fue
un discurso serio, ordenado y coherente. Comenzó dando las gracias a todos por
haber asistido a “su fiesta”, siguió explicándonos lo feliz que se sentía por
estar con todos sus amigos en un día tan especial, y finalizó anunciando que
después de la torta había preparado una sorpresa para sus amigos.
Después
de él hablé yo. No se ni lo que dije, no era importante, ya que después de su
discurso habría hecho falta ser un magnífico orador para desviar la atención
que él había atraído hacia sí de manera magnética.
Hoy
supe que su discurso solo era el primero de muchos, cientos o miles con los que
va a deleitar a sus audiencias. Hoy supe que soy el padre de un Maestro.
Gracias
por haberme elegido hijo mío. Te quiero. Estoy loco por ti.