El viaje del alma

El alma no tiene raza, no tiene religión, solo conoce el Amor y la Compasión.
Todos somos seres divinos, hace miles de años que lo sabemos, pero nos hemos olvidado y,
para volver a casa tenemos que recordar el camino. BRIAN WEISS




martes, 20 de septiembre de 2022

Mirando al pasado

 


Capítulo IX. Parte 3. Novela "Ocurrió en Lima"

        Una pregunta martilleaba en mi mente, ¿había merecido la pena haber salido huyendo ante cada posible relación, para vivir en esa asfixiante soledad?

 Poco duró la oscuridad y la pregunta, porque una nueva visión ocupó el espacio donde estaba instalada la oscuridad.

Estaba en la sala comedor de una modesta casa en la que, aparte de la citada sala, contaba con una especie de cocina y una habitación con dos camastros. Se notaba la falta de lujos. Podría
hablarse de pobreza, sin embargo, la falta de dinero no era en nada comparable a la soledad que había sentido con anterioridad. Me sentía pobre o, mejor diría, sin dinero, pero era feliz.

A mi lado, comiendo una sopa en la que, de vez en cuando, aparecía flotando un garbanzo, se encontraban, una mujer y dos niños de no más de diez años.

Por la ropa que llevábamos debíamos estar, por el siglo XIV o XV, en algún lugar de Europa y, en Helena, la mujer que reía con las gracias de nuestros hijos, me pareció reconocer a Indhira.

Llevábamos casados doce años, a pesar de mi cojera. No había muchos trabajos bien remunerados para un tullido como yo, pero eso no fue obstáculo para que Helena y yo nos enamoráramos, perdidamente, el día que apareció ante mí, con unos zapatos para que los arreglara. Era mi oficio, zapatero remendón.

Nuestros hijos de 6 y 10 años eran felices, como nosotros.

En ningún momento tuvo mi esposa ningún género de duda ni por mi defecto físico, ni por mi oficio, ni por mi pobreza. Y yo tampoco. Nos enamoramos y nos casamos a pesar de la oposición de su familia que ilusionaba para ella un marido de alta alcurnia que la sacara a ella y a la familia de la pobreza. En nuestra historia pudo más el amor.  

Desapareció la visión y me encontré, de nuevo, sumergido en la nada. Parecía que, ahora, el intervalo era mayor, dándome tiempo a analizar cada una de las dos situaciones en las que me había contemplado.

Visto desde la objetividad que otorga la distancia, elegiría, sin ninguna duda, la vida del tullido, sin dinero, pero lleno de amor y felicidad, antes que la vida sin sobresaltos del hombre sin problemas económicos, pero triste y solitario, durante toda su vida. Aunque, con la idiosincrasia de la sociedad, con que nos encontramos los seres humanos al llegar a la vida, y con sus enseñanzas, muchos apostarían por la vida del hombre mayor, recluido en la residencia, antes que apostar por la vida de un tullido, pobre de solemnidad y zapatero remendón.

En la composición satírica más célebre de Francisco de Quevedo, “Poderoso caballero es don Dinero”, escrito en el siglo XVI, se hace una exposición y reconocimiento irónico del poder del dinero, que trastorna los valores morales y que induce a las personas a cualquier cosa para poseer riqueza. En la actualidad, tiene una vigencia absoluta o aún mayor que en su época. Vivimos para el dinero.

¡Qué diferente sería la vida si nos enseñaran a ser felices antes que enseñarnos a ganarnos la vida! Porque de tanto enseñarnos a ganar la vida del cuerpo, perdemos la vida del alma, sin remedio.

Y, sin embargo, entiendo que es necesario el dinero, pero las enseñanzas tendrían que mantener un equilibrio entre aquello que necesita el cuerpo y lo que necesita el alma. No podemos olvidar que, sobre todo, somos un alma viviendo una experiencia humana.

Nada más llegar a esa conclusión, una nueva situación apareció ante mí. Estaba en alta mar en una rústica barca, acompañado por otro marinero, de más edad, que era quien manejaba el timón y daba las órdenes de lo que había que hacer.

-    Hijo, echa la red. Este es un buen sitio –dijo el patrón que, por la manera de dirigirse a mí, estaba claro que era mi padre.

Estuvimos pescando toda la noche echando y recogiendo la red. Cuando el sol comenzaba a hacer su aparición, por el horizonte, mi padre puso rumbo a la costa. Había finalizado nuestra jornada laboral

Al llegar a la playa nos esperaba una mujer. Era mi madre. De nuevo me pareció reconocer a Indhira en su mirada. Éramos una familia feliz que vivía en armonía. Yo ya estaba casado y mi esposa, embarazada de nuestro primer hijo, nos esperaba en la casa.

Al poco de nacer nuestro hijo mi padre falleció y mi madre siguió viviendo con nosotros, hasta su muerte, con casi cien años de vida.

Me empezaba a doler la espalda por estar tanto tiempo acostado en el sofá, que, por cierto, no era demasiado cómodo, cuando una nueva visión apareció ante mí. Y no era un hombre. Era mujer. Era una monja que residía en un monasterio en algún lugar de España. Era una comunidad de monjas, allá por el siglo XI. Era la monja más joven del monasterio y, con harta frecuencia, recibía amorosas reprimendas de la madre superiora.

Todas las reprimendas eran ocasionadas por mi ímpetu de juventud que, a pesar de los votos prometidos a Dios de pobreza, castidad y obediencia, mi tendencia natural de rebeldía, ante las injusticias, me llevaban al despacho de la madre superiora con demasiada frecuencia.

Yo pensaba que mi pecado no era tan grave. Me escapaba del monasterio solo para llevar comida a los pobres que, en aquella época, eran mayoría en la población.

He de reconocer que las reprimendas de la madre superiora eran tan suaves que más parecían darme permiso para nuevas escapadas.

La madre superiora volvía a ser Indhira.

La visión avanzó, como una película, a cámara rápida, por toda la vida de aquella monja, que sobrevivió, por pocos años, a la madre superiora. Fue, también, una vida tranquila llena de amor hacia Dios y extrapolaba ese amor ayudando a los más necesitados. 

Sentí como Ángel levantaba su mano de mi frente y, de inmediato, volvió la oscuridad.

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