Solo necesito una hoja
de papel y un bolígrafo. No hace falta más. En cuanto lo tengo en la mano,
apuntando al papel, algo en mí se transforma. No es magia, ni locura, ni
siquiera un juego. Es una rendición voluntaria al poder de imaginar. Me
convierto en otro. En muchos otros. En todos los que alguna vez soñé ser.
Soy el capitán de un
navío pirata en el siglo XVIII. Mi barco, el “Tempestad Negra”, corta las olas
como cuchilla sobre seda. El viento me obedece, los hombres me temen, y los
mares me respetan. Surco los océanos en busca de galeones repletos de oro, con
mapas robados y leyendas susurradas en tabernas oscuras. El salitre me quema la
piel, pero no me importa. En cada abordaje, en cada cañonazo, en cada grito de
victoria, siento que el mundo me pertenece. Soy libre. Soy temido. Soy leyenda.
Pero el papel me
reclama de nuevo. Y ahora soy el escribidor. No el escritor consagrado, no el
autor de premios ni de portadas. Soy el que lucha por sobrevivir una página
tras otra. El que se enfrenta al vacío blanco como quien se enfrenta a un
monstruo sin rostro. Cada palabra es una batalla. Cada frase, una conquista. Me
duelen los dedos, me arde la espalda, pero sigo. Porque escribir no es solo
contar historias: es resistir. Es existir. Es no rendirse.
Y entonces, sin previo
aviso, me convierto en el hombre que se enfrenta a un fuego. Las llamas rugen
como bestias salvajes. El humo me ciega, el calor me aplasta. Pero allí está
ella: una abuelita atrapada en su casa, con su gato temblando entre los brazos.
No pienso. Actúo. Rompo la puerta, la envuelvo en una manta, la saco entre
chispas y escombros. El gato maúlla, ella llora, y yo sonrío. No soy bombero.
No soy experto. Solo soy alguien que decidió no mirar hacia otro lado.
El
papel tiembla bajo mi mano. Ahora soy el adolescente que descubre el amor. Ella
ríe, y su risa me desarma. Me sudan las manos, me tiemblan las rodillas. Cada
mensaje que le escribo tarda horas en ser enviado, cada palabra es medida como
si fuera oro. Me enamoro de sus gestos, de sus silencios, de sus
contradicciones. Y cuando me besa por primera vez, siento que el universo se
detiene. Que todo lo que soy, todo lo que fui, todo lo que seré, cabe en ese
instante.
Pero el tiempo avanza,
y me convierto en el anciano que recuerda su vida en la soledad de su cuarto.
Las fotos amarilleadas me miran desde la pared. Los relojes ya no marcan horas,
solo nostalgias. Hablo con los muebles, con los libros, con los fantasmas que
me visitan cada noche. Recuerdo a mis hijos, a mis amigos, a mis amores.
Algunos se fueron, otros se perdieron. Pero todos viven en mí. Y aunque la
soledad me abrace, no estoy solo. Estoy lleno de historias.
Soy también el hombre
que lucha por llegar a fin de mes con un sueldo miserable. Me levanto antes que
el sol, viajo en trenes repletos, trabajo en oficinas grises. Mi jefe no sabe
mi nombre, mis compañeros no conocen mis sueños. Pero sigo. Porque tengo una
familia que espera. Porque tengo una dignidad que no se vende. Porque, aunque
el mundo me diga que no valgo, yo sé que cada esfuerzo, cada sacrificio, cada
lágrima, construye algo más grande que yo.
Y entonces vuelo. Soy
el ave que busca el paraíso. Mis alas cortan el cielo, mi canto desafía el
viento. No tengo fronteras, no tengo dueños. Busco un lugar donde todo sea
posible, donde el dolor no exista, donde la belleza sea ley. Lo busco en
montañas, en selvas, en desiertos. Y aunque no lo encuentre, sigo volando.
Porque el paraíso no es un destino: es el viaje.
Pero también soy el
dueño del paraíso. Lo escondo, lo cambio de lugar, lo protejo de los
codiciosos. No quiero que lo encuentren los que lo destruirían. Lo guardo en
palabras, en canciones, en miradas. Lo escondo en cuentos que nadie lee, en
sueños que nadie recuerda. Porque el paraíso, cuando se comparte sin cuidado,
se convierte en mercancía. Y yo prefiero que siga siendo misterio.
Soy el hombre que no
entiende la intransigencia del mundo. No entiendo por qué odiamos lo que no
conocemos. Por qué juzgamos antes de escuchar. Por qué construimos muros en
lugar de puentes. Me duele la violencia, la indiferencia, la arrogancia. Me
duele ver cómo nos alejamos unos de otros. Y aunque no tenga respuestas, sigo
preguntando. Porque entender no es tener razón: es tener corazón.
Y después de todo
esto, me miro en el espejo. Veo a un señor mayor. Las arrugas me cuentan
secretos, las canas me hablan de batallas. Pero en realidad, sigo siendo el
mismo. Nada ha cambiado. O quizás todo ha cambiado. Porque en cada historia que
escribí, en cada personaje que fui, en cada emoción que viví, me encontré a mí
mismo.
No soy uno. Soy muchos. Soy todos. Y todo gracias a una hoja de papel y un bolígrafo.
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