“Incluso la chispa más tenue basta para que
el cielo escuche”
Querido hijo:
Dices que te abruma “amarme
sobre todas las cosas”. Que, al recordar ese mandamiento, el desánimo te
invade. Y entiendo por qué. Porque cuando se lo mira desde el miedo, parece una
exigencia imposible; pero cuando se lo mira desde el amor, se convierte en la
más hermosa invitación. No quiero que me ames como si de ello dependiera tu
salvación —aunque en cierto modo así sea—, sino como quien, habiendo
descubierto una fuente inagotable, ya no desea beber de otra agua.
Amar sobre todas las cosas no
significa amar menos a los demás. Significa amarlos mejor. Significa amar al
prójimo sin convertirlo en un ídolo, amar tus proyectos sin que te posean, amar
la belleza del mundo sin aferrarte a ella. No te pido que dejes de amar lo
terrenal, sino que encuentres en Mí el horizonte que da sentido a todo lo
demás. Porque cuando Me amas primero, todo se ordena, todo florece en su lugar.
Tú te miras y te sientes pobre,
apagado, tibio… ¿pero acaso no fue esa misma sensación la que trajo a Pedro a
llorar amargamente tras negar a mi hijo? ¿No fue ese quebranto el que permitió
a los profetas comprender que mi amor no depende del mérito humano? El amor que
me tienes —aunque lo sientas pequeño— vale, porque nace de una libertad herida
pero aún abierta. Y eso es lo que Yo miro: el intento, la intención, el suspiro
hacia lo Alto en medio del polvo.
Dices que no sabes cómo amarme.
Que no estás seguro de hacerlo bien. Hijo, ¿quién ama bien? ¿Quién puede decir
que su amor es digno de Mí? ¿No ves que incluso los santos a veces callaban,
sabiendo que toda palabra era insuficiente? Pero, aun así, me daban su tiempo,
su mirada, sus gestos cotidianos. No te pido oraciones perfectas, ni éxtasis
espirituales. Te pido el amor sencillo: ese que se expresa en una mirada al
cielo cuando sale el sol, en una renuncia humilde por el bien de otro, en el esfuerzo
de levantar la cabeza cuando todo pesa.
Te duele no tenerme en el
centro. Pero si me lo confiesas, si me lo ofreces, ya estás empezando a
colocarme allí. No temas tus caídas. Lo que me duele no es tu debilidad, sino
cuando dejas de levantar la mirada. Porque mientras me mires —aunque sea de
lejos—, hay esperanza.
Hablas de luces apagadas, de
velas que apenas chispean. Pero hijo, recuerda: incluso la más tenue llama
ahuyenta la oscuridad. No desprecies los pequeños actos de amor que me ofreces
cada día. No te compares con los fuegos de otros, porque Yo soplo distinto en
cada alma. La tuya tiene un aroma único que me deleita, aun cuando tú no lo
percibas.
Es cierto: amar requiere
decisión. No siempre vendrá el sentimiento. Y eso no te hace menos valioso.
Amar sobre todas las cosas se aprende en la fidelidad cotidiana, en regresar a mi,
aunque ayer te hayas alejado, en hacer espacio para mí entre los ruidos y las
prisas. Tal vez no me sientas con fuerza, pero si eliges apartar cinco minutos
para hablarme —como lo haces ahora—, estás dándome el primer lugar, estás
amándome sobre las mil urgencias que intentan robarte el alma.
No te estoy esperando en la
cima. Te acompaño desde la base. No quiero una obediencia movida por temor,
sino por amor. No te exijo sacrificios que destruyan lo humano, sino ofrendas
que lo santifiquen. Cuando trabajas con entrega, cuando perdonas, cuando luchas
contra una tentación, estás amándome. Sí, incluso allí, en ese campo de batalla
que llamas “corazón humano”.
Dices que te abruma ser tibio.
Que a veces no sabes ni qué lugar ocupo en tus días. Déjame decirte algo que
quizás nadie te dijo: Yo no me he ido. Estoy en el fondo de ese cansancio,
esperando que me mires. Estoy en el amor que sientes por quienes te rodean, en
tu anhelo de paz, en tu búsqueda de sentido. Yo soy esa voz que no grita, pero
no deja de hablarte.
No te amo por cuánto me amas. Te
amo porque soy tu Creador. Y porque sé que, a pesar de tus distracciones, a
pesar del ruido del mundo y de tus propias contradicciones, dentro de ti hay un
deseo profundo de vivir en verdad. Ese deseo es la chispa con la que puedo
encender el fuego.
¿Recuerdas al joven rico del
Evangelio? Guardaba los mandamientos, era piadoso, pero no pudo seguirme porque
amaba más sus posesiones. Tú, en cambio, reconoces con humildad tus
resistencias y aun así me buscas. Eso ya es seguimiento. No siempre con pasos
firmes, lo sé. Pero ¿quién camina sin tropezar?
Amarme sobre todas las cosas no
se trata de no fallar nunca, sino de volver siempre. De elegir ponerme en
primer lugar incluso cuando el corazón está dividido. Cada vez que lo haces,
estás cumpliendo el mandamiento más grande.
No temas lo lejos que te crees.
Lo importante no es la distancia, sino la dirección. Y tu carta me dice que
caminas hacia Mí. No solo con palabras, sino con una sed que no puede ser
saciada por nada del mundo. Esa sed me honra. Esa sed me mueve a buscarte
también.
Así que te invito a seguir
caminando, sin exigencias desmedidas, sin compararte, sin desesperar. Solo con
la sencillez del que ama como puede, con lo que tiene. Yo te haré crecer. Yo
haré arder lo que ahora apenas late. Solo déjame entrar. No una vez, sino cada
día. No con fuegos artificiales, sino como la brisa suave que se cuela por una
ventana abierta.
Gracias por confiarme tu
debilidad. En ella puedo hacer maravillas. No olvides: mi mandamiento es una
promesa disfrazada. Porque cuando me amas sobre todo, el alma encuentra su
hogar. Y entonces todo lo demás —el mundo, tus luchas, tus vínculos— cobra su
verdadera luz.
Yo te bendigo.
CARTAS A DIOS – Alfonso Vallejo.