El viaje del alma

El alma no tiene raza, no tiene religión, solo conoce el Amor y la Compasión.
Todos somos seres divinos, hace miles de años que lo sabemos, pero nos hemos olvidado y,
para volver a casa tenemos que recordar el camino. BRIAN WEISS




viernes, 22 de agosto de 2025

Desde el silencio


 


 

“A veces, el alma necesita escribir lo que el corazón ya ha susurrado mil veces.”

     Querido Dios:

     Siempre que comienzo a escribirte, me siento un poco ingenuo. ¿Cómo hacerte partícipe de mis dudas, de mis miedos y de mis ilusiones más íntimas, cuando Tú ya lo sabes todo? Porqué sé que estás en mi interior, en cada pensamiento, en cada aliento, y porque sé que vivo en Ti.

Pero me hace ilusión escribirte, porque una carta es más lenta que un pensamiento. Me permite dedicarte más tiempo, permanecer contigo más allá de la fugacidad de la mente. Un pensamiento es veloz—puedo preguntarte algo y recibir la respuesta en un instante. Pero al escribir, cada letra aparece con lentitud, casi como si te acariciara, entregándote cada palabra con calma y devoción. 

Todo este preámbulo es para confesarte lo que ya sabes, no desde que camino por la vida, sino desde el primer aliento de la Creación: mi mayor deseo es alcanzar la iluminación. 

Aunque... ¿existe realmente eso que, las almas que habitamos la materia, llamamos iluminación? Yo la entiendo como un estado de profunda comprensión y conexión Contigo, un despertar que me permita ver la realidad con claridad, libre de engaños y distracciones mundanas. Creo que su manifestación más pura es la paz absoluta, ese estado de felicidad permanente. 

¡Vaya desafío! 

Mis creencias sobre Ti han cambiado a lo largo de los años. De niño, te imaginaba como me enseñaron: un Señor anciano, vestido con túnica blanca, con el cabello y la barba igualmente blancos, que todo lo ve y quiere que seamos buenos. Me aterraba tu mirada constante, pues no podía esconderme de Ti como lo hacía de mi madre cuando cometía alguna travesura. Peor aún, tenía miedo de morir, porque el infierno parecía una condena inevitable. 

Luego, en la adolescencia, el terror se convirtió en pavor, horror y espanto. Ya no hacía tantas travesuras, pero me masturbaba a diario, sintiéndome culpable por quebrantar mandamientos: Actos y pensamientos impuros, desear a la mujer del prójimo, no santificar las fiestas y, peor aún, no te amaba. Te temía. Y como tampoco me amaba mucho a mí mismo, pues me juzgaba sin piedad, estaba claro que no amaba a mi prójimo. Era evidente: “estaba condenado”. 

Pero vivir en ese estado de pavor permanente era insostenible. Así que tomé una decisión drástica: dejé de pensar en Ti. 

“Si no te miraba, no sufría”. Al menos, podía disfrutar sin culpa de mi propia existencia y del éxtasis de mis orgasmos sin sentirme culpable. 

Durante años viví sin que ocuparas mi pensamiento. Me cuestionaba tu supuesta bondad. ¿Cómo podías ser misericordioso y al mismo tiempo condenar a tus hijos al fuego eterno? Ese Dios me parecía más farisaico que Judas y Caifás juntos. 

Y así fue... hasta que la espiritualidad me encontró. 

El yoga, la meditación y el silencio interior me hicieron replantear todo. Tuve que desaprender. Primero, comprendí que las religiones—aunque necesarias porque nos hablan de Ti—también están llenas de intereses, reglas y estructuras humanas. Me alejé de dogmas y doctrinas para redescubrirte en mi interior. 

Segundo, construí nuevas creencias. 

Y menos mal, porque en ellas ya no hay mandamientos, ni pilares, ni leyes, ni normas. Sólo un principio fundamental: somos lo mismo, y debemos amarnos como Tú nos amas.

Por un tiempo, pensé que ya lo tenía todo hecho. ¡Meditaba hasta cuatro horas diarias! Me sentía cerca de la iluminación. 

Pero como decía Alfonso X el Sabio: "Los cántaros, cuanto más vacíos, más ruido hacen." 

En la espiritualidad no se trata de saber, sino de vivir, experimentar y transformar. Es un camino que no solo se aprende, sino que se aplica e interioriza en cada acción y pensamiento. 

Por eso sé que, estoy lejos de la iluminación. Pero al menos, ahora lo sé. 

Gracias Señor.

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