Es terrorífico, que las dos
actividades que se anuncian como los adalides del bienestar del ser humano, una
dedicada a la materia y la otra al espíritu, sean las promotoras de las
guerras, la desigualdad, la discriminación y la miseria, cuando deberían
reconocer y respetar la dignidad de todo ser humano, sin distinción de raza,
sexo, edad, nacionalidad o credo. Deberían de promover la justicia, la paz, la
solidaridad, la libertad y el desarrollo integral de las personas y de los
pueblos. Deberían saber dialogar, escuchar, colaborar y aprender de los demás,
sin imponer sus ideas o intereses. Deberían tener una visión global y
trascendente de la realidad, y no conformarse con lo superficial o lo
inmediato, sino que busquen el sentido profundo y último de la vida. Deberían
esforzarse por vivir coherentemente con los principios y valores, con
honestidad, humildad, generosidad y compasión.
Pero no ocurre así. Parece que las personas no son su objetivo prioritario.
