Domingo 25 de diciembre 2022
Hoy
es Navidad y el Niño Jesús, en su infinita magnanimidad, me ha concedido un
maravilloso presente: ¡no tengo que cocinar! Por lo tanto, tengo la mañana
libre. Y va a ser una larga mañana que comenzó a las cinco, cuando apenas
comenzaba a despuntar el día.
Normalmente
es la hora en que me levanto cada día, pero, teniendo en cuenta que se alargó
la Nochebuena, entre la cena, sencilla pero larga, lavar los trastes de cocina
y envolver los regalos que el Señor Noel iba a dejar al pie del árbol, me
acosté un poco tarde. Contaba con que nuestro hijo que, también, se acostó tarde,
para lo que suele hacer cada día, se despertara a inspeccionar los regalos
sobre las siete.
Pero
no. A las cinco sentí algo en mi mejilla. Era Eduardo que me despertaba con un beso
muy suave, mientras me decía, ¿papá, tú crees que ya podremos asomarnos a la
sala a ver si Santa nos ha dejado algún presente? Y, ¿qué podía hacer?, teniendo
en cuenta que es uno de sus mejores días en el año, y que espera, con ilusión,
desde hace 364 días. Pues complacerle y levantarme, no sin antes decirle que
despertara con suavidad a su mamá, para de esta manera, los tres, poder disfrutar
de la sorpresa.
Una
mañana tan larga, hay que aprovecharla, y así, después de muchos días he podido
sentarme, delante de la computadora, a escribir las cosas que suelo escribir en
mi diario que, además, como saben los amigos que se asoman por aquí, suelen ser
bajanades.
Mientras
me limpiaba las babas que me iban cayendo o me secaba las lágrimas que, también,
asomaban a mis ojos, viendo saltar de alegría a mi hijo con su nuevo juego de
Nintendo o disfrutar hojeando uno de los libros que se ha encontrado bajo el
árbol, he pensado que solo por momentos como estos merece la pena vivir la
vida.
Aunque
parezca una tontería eso que digo de que merece la pena vivir la vida, no lo es
tanto, teniendo en cuenta que mi pensamiento, desde hace ya muchos años, es que
la vida me parece muy monótona e, incluso, injusta, por lo que pienso, con
mucha frecuencia, el alivio que debe suponer morir para irse al otro lado de la
vida.
Sin
embargo, sentir el amor y el mimo con que me ha despertado mi hijo para ir a
ver los regalos, cuando él mismo podía haberlo hecho, sin contar con nosotros
que dormíamos a pierna suelta, sentir su emoción y disfrutar su alegría, han
hecho que dé gracias por estar vivo.
He
sido, entonces, consciente, de que para que todo eso se haya dado han sido
necesarias dos cosas: Una estar vivo, y la otra “dar”, “comprender” y, sobre
todo, “amar”.
Si
a las cinco de la mañana, sin apreciar su amor y su cuidado al despertarme y
sin entender su ansiedad, le hubiera dicho que no, que aún era muy temprano, el
ambiente del día habría sido diferente, y no habría disfrutado como lo he hecho.
Mi
enseñanza para esta Navidad ha sido ser consciente de una frase que todos
conocemos: “Es dando que se recibe”. La vida no es esperar “recibir”. La vida
es “dar”. Dar a manos llenas, dar con el corazón, vivir desde el alma. Y ese
dar, no se refiere, solo, a cosas materiales. Es tan o más importante dar
comprensión, dar alegría, colocarse en el lugar del otro. En definitiva, amar.
Está
siendo una gran Navidad. ¡Gracias por la vida!