Reflexionar
sobre la frase de Buda "somos lo que pensamos" me lleva a una
profunda toma de conciencia: soy el arquitecto de mi propia prisión. ¡Qué
paradoja! Soy yo quien forja las cadenas que me atan, yo me exilio
voluntariamente y me condeno al sufrimiento.
Continuando
con esta línea de pensamiento, podría parecer sencillo abrir la puerta de la
celda que me mantiene cautivo y abrazar la libertad. Sin embargo, surge la
duda: ¿alguna vez he sido verdaderamente libre? La respuesta parece ser
negativa, ya que me encerré en mi propio laberinto mental desde el momento en
que empecé a pensar.
Entonces,
¿debería dejar de pensar para ser libre o, simplemente, aprender a dirigir mis
pensamientos? La tarea es ardua. Los pensamientos surgen espontáneamente,
cargados de una energía abrumadora que puede manifestarse en alegría, tristeza
o soledad.
¿Puede
ser que el problema sea que no tengo conciencia de mí mismo?, ¿es posible que
si tuviera conciencia de mí se abrirían, de par en par, las puertas de mi
propia cárcel? Debo de reconocer que hay aspectos de mí que desconozco, lo que
podría explicar por qué hay días en que amanezco radiante de felicidad y, sin
previo aviso, me sumerjo en la desolación y la desesperanza antes del mediodía.
La clave debe ser ir más allá de mi propia realidad. De eso que yo creo que es real y que, sin embargo, solo es una creación de mi conciencia. Las barreras que siento, o creo sentir, son sin duda autoimpuestas. La libertad, entonces, podría encontrarse no en la ausencia de pensamiento, sino en la habilidad de navegar y orquestar la sinfonía de mi mente.
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