En la fábrica de
botellas de plástico, la maquinaria trabajaba sin cesar, día y noche,
produciendo una botella cada segundo. Las nuevas botellas, al salir del molde,
se encontraban desconcertadas. Habían pasado de ser parte de un todo, una masa
uniforme de plástico en la que se sentían plenas y poderosas, a una existencia
independiente, sin preparación alguna, destinadas a ser el continente de
distintos líquidos: agua, vino, refrescos, leche y más.
Dentro de cada una,
las preguntas se repetían: ¿Estaré preparada? ¿Podré cumplir mi trabajo con
dignidad? ¿Se sentirán mis dueños satisfechos con mi labor?
Lo que las botellas
desconocían era que sus dueños jamás se cuestionarían tales cosas. Para ellos,
la botella era casi invisible, un simple recipiente cuyo valor residía
únicamente en su contenido.
Mientras el dueño
consumía el líquido y, sin pensarlo dos veces, arrojaba la botella a una bolsa
junto a otras botellas vacías, esta seguía con sus devaneos mentales.
¿Y ahora qué? se
preguntaban todas, llenas de incertidumbre. Estaban desconcertadas hasta que
una pequeña botella, que solo había contenido agua, habló con voz tranquila:
—Ahora volvemos a
casa.
—¿A casa? ¿Qué casa?
—preguntaron sorprendidas las botellas que la escuchaban.
—Volvemos a nuestra
casa, a la masa de plástico de la que todas salimos. Volveremos a ser botellas
una y otra vez, hasta que un día, quizás, un dueño descubra nuestra belleza y
nos utilice para guardar arena, piedrecitas o flores.
Muchas personas se
parecen a las botellas. Pasan la vida tratando de agradar a quienes tienen
delante, preguntándose qué pensarán de ellas. Y, en muchas ocasiones, a esas
personas les importa un pimiento. Igual que a los dueños de las botellas.
Mejor les iría
haciendo bien su trabajo y tratando a los demás como les gustaría ser tratados.
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