Paseando por la
ciudad, nos dimos de bruces con la catedral. Surgió de repente, majestuosa y
solemne, en medio del bullicio urbano. Sus torres se alzaban desafiando al
cielo, como si quisieran rozar las nubes con sus pináculos góticos. La fachada,
una sinfonía de piedra tallada, estaba adornada con estatuas de santos y
querubines que parecían cobrar vida bajo la luz del atardecer.
La catedral,
construida en el siglo XII, es un testimonio del ingenio y la devoción de
generaciones de artesanos y fieles. Sus muros de piedra caliza fueron erigidos
con esfuerzo titánico, cada bloque colocado con una precisión casi divina. Los
vitrales, llenos de colores, proyectaban un caleidoscopio de luz al interior,
bañando las paredes y los bancos en un resplandor casi místico.
El campanario, con su
robusta estructura, albergaba campanas cuyo tañido resonaba a kilómetros de
distancia, marcando el paso del tiempo y llamando a los fieles a la oración. En
el interior, el aroma a incienso y cera derretida llenaba el aire, mientras que
el eco de los pasos retumbaba por las bóvedas y los arcos, creando una
atmósfera de reverencia y recogimiento.
Cada rincón de la
catedral contaba una historia de fe y perseverancia. Desde los capiteles de las
columnas, esculpidos con escenas bíblicas, hasta el altar mayor, donde el oro y
la plata relucían bajo la luz de los candelabros, todo hablaba de un pasado
glorioso y una minuciosa dedicación. Así, en medio de la ciudad moderna, la
catedral se erguía como un faro de espiritualidad y arte, un lugar donde lo
divino y lo terrenal se entrelazaban en perfecta armonía.
Era la hora de la misa
y en el altar mayor, un sacerdote, bastante entrado en años, dirigía el oficio,
de manera rutinaria. Eran tantas las misas que debía de haber oficiado que no
necesitaba leer, todo lo sabía de memoria y lo recitaba como un papagayo repite
sus palabras recién aprendidas.
En el púlpito, otro
sacerdote daba instrucciones a los pocos fieles que seguían la misa, casi todos
tan entrados en años como el oficiante. Fue este sacerdote desde el púlpito
quien comenzó la homilía, mientras el oficiante se sentaba como un espectador
más para escuchar a su compañero.
"Tienen que pedir
perdón a Dios por sus pecados", fue el inicio de una plática que parecía
tomar un rumbo demasiado siniestro. Mi hijo, de 10 años, que me acompañaba, me
preguntó de inmediato:
—Papá, ¿Dios nos perdona siempre?
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