Como los 10 minutos iniciales de meditación parece que surtían, en mí, algún
efecto, serenándome durante un tiempo razonable, decidí ir ampliando ese
tiempo, dedicado “a la nada”, porque eso es la meditación para mí, hacer nada,
no pensar, solo ser.
Los objetivos que quería conseguir eran, por un lado, mantener la
serenidad ante cualquier situación y, por otro, no sentir el miedo o la
ansiedad que se apoderaban de mí cada vez que sonaba el teléfono, a altas horas
de la madrugada, para informarme de algún problema grave, que era siempre la
razón de la comunicación.
Trabajaba en una empresa de telecomunicaciones y yo era el responsable
de la instalación, mantenimiento y funcionamiento de las líneas telefónicas de la
mitad de una provincia. Era un trabajo apasionante y muy estresante, que se
agravaba los días en que la naturaleza nos regalaba una tormenta con una buena
cantidad de rayos. Cada rayo podía llevarse por delante un buen número de
líneas telefónicas, por lo que durante todo mi tiempo de trabajo activo no pude
disfrutar de la belleza de las tormentas o de un buen chaparrón, ya que, para
mí, eran como un castigo enviado por Dios que, además de trastocar mi tiempo,
iba a mandar a mi provincia a la cola del ranking nacional en la calidad del
servicio.
Pasé de 10 a 20 minutos de meditación y, de una vez al día a dos veces.
Y se fue incrementando hasta el día de hoy, 30 años después, que medito entre 3
y 6 horas diarias. Es cierto que mi nueva ocupación lo requiere, ya que soy
sanador espiritual y la sanación se realiza a través de mi meditación.
Para mí la meditación es tan necesaria como lo es la comida para el
hambriento o el agua para el sediento. Es la ventilación que necesita mi mente
para agitar y esparcir los pensamientos que se encuentran en una apelotonada
espera para bajar a expresarse a mi cerebro y deja mi mente tan limpia como queda
el ambiente después de una de esas tormentas que antes tanto me mortificaban.
No hay comentarios:
Publicar un comentario