Cada ser
convive con sus circunstancias. Circunstancias que, en un principio, no parecen
fácil de cambiar, o al menos, no de la noche a la mañana. Tenemos una familia,
tenemos unos amigos, tenemos un trabajo, tenemos un pasado y tenemos unos
deseos de futuro.
Podríamos
decir que son los apoyos que nos permiten desplazarnos a lo largo y ancho de
nuestra vida, son la fuerza, son el acicate, son, dirían muchas personas, su
razón de vivir. Sin embargo, estos apoyos, a veces, parecen resquebrajarse:
Puede ser que la pareja no vibre con la misma intensidad que años atrás, puede
ser que alguno de los hijos no haya elegido el camino adecuado, o que la
enfermedad golpee a uno mismo o a algún ser querido, o que falle el trabajo, o
que se derrumben las expectativas de futuro.
Nadie está a
salvo de contratiempos. Todos estamos expuestos al sufrimiento, al dolor, a la
preocupación.
Mientras
todo es, más o menos perfecto, parece fácil ser feliz, teniendo en cuenta,
además, que un porcentaje muy grande se seres humanos basan su felicidad en que
todas las circunstancias que rodean y complementan su vida funcionen de manera
correcta. Y cuando alguna de esas circunstancias deja de funcionar, parece
lógico que la felicidad se acabe, parece lógico entonces que comience el sufrimiento.
Es muy
difícil en cualquiera de estas o parecidas situaciones que la persona no se
centre en su decepción o en su dolor, y sufra, y se preocupe. Y muy fácil para
los aconsejadores, que somos casi todos, decir a la persona que no sufra ni se
preocupe, que no va a conseguir nada. Ya sabe la persona que sufriendo y
preocupándose no va a conseguir cambiar ninguna de las situaciones que padece,
y aunque hay personas, masoquistas, que disfrutan con el sufrimiento, es bien
cierto, que son muchas más a las que las gustaría dejar aparcado el dolor y la
preocupación. Pero no saben cómo, ya que el pensamiento de su dramática
situación, (para la persona lo es), vuelve a su mente una y otra vez, de día y
de noche, dándose, en algunos casos, la paradoja de que si en algún momento se
distrae de ese pensamiento y disfruta y se ríe, se siente después peor porque
se ha reído, ya que lo considera como una traición a su padecimiento.
Pero se
puede salir de esa situación, aunque para ello hay que trabajar, como para todo
en esta vida. No es fácil, pero se consigue salir con dos actuaciones:
Aceptación y meditación.
La
meditación es buscar el silencio en la mente, por lo que en ese silencio, no
hay pensamiento, ni dramático, ni alegre. La meditación es, además, el alimento
del alma: Cuando más alimentemos el alma, más fuerte estará, (si, ya sé que
suena a chiste, pero es real), y cuanto más fuerte se encuentre, más fácil será
para la persona vivir las cualidades del alma, cualidades que son variadas,
pero ahora nos interesa una: La aceptación.
Aceptar la
situación coloca a la persona en un lugar de serenidad, permitiendo a la vida
que siga su fluir, sin intentar detenerla, lo cual es imposible. Ya sabemos lo
que conlleva “no aceptar”: presión, dolor, frustración, ansiedad.
La aceptación no significa la inmediata
aprobación de cualquier hecho, sea el que sea. Aceptación significa que estamos
abiertos a la experiencia del acontecimiento, que estamos dispuestos a sentir
profundamente, sin resistencias de ninguna índole, cualquier cosa que ocurra en
nuestra vida.
Con
la serenidad que da la meditación y la aceptación, la persona se coloca en un
lugar de privilegio, abierta a la experiencia, para sacar el máximo provecho a
la situación, y poner todos los medios a su alcance, comenzando por la mente
para cambiar esa situación, o colaborar con ella.
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