Solo quien extraña, ama.
Y solo quien tropieza, camina hacia
el Amor que no falla.
Querido Dios:
¿Cómo se ama a Dios sobre todas
las cosas cuando el corazón, tan dividido, se dispersa entre mil afectos y
preocupaciones? Me abruma ver cuánto de mi atención, de mi tiempo, de mi deseo
se inclina hacia lo terrenal, lo pasajero, lo inmediato. Y no siempre hacia lo
malo, no; muchas veces hacia cosas buenas: las personas que amo, mis
responsabilidades, los sueños que abrigo. Pero, aun así, al compararlos Contigo,
me doy cuenta de que Tú quedas en segundo o tercer plano. Incluso a veces, ni
apareces en la ecuación. Y eso me duele.
Porque te amo, Señor. Al menos,
quiero amarte. Pero no sé si sé hacerlo bien. Me enseñaron oraciones, me
hablaron de Ti, he escuchado relatos de santos y místicos que ardían en pasión
por Ti… y yo me siento como una vela apagada. Apenas chispeo, apenas tiemblo. Y,
sin embargo, aquí estoy, hablándote, escribiéndote, tratando de abrir mi alma
para que algo de luz entre en esta oscuridad.
El mandamiento no dice solo que
te ame, sino que te ame “sobre todas las cosas”. Eso es lo que me estremece.
Porque no basta con amarte un poco, o amarte cuando tengo tiempo, o amarte
cuando necesito ayuda. Se trata de poner todo lo demás por debajo. Pero ¿cómo
se hace eso sin volverse indiferente a lo humano, sin dejar de amar al prójimo,
a la familia, a la vida misma?
Supongo —y corrígeme si me
equivoco— que no se trata de amar menos a los otros, sino de amarlos desde Ti,
a través de Ti, en función de Ti. Que amarte sobre todas las cosas no significa
excluir lo demás, sino ordenar el corazón para que todo lo demás gire en torno
a ese eje central que eres Tú.
Pero aun sabiendo esto, sigo
fallando. Porque me dejo seducir por tantas otras “cosas” que terminan robando
el primer lugar que te pertenece: mi comodidad, mi imagen, mi teléfono, el
ruido, la inmediatez, el querer tener siempre razón… a veces incluso mi miedo a
perder, o a sufrir, ocupa más espacio en mí que; Tu presencia. ¿Cómo se ama
sobre todas las cosas si el corazón es un campo de batalla?
Y entonces me invade otra
pregunta dolorosa: ¿te duele a Ti esta distancia? ¿Sientes Tú también mi
frialdad, mi distracción, mi olvido? ¿O simplemente aguardas, como el padre del
hijo pródigo, sin reproches, solo con el deseo de verme regresar? Si es así,
qué ternura la Tuya, qué paciencia infinita…
Yo quiero aprender a amarte como
Tú mereces. Pero no sé por dónde empezar. A veces creo que necesito
desapegarme, renunciar, ayunar de mis distracciones. Pero otras veces siento
que la clave está en conocerte más, en dejarme fascinar por Tu belleza, en
enamorarme realmente. Porque uno solo puede amar lo que conoce. Y aunque sé
mucho sobre Ti, aún me siento lejos de Ti.
He notado que en los momentos en
los que me detengo a contemplar —el cielo de la tarde, la risa de un niño, la
música que toca el alma, la bondad de alguien— algo en mí se estremece y
pienso: “Eso viene de Dios”. Y en ese instante, brota un amor genuino. Quizás
ahí está la pista: encontrarte en las cosas, y desde allí elevar el corazón.
También he comprendido que este
mandamiento no se sostiene solo por una emoción. Amar sobre todas las cosas es
también una decisión, un acto de la voluntad. Es seguir eligiéndote incluso
cuando no siento nada, cuando la oración se vuelve árida, cuando me parece que
estás callado. Porque el amor auténtico no es solo sentir, es permanecer.
Entonces, tal vez no esté tan
lejos como creo. Tal vez el simple hecho de dolerme por no amarte como debería,
ya es una forma de amor. Porque solo quien te desea, quien te busca, quien
reconoce tu ausencia, puede aspirar a amarte más.
A veces me he preguntado por qué
pusiste ese mandamiento en primer lugar. Y sospecho que es porque cuando Tú
ocupas el centro, todo lo demás se ordena. Cuando te amo sobre todas las cosas,
no solo te doy el trono, sino que mi alma encuentra paz. El corazón humano fue
hecho para Ti, y solo en Ti descansa, como decía San Agustín.
Y, sin embargo, sigo tropezando.
Sigo cayendo en el ruido del mundo, en la autosuficiencia, en las idolatrías
modernas que se disfrazan de éxito, productividad o entretenimiento. A veces
hasta me enorgullezco de controlar mi vida sin darte lugar. Y luego, cuando
todo se desmorona, vuelvo a Ti como un niño perdido. ¿Cuántas veces más me
recibirás? ¿Hasta cuándo aguantarás mi tibieza?
Y la respuesta me llega como un
susurro: “Siempre”. Porque Tú eres fiel, aunque yo no lo sea. Porque tu amor no
se basa en mi mérito, sino en tu naturaleza. Tú eres Amor. Y eso me consuela.
Porque si amar sobre todas las cosas se siente, para mí, tan inalcanzable, sé
que Tú ya me amas, por encima de todas mis debilidades. Y que ese amor me
sostiene.
Así que, Señor, aunque me sienta
indigno, aunque me vea lejos, aunque el mandamiento me duela porque no lo
cumplo… no dejaré de intentar. Quiero que un día, sin darme cuenta, mi corazón
te haya puesto en el lugar que mereces. Quiero que toda mi vida sea una
respuesta silenciosa al amor con el que Tú me amaste primero.
Ayúdame a amarte más. A buscarte
más. A elegirte más. Porque sé que en eso reside la plenitud para la que fui
creado.
Con
reverencia sincera, tu hijo que sigue aprendiendo a amar.
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