El ayer ya no
existe, el mañana tampoco y, si me apuran, tampoco existe el presente. Existe
un continuo de tiempo, un continuo de conciencia. Sin embargo, los hombres son
incapaces de vivir ese continuo, ese mágico momento, siempre nuevo, que se va
desgranando ante su conciencia. Pero no lo ven, no lo perciben, no lo sienten
porque se quedan anclados en su pasado maniatando a su conciencia. Dan un salto
para intentar instalarse en el presente, pero tampoco lo consiguen, porque se vuelven
a anclar en otro pasado o, a veces, se pasan en el salto y aparecen en el
futuro.
Con lo cual
viven de recuerdos que solamente existen en su mente y de programaciones de
futuro que solo existen en sus deseos. Y la vida pasa y pasa sin que sean conscientes
de la belleza, de las sincronicidades y de las oportunidades que la vida, en su
eterno discurrir, les presenta una y otra vez.
Ese anclaje al
pasado o ese suspirar por sus deseos de futuro solo es apego. Se apegan a
situaciones, es igual que hayan sido agradables o no, ya no existen, y
enganchados a la situación pasada no pueden ver el ahora, no pueden vivir
porque tienen la vida ocupada, no pueden sentir porque tienen prisioneros a los
sentimientos, no pueden ver porque no miran, no pueden resolver porque tienen congestionada
y llena de ruido su mente.
Viviendo el "ahora" se desapega el hombre del ayer y se olvida del mañana, ¿Quién sabe si
existirá para él un mañana?, y en todo caso, serán sus acciones de hoy las que
determinen cómo será su mañana.
Viviendo
el “ahora” el hombre no solo se responsabiliza de sí mismo, sino que acepta
todo lo que la vida le presenta, que no es, ni más ni menos, que lo que el
mismo hombre había programado para su existencia.
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