¿Te
puedes llegar a imaginar cómo sería la vida, si consiguiéramos que nuestra
mente permaneciera siempre en absoluto silencio, sin esperar que se cumpla
ningún deseo, sin juzgar absolutamente nada, sin valorar ningún acontecimiento,
observando el ir y venir de la vida, de la misma manera que podemos observar
absortos el ir y venir de las olas del mar?
En
un principio, la vida continuaría siendo exactamente igual, no hay razón para
que esta varíe: La persona que nos decepciona seguiría comportándose de idéntica
manera, la cuenta corriente se mantendría en los mismos números rojos, nuestro
trabajo continuaría siendo una pesada losa, etc., etc. Pero aunque la vida
continuara desarrollándose de la misma manera, con las mismas penas, con las
mismas alegrías, con los mismos sufrimientos y con las mismas decepciones. Sin
embargo, si habría una variación, y aunque esta variación no fuera en el
desarrollo de la vida, si sería en nuestra percepción de ella. Eso que
calificamos como penas, alegrías, sufrimientos o decepciones, no existiría, en
tanto en cuanto la mente, la encargada de valorar, comparar, juzgar o esperar,
permanecería en silencio.
Y
con la mente en silencio, sin percepción de ningún tipo, ¿Quién se encargaría
de despertar las emociones? Nada ni nadie. Esas emociones que sólo son consecuencia
de los pensamientos, no podrían aflorar al exterior, ya que el resorte
principal que las mueve, que son los pensamientos, permanecerían escondidos en
el cuerpo mental, sin llegar a expresarse en el cerebro.
Entonces,
nuestra vida, o mejor nuestra percepción de ella, de esa vida que sigue manteniéndose
en los mismos parámetros, si que daría un vuelco de ciento ochenta grados, ya
que cualquier acontecimiento, dejaría de tener valor, o mejor, dejaría de ser
valorado por nosotros. Con lo cual, no habría diferencia entre ellos.
Lo
que antes nos causaba pena, ahora es neutro; lo que antes nos irritaba, ahora
es neutro, lo que antes nos alegraba, ahora es neutro; la persona que antes
despertaba nuestra ira, ahora es neutra; y así, cada palabra dirigida a
nosotros, y cada acción, que con rapidez, antes nos afanábamos en valorar o
catalogar en orden de importancia, pasan
ahora como un acontecimiento más de la vida, ya que nosotros no vamos a entrar
a valorar, con lo que la puntuación de esa valoración, que antes generaba una
emoción, ya no nos puede afectar, porque no existe.
¿Esto
se puede conseguir? Por supuesto. Unos ya lo han hecho, y otros lo están
consiguiendo, ¿Por qué tú no? Sólo hay que tomar conciencia de lo que realmente
somos. Somos seres espirituales, fuimos creados perfectos, sin ningún tipo de
vacío en nosotros, sin carencias, y con capacidad de creación. Cuando tomemos
conciencia de nuestra grandeza, nuestra mente, arma poderosísima, dejará de
servir al mundo de la materia para centrarse en el mundo del espíritu, al cual
pertenecemos.
Es
posible que esto te parezcan sólo palabras, difíciles de llevar a la práctica.
No son para nada difíciles. Y si piensas esto, supongo que es porque has
realizado algún intento de vivir la
espiritualidad. O ¿no? Si te siguen pareciendo difíciles de llevar a la
práctica sólo puede ser porque el intento se ha quedado en eso, un intento; o
porque el intento no ha sido bien enfocado.
El
intento ha de enfocarse en dos aspectos, por un lado ser consciente de cuáles
son las debilidades o malos hábitos y trabajar para eliminarlos, aplicando, de
manera consciente la virtud contraria; y por otro lado meditar. Este es un
trabajo que se ha de realizar cada día, de la misma manera y con el mismo mimo
y ahínco con que cuidamos al cuerpo.
Después
de esto, o simultáneamente, esa vida que parecía ser la misma, empieza a
cambiar, y lo hace por nuestro poder de creación. Al variar nuestra energía,
comienza a variar la energía que atraemos. Recuerda que energías de la misma
calidad se atraen, con lo que empezaremos a atraer cosas distintas, con un
resultado claro: La vida cambia, convirtiéndose en esa vida que tanto
anhelabas. Y llega, como casi todo, cuando dejas de desearlo.
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