El viaje del alma

El alma no tiene raza, no tiene religión, solo conoce el Amor y la Compasión.
Todos somos seres divinos, hace miles de años que lo sabemos, pero nos hemos olvidado y,
para volver a casa tenemos que recordar el camino. BRIAN WEISS




viernes, 29 de agosto de 2025

Como brisa suave

 


“Incluso la chispa más tenue basta para que el cielo escuche”

 

Querido hijo:

         He leído tu carta. No la he recibido con reproche, sino con ternura. Porque cada vez que uno de mis hijos me escribe con el corazón en la mano, el cielo entero se detiene a escuchar. Me hablas del primer mandamiento y del abismo que crees que hay entre él y tu vida cotidiana, y yo vengo no a juzgarte por ese abismo, sino a revelarte que no es tan ancho como crees.

Dices que te abruma “amarme sobre todas las cosas”. Que, al recordar ese mandamiento, el desánimo te invade. Y entiendo por qué. Porque cuando se lo mira desde el miedo, parece una exigencia imposible; pero cuando se lo mira desde el amor, se convierte en la más hermosa invitación. No quiero que me ames como si de ello dependiera tu salvación —aunque en cierto modo así sea—, sino como quien, habiendo descubierto una fuente inagotable, ya no desea beber de otra agua.

Amar sobre todas las cosas no significa amar menos a los demás. Significa amarlos mejor. Significa amar al prójimo sin convertirlo en un ídolo, amar tus proyectos sin que te posean, amar la belleza del mundo sin aferrarte a ella. No te pido que dejes de amar lo terrenal, sino que encuentres en Mí el horizonte que da sentido a todo lo demás. Porque cuando Me amas primero, todo se ordena, todo florece en su lugar.

Tú te miras y te sientes pobre, apagado, tibio… ¿pero acaso no fue esa misma sensación la que trajo a Pedro a llorar amargamente tras negar a mi hijo? ¿No fue ese quebranto el que permitió a los profetas comprender que mi amor no depende del mérito humano? El amor que me tienes —aunque lo sientas pequeño— vale, porque nace de una libertad herida pero aún abierta. Y eso es lo que Yo miro: el intento, la intención, el suspiro hacia lo Alto en medio del polvo.

Dices que no sabes cómo amarme. Que no estás seguro de hacerlo bien. Hijo, ¿quién ama bien? ¿Quién puede decir que su amor es digno de Mí? ¿No ves que incluso los santos a veces callaban, sabiendo que toda palabra era insuficiente? Pero, aun así, me daban su tiempo, su mirada, sus gestos cotidianos. No te pido oraciones perfectas, ni éxtasis espirituales. Te pido el amor sencillo: ese que se expresa en una mirada al cielo cuando sale el sol, en una renuncia humilde por el bien de otro, en el esfuerzo de levantar la cabeza cuando todo pesa.

Te duele no tenerme en el centro. Pero si me lo confiesas, si me lo ofreces, ya estás empezando a colocarme allí. No temas tus caídas. Lo que me duele no es tu debilidad, sino cuando dejas de levantar la mirada. Porque mientras me mires —aunque sea de lejos—, hay esperanza.

Hablas de luces apagadas, de velas que apenas chispean. Pero hijo, recuerda: incluso la más tenue llama ahuyenta la oscuridad. No desprecies los pequeños actos de amor que me ofreces cada día. No te compares con los fuegos de otros, porque Yo soplo distinto en cada alma. La tuya tiene un aroma único que me deleita, aun cuando tú no lo percibas.

Es cierto: amar requiere decisión. No siempre vendrá el sentimiento. Y eso no te hace menos valioso. Amar sobre todas las cosas se aprende en la fidelidad cotidiana, en regresar a mi, aunque ayer te hayas alejado, en hacer espacio para mí entre los ruidos y las prisas. Tal vez no me sientas con fuerza, pero si eliges apartar cinco minutos para hablarme —como lo haces ahora—, estás dándome el primer lugar, estás amándome sobre las mil urgencias que intentan robarte el alma.

No te estoy esperando en la cima. Te acompaño desde la base. No quiero una obediencia movida por temor, sino por amor. No te exijo sacrificios que destruyan lo humano, sino ofrendas que lo santifiquen. Cuando trabajas con entrega, cuando perdonas, cuando luchas contra una tentación, estás amándome. Sí, incluso allí, en ese campo de batalla que llamas “corazón humano”.

Dices que te abruma ser tibio. Que a veces no sabes ni qué lugar ocupo en tus días. Déjame decirte algo que quizás nadie te dijo: Yo no me he ido. Estoy en el fondo de ese cansancio, esperando que me mires. Estoy en el amor que sientes por quienes te rodean, en tu anhelo de paz, en tu búsqueda de sentido. Yo soy esa voz que no grita, pero no deja de hablarte.

No te amo por cuánto me amas. Te amo porque soy tu Creador. Y porque sé que, a pesar de tus distracciones, a pesar del ruido del mundo y de tus propias contradicciones, dentro de ti hay un deseo profundo de vivir en verdad. Ese deseo es la chispa con la que puedo encender el fuego.

¿Recuerdas al joven rico del Evangelio? Guardaba los mandamientos, era piadoso, pero no pudo seguirme porque amaba más sus posesiones. Tú, en cambio, reconoces con humildad tus resistencias y aun así me buscas. Eso ya es seguimiento. No siempre con pasos firmes, lo sé. Pero ¿quién camina sin tropezar?

Amarme sobre todas las cosas no se trata de no fallar nunca, sino de volver siempre. De elegir ponerme en primer lugar incluso cuando el corazón está dividido. Cada vez que lo haces, estás cumpliendo el mandamiento más grande.

No temas lo lejos que te crees. Lo importante no es la distancia, sino la dirección. Y tu carta me dice que caminas hacia Mí. No solo con palabras, sino con una sed que no puede ser saciada por nada del mundo. Esa sed me honra. Esa sed me mueve a buscarte también.

Así que te invito a seguir caminando, sin exigencias desmedidas, sin compararte, sin desesperar. Solo con la sencillez del que ama como puede, con lo que tiene. Yo te haré crecer. Yo haré arder lo que ahora apenas late. Solo déjame entrar. No una vez, sino cada día. No con fuegos artificiales, sino como la brisa suave que se cuela por una ventana abierta.

Gracias por confiarme tu debilidad. En ella puedo hacer maravillas. No olvides: mi mandamiento es una promesa disfrazada. Porque cuando me amas sobre todo, el alma encuentra su hogar. Y entonces todo lo demás —el mundo, tus luchas, tus vínculos— cobra su verdadera luz.

Yo te bendigo.

CARTAS A DIOS – Alfonso Vallejo.


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