Los seres humanos
nos pasamos la vida tomando decisiones con las que deseamos conseguir unos
objetivos que, unas veces se cumplen y otras no tanto. Unas decisiones nos
complacen porque se cumplieron nuestros deseos, calificándolas como acertadas, renegando
de otras que más parecieran ser un castigo por las nefastas consecuencias
producidas.
Aunque todos los
manuales nos dicen que el pasado ya no existe, si echamos la vista atrás
comprenderemos la razón de muchas de nuestras decisiones y, a pesar de ser
conscientes de que muchas de ellas fueron tomadas sin una base sólida y sin
analizar las posibles consecuencias, podemos entender la razón de tales
decisiones por lo que, en su momento, provocaron en nuestra vida.
Por lo tanto, de
la misma manera que nada es bueno o malo, porque “solo es”, ya que el
calificativo es un producto de nuestra mente, las decisiones tampoco son
correctas e incorrectas, únicamente son decisiones. Porque lo que en un
principio parece ser nefasto, analizado a través del tiempo, se comprende que
fue algo necesario para algún aspecto importante de la vida.
Me viene a la
memoria la historia de un campesino chino que circula por la red, de la que no
se la autoría.
Había una vez un campesino chino, pobre pero sabio, que
trabajaba la tierra duramente con su hijo. Un día el hijo le dijo:
- ¡Padre, qué desgracia! Se nos ha ido el caballo.
- ¿Por qué le llamas desgracia? - respondió el padre -
veremos lo que trae el tiempo.
A los pocos días el caballo regresó, acompañado de otro
caballo.
- ¡Padre, qué suerte! - exclamó esta vez el muchacho -
Nuestro caballo ha traído otro caballo.
- ¿Por qué le llamas suerte? - repuso el padre - Veamos
qué nos trae el tiempo.
En unos cuantos días más, el muchacho quiso montar el
caballo nuevo, y éste, no acostumbrado al jinete, se encabritó y lo arrojó al
suelo.
El muchacho se quebró una pierna. - ¡Padre, qué
desgracia! - exclamó ahora el muchacho - ¡Me he quebrado la pierna!
Y el padre, retomando su experiencia y sabiduría,
sentenció: - ¿Por qué le llamas desgracia? ¡Veamos lo que trae el tiempo! El
muchacho no se convencía de la filosofía del padre, sino que gimoteaba en su
cama.
Pocos días después pasaron por la aldea los enviados del
rey, buscando jóvenes para llevárselos a la guerra. Vinieron a la casa del
anciano, pero como vieron al joven con su pierna entablillada, lo dejaron y
siguieron de largo.
El joven comprendió entonces que nunca hay que dar ni la
desgracia ni la fortuna como absolutas, sino que siempre hay que darle tiempo
al tiempo, para ver si algo es malo o bueno.
Sin embargo, el alma si habla, y sabedora de cuál ha de
ser nuestro camino, nos sisea la ruta que hemos de tomar y, a veces, la
tomamos, sin analizar las posibles consecuencias, dándonos de bruces con una
alfombra de pétalos de flores o haciéndonos caminar sobre los puntiagudos
guijarros de un acantilado. Pero los diferentes caminos, si se analizan con
seriedad, con la perspectiva que da el tiempo, podremos comprobar que eran
necesarios.
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