Para
aprender a amarme, decidí hacerlo en las partes visibles de mi anatomía, es
decir, en mi aspecto físico.
Y
cambié el modelo. Me comencé a comparar con quien era más bajo, menos atractivo
y menos inteligente que yo. El resultado fue espectacular. Comencé a sentirme
orgulloso de mi aspecto.
Yo era
un calco de mi padre. Por lo tanto, si estaba orgulloso de mis padres, también,
tenía que estarlo de los genes que hicieron que fuera tal como soy. En ese momento
pensé en algo que me habían dicho, aunque no terminara de creérmelo, y era que
yo había hecho una primera elección antes de venir a la vida. Por lo tanto, si
yo era moreno y con ojos negros debía de haberlo elegido. Me sigue pareciendo
una tontería, pero…
En
cuanto a la inteligencia, estaba claro que nunca iba a ganar un Nobel, en
ninguna especialidad, pero cuando me sentaba delante de una computadora esta no
tenía ningún secreto para mí, ni en cuanto al software, ni en lo que respecta
al hardware. ¿Para qué necesitaba más? era suficiente.
Fui
consciente de que compararme con los demás siempre hacía que me sintiera
frustrado, triste, infeliz y, además, generaba en mí un sentimiento de envidia
que no podía ser bueno para mi estabilidad emocional.
Un nuevo
pensamiento comenzó a hacerse un lugar en mi mente, comenzando con una
pregunta: “¿Si tanto me gusta compararme, por qué no lo hago conmigo mismo?,
¿por qué no retarme a ser mejor cada día?, ¿por qué no trato de vencer mis
propios miedos, que es algo consustancial conmigo?
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