Entre el deseo de ser y el miedo a
fallar, la voluntad se convierte en el campo de batalla donde el alma aprende a
caminar sola
Querido Dios:
Nos has creado, físicamente, con
una perfección digna de Ti, pero de la misma manera que aprendimos a caminar,
tenemos que aprender a movernos por el mapa de nuestras emociones; pero con una
diferencia importante, para aprender a caminar nos tomaban de la mano, para
aprender a manejar las emociones no nos enseña nadie y con nuestra falta de
voluntad nos vamos moviendo de la alegría a la tristeza y de la felicidad al
sufrimiento en función de los acontecimientos que se van sucediendo en nuestra
vida.
A veces me detengo a mirar
atrás, y aunque encuentro momentos hermosos, la sensación que prevalece es la
de haber desperdiciado oportunidades, la de haber cedido frente al miedo,
frente a la pereza, frente a la indecisión. ¿Por qué nos resulta tan difícil sostenernos
firmes en nuestros propósitos, incluso cuando esos propósitos nos hacen bien?
¿Por qué esa tendencia casi automática a postergar lo importante, a dejar para
mañana lo que sabemos que daría sentido a nuestro día?
No es que ignoremos lo que es correcto.
Lo sabemos, a menudo con dolorosa claridad. Y, sin embargo, nos falta el empuje
necesario para actuar en coherencia con ese conocimiento. Dices en muchas de
las voces que te representan que la voluntad es el motor del alma, pero,
sinceramente, Señor, ¿no crees que ese motor viene sin gasolina? Nos
despertamos con ilusiones, sí, pero basta una mala noticia, una crítica, una
rutina pesada… y todo se desinfla.
A veces pienso que nos diseñaste
con un amor inmenso, pero que te faltó incluir un manual para entender el
sistema operativo de nuestra mente y de nuestro corazón. Porque esta batalla
interna entre lo que anhelamos ser y lo que terminamos siendo, entre lo que
sabemos que debemos hacer y lo que finalmente hacemos… desgasta el alma. Y
cuando se repite día tras día, comienza uno a sospechar si somos realmente
libres o si apenas somos marionetas sacudidas por los hilos invisibles de
nuestra emocionalidad voluble.
Y, sin embargo, cuando uno logra
un pequeño triunfo sobre sí mismo, cuando vence una tentación, cuando cumple
con una tarea que había estado postergando, cuando dice “no” donde antes
siempre decía “sí” (o viceversa), siente uno que ha tocado el cielo por un
momento. Entonces comprendemos que esa lucha interna vale la pena, pero… ¿por
qué es tan difícil replicarla? ¿Por qué no podemos sostener ese estado de
gracia un poco más?
Señor, he notado que la voluntad
no se rompe de golpe, sino que se va desgastando poco a poco. Un día haces una
excepción, al siguiente otro desliz, y cuando te das cuenta, ya te has alejado
kilómetros de quien pretendías ser. Y lo peor es que seguimos andando como si
no pasara nada, justificándolo todo con frases como “mañana empiezo” o “es que
estoy cansado” o “no soy perfecto”. Lo sabemos, no somos perfectos. Pero ¿no podrías
habernos hecho un poco más fuertes frente a nuestras propias excusas?
Y no me malinterpretes, no te
escribo desde el reproche amargo. Te escribo desde la necesidad de comprender,
desde el cansancio de arrastrar una libertad que se vuelve pesada cuando no
sabemos usarla. Porque cuando no ejercemos nuestra voluntad, somos esclavos.
Esclavos del placer inmediato, del miedo, del “qué dirán”, de los impulsos. Y
aunque nos desagrada reconocerlo, hemos aprendido a vivir más cómodamente en la
sumisión a nuestros impulsos que en la lucha por mantenernos fieles a nuestros
valores.
A veces pienso que, si me dieras
solo cinco minutos con la voluntad de un santo, podría cambiar el curso de mi
vida entera. Pero luego recuerdo que los sbantos no la recibieron como un regalo
mágico: la construyeron a golpe de caídas y de perseverancia. Y eso, en vez de
consolarme, me abruma, porque sé que esa perseverancia también depende de mí… y
justo eso es lo que siento que me falta.
Nos diste el libre albedrío, y
con él, la posibilidad de ser héroes o cobardes de nuestra propia historia.
Pero muchos días no somos ni una cosa ni la otra: solo espectadores de nuestra
propia vida, mirando cómo se nos escapa de las manos lo que más queríamos
lograr.
No sé si esta carta es una
súplica, una queja o simplemente una forma de no sentirme solo en esta lucha
interior. Pero necesito saber que estás ahí, que no nos dejas solos frente a la
fragilidad de nuestra voluntad, que en algún rincón de tu silencio hay un “te
entiendo”, incluso cuando no nos entendemos ni a nosotros mismos.
Gracias por escucharme, incluso
cuando no tengo fuerzas para hablarte con fe.
CARTAS A DIOS -Alfonso
Vallejo
No hay comentarios:
Publicar un comentario