Es muy difícil la vida del ser
humano cuando deja de vivir en la periferia de la conciencia y comienza a darse
cuenta de que la vida no es lo que está viviendo, ni él, ni sus contemporáneos.
Ese espacio y ese tiempo, en el que los hombres creen que están para satisfacer
los caprichos del ego, para sufrir por sus preocupaciones, para luchar por sus
falsas creencias, para llorar por la desaparición de sus seres queridos, para
batallar con las enfermedades, para alargar, lo más posible, la vida.
Y así, hasta que un día, toma
conciencia de que la vida, es más, porque vislumbra, de alguna manera, que las
opciones para satisfacer los sentidos, que antes llenaban su vida, no le garantizan
la felicidad esperada; que sus luchas para cumplir lo que cree que son sus
prioridades no le satisfacen, aunque tengan un éxito efímero; que con sus
enfrentamientos en materias terrenales, como pueden ser las cuestiones políticas,
religiosas, deportivas, no consigue más que añadir dolor, ansiedad, incomodidad
o miedo.
¡Tiene que haber algo más! Y es en
ese momento de duda y de reflexión cuando, realmente, se ve abocado a un sufrimiento
mayor, originado por la impotencia ante la imposibilidad, aparente, para
cambiar la vida que conoce, la vida que vive, la vida que le exigen y que
esperan los demás.
Es entonces cuando sabe que tiene
que vivir la vida del alma, pero no sabe cómo.
En algún momento, después de ser
consciente el ser humano, de que la vida es algo más, tiene que atravesar una línea
de separación, tiene que existir un punto de inflexión, en el que el hombre se
desprenda del ego, y viva, sin ambages desde el alma.
La historia narra estos puntos de
inflexión que existieron en la vida de grandes Maestros y grandes hombres y
mujeres: Jesús se dirigió al desierto, estando cuarenta días y cuarenta noches,
antes de iniciar su vida espiritual. Mikao Usui (monje zen japonés) afirmó
haber redescubierto la técnica de sanación de imposición de manos, (Reiki),
tras alcanzar satori, (estado máximo
de iluminación
y plenitud), durante un retiro espiritual en el monte Kurama de Kioto. Sakhiamuni
Gautama se sentó debajo de una higuera durante semanas, hasta alcanzar la
iluminación. Santa Rosa de Lima se recogía con fruición a orar y a hacer
penitencia, en un espacio de poco más de dos metros cuadrados, (que todavía hoy
es posible apreciar), practicando un severísimo ascetismo, con corona de
espinas bajo el velo, cabellos clavados a la pared para no quedarse dormida,
hiel como bebida, ayunos rigurosos y disciplinas constantes.
Pero nosotros, hombres y mujeres del
siglo XXI, no necesitamos tanto sacrifico. O ¿sí? Posiblemente lo necesite
alguno, pero serán contados. ¡Bastante tenemos con nuestro dolor! Lo que sí que tiene que existir s ese punto de
inflexión, o esa línea de separación, en la que el ego se retire de sus lindes,
sin ruido, sin lucha, para dejar el camino expedito a los dictados del alma. Ese
punto, ese momento de la vida, en el que el hombre entregue sus miedos, sus
dudas, su dolor y su sufrimiento a Dios.
Ese momento puede ser una enfermedad, la partida
de un ser querido, o cualquier otro acontecimiento que le permita al ser humano
descubrir, en algún resquicio de su dolor, que él no es lo que creía ser, sino
algo mucho más grande. Descubrir e integrar ese conocimiento, hace que se
acaben las preocupaciones, los malentendidos, los sufrimientos.
Esa
es la muerte del ego. Ese es el final del sufrimiento. Esa es la resurrección
del alma.
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