Tengo una memoria muy selectiva, o casi mejor llamarla
memoria de pez, todo lo que no es importante para algo en mi vida lo olvido en
tres segundos. No recuerdo títulos de películas, ni de canciones, ni de libros,
no recuerdo caras ni nombres, me pierdo en cualquier ciudad y en cualquier
carretera. En fin, me parece que no podré contar batallitas, ni muchas ni
pocas, cuando sea un poco más abuelo. Supongo que alguien pensará que soy un
desastre.
Pero sí
recuerdo, como si fuera hoy, cuando comencé a hacerme las preguntas del millón:
¿Quién seré realmente?, ¿Vendré de algún lugar?, ¿Qué hago aquí?, ¿Para qué
habré venido?, ¿Iré a algún sitio cuando me muera?
Estaba realizando un curso de
capacitación para comenzar a trabajar en una empresa en la que había aprobado
las oposiciones. Aun no había cumplido los dieciocho años.
Cada día
subía en el ascensor, grande, en aquella época me parecía enorme, con un buen
número de personas, trabajadores de la empresa, y estudiantes como yo. Siempre
he sido tímido y callado, y creo que mejor escuchador que hablador. Es increíble
lo que se puede aprender únicamente escuchando. Sin embargo, en ese ascensor no
aprendía mucho porque siempre escuchaba las mismas conversaciones: Los lunes,
que vaya rollo tener que trabajar después del fin de semana, y los resultados
de la jornada futbolística del domingo, el mejor gol, la mejor jugada, el
resultado más sorprendente, en fin, un resumen completo de casi todos los
partidos. Pensaba entonces, y sigo pensando, a pesar de que yo también tengo
cierta simpatía por algún equipo, que me parecía una tontería comentar con
tanto entusiasmo, las patadas que veintidós niños, forrados de dinero, le daban
a una pelotita. Los martes, miércoles y jueves se comentaban los programas,
muchos de ellos basura, de la televisión, y los viernes, el día grande, todo el
mundo contento porque llegaban dos días de fiesta.
Pensaba entonces
que vaya tontería de vida la de los comentaristas del ascensor, y la de tanta y
tanta gente que hacia lo mismo. Así se pasaban hasta los sesenta y cinco años,
para después jubilarse, enfermar, y más tarde o más temprano morir. ¿Y?, ¿De qué les había servido la vida?, ¿Para
qué les había servido tanta ciencia futbolística o tanto saber de moda o de
dietas de adelgazamiento?
Ante tanto despropósito,
me parece totalmente normal, y me alegro infinito de que mi memoria se
especializara en olvidar tanta simpleza. Sin embargo, tener esta memoria
selectiva, o casi memoria de pez, tiene grandes ventajas. La más importante es que
nadie puede ofenderme. Las ofensas las olvido con la misma facilidad que se me
olvida el día en el que vivo. Vivir de esta manera, sin tener en cuenta lo que
los demás opinen, lo que los demás juzguen o critiquen, tiene grandes ventajas,
¡Soy feliz!, y lo soy, a pesar de que a la mayoría de las personas parece que
la felicidad de los demás les incomoda, y se encargan de meter en el cerebro de
todo el mundo la mayor cantidad de basura que pueden. ¡Pobres de los que no
tienen memoria de pez y recuerdan cada palabra, cada ofensa, y cada
carga de culpabilidad que los demás esparcen generosamente encima de ellos!
La memoria de pez es otra ventaja
para vivir en el presente. No se puede ir al pasado porque no se recuerda y no
se pueden hacer muchos planes de futuro porque no sirven de nada, se me olvidan
enseguida. En fin, que lo que muchas personas pueden calificar como desastre,
para mi es una bendición de Dios.
No sé si los
comentaristas del ascensor se habrán hecho alguna vez las tontas preguntas del
millón. Yo además de hacérmelas, he intentado encontrar las respuestas, y creo
que lo he conseguido, conozco las respuestas, y ahora estoy inmerso en el difícil
trabajo de integrar en mí ser las respuestas.
Continuará………………………
No hay comentarios:
Publicar un comentario