Nada es
bueno, nada es malo, nada es bonito o feo, nada es agradable o desagradable.
Todo eso, no es más que una palabra, un adjetivo, con el que vamos calificando
desde nuestra mente, a cada suceso y acontecimiento que ocurre en nuestra vida,
y lo vamos haciendo en función de las propias creencias y deseos.
Casi todos sabemos que la causa del
sufrimiento es la no consecución de nuestras expectativas hacia algo, es la no
consecución de los deseos, en los que hemos depositado nuestras esperanzas y
expectativas. Los deseos, que son imprescindibles en su inicio, por ser la
espoleta necesaria para poner en marcha cualquier proyecto, una vez iniciado el
camino, han de quedar debidamente aparcados.
Esta es la
teoría conocida, pero nunca aplicada, ya que su aplicación supondría que la
persona ha completado un aprendizaje importante, posiblemente uno de los más
importantes a realizar en este estado de la materia: “no apegarse a los
deseos”. El desapego es una prueba evidente de crecimiento, de ese crecimiento
en el que todos, casi todos más que menos, estamos implicados.
Pero en la
medida en que vamos ascendiendo los peldaños de la escalera de nuestra
evolución, seremos más conscientes de los deseos y de sus consecuencias: de la
euforia que nos invade con su realización o de la tristeza que nos inunda ante
el fracaso, así como de las etiquetas que le vamos colocando a la vida.
Pero la vida
“es”, “sólo es”, “sin más”, sin calificativos. Lo que es bueno para uno, no
resulta tanto para otro, lo que a uno le causa alegría a otro le puede causar
tristeza. Esto, también es conocido por casi todos, pero no somos capaces de
dejar de colocar la etiqueta de bueno, malo, agradable, alegre o triste, a cada
acontecimiento, según va transcurriendo la vida, y lo que es peor, regodearnos y
revolcarnos en la energía que esos adjetivos generan en todos nosotros.
Ya que somos
incapaces de dejar de etiquetar, lo que si podríamos hacer, sería no
refugiarnos en la emoción que la palabra provoca. Sería “no hacer leña del
árbol caído”, es decir, no centrar el pensamiento en aquello a lo que hemos
otorgado el calificativo de “malo”, ya que va a ser entonces, cuando la energía
de ese pensamiento de dolor o frustración, sirva de alimento para nuestros
cuerpos, físico, mental o emocional.
Hemos de
tratar de aceptar, sin más, cualquier acontecimiento. Lo hemos etiquetado, es
cierto, pero a partir de ese momento, sea cual sea la calificación, sólo nos
queda aceptarlo, para evitar las consecuencias que el adjetivo colocado nos
afecte. No hemos de olvidar que cualquier suceso sólo es una lección en la
asignatura del curso de la vida, y de la misma manera que en la universidad
cuando no se aprueba una asignatura, de nada sirve darle vueltas y más vueltas
a la causa del suspenso, ya que lo único que hay que hacer es estudiar un poco
más, para que en la próxima evaluación no volvamos a cometer los mismos
errores. Ocurre lo mismo en la vida.
Por lo
tanto, mientras no seamos capaces de aparcar los deseos, sólo nos queda agregar
una etiqueta más a las muchas que llenan nuestro cajón de la mente, la etiqueta
de la aceptación. ¡Vale!, si hemos etiquetado el suceso como “malo”, hemos de
añadir a continuación una segunda etiqueta, “lo acepto”, así será más liviano
el dolor.
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