No sólo
existe aquello que se ve con los ojos. Existen muchas otras cosas que no se ven,
y que están ahí, algunas de ellas de vital importancia para nuestras vidas,
entre ellas la más importante de todas: Dios.
No vemos el
aire que respiramos y nos está dando la vida, no vemos el calor del sol y es de
vital importancia para el mantenimiento del cuerpo físico, no vemos el perfume
ni el aroma de las flores y son embriagadores para los sentidos, no vemos ni el
olor de la leña quemando en el fuego, ni el aroma del pan recién orneado, ni el
olor a tierra mojada, ni el olor a mar; y están ahí formando parte de recuerdos
imborrables de nuestras vidas.
No vemos
cosas como la alegría o la tristeza, aunque vivamos sus efectos. No vemos el
miedo que nos paraliza. No vemos la soledad, para unos, alegría serena y para
otros, una pesada losa. No vemos la envidia que corroe desde el interior. No
vemos el odio que envenena a cada instante. No vemos la ternura, ni la dulzura,
que llegan a humedecer nuestros ojos.
¿Donde quedarían la ilusión, la energía, el frio, la fe, la gratitud, la soberbia, el perdón, la voluntad, la confianza, el alma o la conciencia?
No vemos
tampoco los pensamientos que son los únicos responsables de la vida que estamos
viviendo, y de nuestro estado emocional y físico.
No vemos a
los ángeles, ni a los maestros, ni a los guías, ni a los santos, ni a los que
nos han precedido en la vida, y les rezamos, y les bendecimos, y les pedimos, y
les suplicamos.
No vemos la felicidad, ni la paz, ni el amor,
y son el vehículo que nos van a llevar directamente a Dios.
¡Que
paradoja!, tampoco vemos a Dios, y Dios lo es Todo.
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