CUENTO: La Dictadura del Ego
En el silencio de la
noche, mientras las luces de la ciudad titilaban como estrellas artificiales, Antay
reflexionaba sobre su vida. Había construido un imperio: casas, autos de lujo,
viajes y un número incalculable de admiradores virtuales. Pero en el fondo,
sentía un vacío que no podía llenar. Cada conquista, cada elogio y cada éxito
eran como un sorbo de agua salada: en lugar de calmar su sed, lo dejaban más
sediento.
—El ego es un
tirano—le había dicho una vez su abuelo, un hombre de manos callosas y palabras
sabias.
Antay no lo había
entendido en aquel momento. Para él, el ego era el motor de la grandeza, el
impulso que lo había llevado a alcanzar el éxito. Pero esa noche, bajo la luna
que parecía observarlo con compasión, esas palabras cobraron un sentido
perturbador. Había dedicado su existencia a alimentar a un amo insaciable, un
tirano invisible que siempre exigía más.
Recordó cómo había
perdido a su mejor amigo por una discusión absurda, cómo había dejado de llamar
a su madre porque sentía que no entendía su "gran visión", y cómo
había ignorado las lágrimas de María, la mujer que había jurado amar. Todo en
nombre de su ego, ese dictador que siempre le prometía una felicidad que nunca
llegaba.
Se levantó del sofá y
caminó hacia el ventanal. La ciudad dormía, pero su mente estaba más despierta
que nunca. ¿Cómo había llegado a esto? Se había transformado en un prisionero
de sus propios deseos, esclavo de una ilusoria necesidad de validación. Sus
logros, que antaño había celebrado con orgullo, ahora le parecían monumentos
vacíos.
De pronto, algo en su
interior se rebeló. Una chispa de conciencia iluminó la oscuridad. Antay
comprendió que, si el ego era un dictador, también podía ser derrocado. No
sería fácil; ese tirano había construido sus muros con ladrillos de miedo y
cemento de orgullo. Pero si algo había aprendido de su vida era que todo
imperio, por más poderoso que parezca, puede caer.
Decidió comenzar con
un pequeño gesto: tomó su teléfono y marcó el número de su madre. La voz al
otro lado, sonó cargada de sorpresa y alegría, fue el primer rayo de luz en su
camino hacia la libertad.
Esa noche, Antay hizo
un pacto consigo mismo: cada día daría un paso hacia la reconquista de su
humanidad. Sabía que el camino sería largo y estaría lleno de tropiezos, pero
también comprendía que no estaba solo. En el fondo de su corazón, donde el ego
no podía llegar, habitaba una voz más sabia y más amable, esperando ser
escuchada.
La dictadura del ego
no se desmorona con una sola batalla, pero Antay había dado el primer golpe. Y
en ese gesto, por más sencillo que pareciera, yacía el germen de una verdadera
revolución.
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