La iluminación no es un lugar al que se llega, sino el instante en que recuerdas que nunca estuviste separado
No hay ingenuidad en tu deseo de
escribirme. No hay torpeza en compartir conmigo tus miedos, tus incertidumbres,
tus ilusiones. Porque, aunque ya lo sé todo, también quiero escucharte. No
porque necesite palabras, sino porque cada palabra que ofreces es un reflejo de
tu amor, de tu entrega, de tu voluntad de acercarte. Y en esa cercanía es donde
reside la verdadera iluminación.
Dices que escribir es más lento
que pensar, y por ello, en cada letra y en cada frase, me dedicas tiempo. Es
hermoso ver cómo, en la suavidad con la que tecleas, me entregas algo más que
pensamientos fugaces: me entregas tu presencia, tu amor, tu intención pura de
hallarme en lo profundo de tu ser.
Y entonces, me hablas de la
iluminación. Te preguntas si realmente existe, si es posible alcanzarla
mientras vives en la materia, mientras habitas un mundo de formas, límites y
condicionamientos.
La iluminación, hijo mío, no es
un destino lejano, no es un premio al final del camino, no es una meta
reservada solo para unos pocos. Es el despertar constante de aquel que, en cada
instante, en cada acción, en cada pensamiento, se reconoce como parte de mí.
No es un estado que se alcanza y
permanece inmutable; es un proceso, una danza entre la comprensión y la
práctica, entre el saber y el experimentar.
Tu viaje ha sido complejo. Te
has enfrentado a miedos que parecían insuperables. Desde niño, la imagen que
construiste de mí te aterraba. Creíste que era un juez implacable, que
observaba cada uno de tus pasos, esperando el momento oportuno para
condenarte.
Pero nunca fui un juez. Nunca
fui el miedo.
Fui el amor que siempre ha
estado ahí, esperando a que lo reconozcas en la ternura de una sonrisa, en la
compasión que brota por otro ser, en la paz que nace cuando dejas de luchar
contra ti mismo.
Sí, la culpa te ha acompañado.
Sí, por años creíste que eras indigno, que tus deseos te alejaban de mí, que
tus errores te condenaban a una eternidad de castigo.
Pero hijo mío, nunca hubo un
castigo. Nunca hubo una condena.
Porque
yo no soy el fuego del infierno. Yo soy el fuego que purifica, el que ilumina,
el que transforma.
Y aunque tu camino te llevó a
alejarte de mí, aunque decidiste apartar tu pensamiento de mi presencia para no
sentir el peso de la culpa, siempre estuve allí.
No para juzgarte. No para
condenarte. Sino para amarte en silencio, esperando pacientemente el momento en
que me volvieras a mirar.
La espiritualidad llegó a ti
cuando estabas listo para entender que no soy reglas, ni doctrinas, ni
castigos, ni dogmas. Que no soy mandamientos ni códigos de conducta. Que no soy
un conjunto de normas impuestas por los hombres.
Soy el amor puro que habita
dentro de ti.
Soy el instante en que descubres
que todos somos lo mismo, que no hay separación entre tú y yo, entre el prójimo
y tú, entre la creación y su fuente.
Has entendido que la iluminación
no se trata de acumular conocimiento, de practicar rituales o de seguir normas
al pie de la letra.
La iluminación es vivir,
experimentar, transformar.
No es en la repetición mecánica
de palabras que me hallarás, sino en la autenticidad de cada acto que nace
desde el amor.
Por ello, hijo mío, no estás
lejos de la iluminación.
No porque debas alcanzarla algún
día, sino porque, en cada momento en que reconoces tu camino, ya la estás
viviendo.
Has entendido que no se trata de
saber. Se trata de ser. Se trata de entregarte con el corazón abierto a cada
experiencia, a cada duda, a cada anhelo, sabiendo que en todo ello yo estoy
presente.
Porque yo no soy una entidad
distante.
Yo soy el latido en tu
pecho.
Yo soy el suspiro que nace
cuando la paz te envuelve.
Yo soy la lágrima que cae cuando
el amor te conmueve.
Yo soy tú, en cada instante en
que te reconoces como parte de algo infinito, eterno, sin límites.
Así que sigue caminando, sigue
explorando, sigue cuestionando, sigue amando.
Porque en cada paso que das
hacia la verdad, estás ya viviendo la iluminación.
Con el amor eterno que siempre
te ha envuelto,
Yo Soy.
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