Parece que
Dios lo tiene todo, tiene la sabiduría, tiene el amor, tiene la belleza, puede
estar en todos los lugares a la vez, nada es imposible para Él, es todo bondad,
tanta bondad, que nos permite vivir la vida que cada uno de los mortales nos
hemos dado, sin inmiscuirse para nada en la vida de ninguno, sabiendo de
antemano cual va a ser el resultado de todas y cada una de nuestras acciones.
Aunque parezca que lo tiene todo, no
es tal, le faltan cosas, le falta todo lo que le tendríamos que dar todos los
seres que estamos encarnados, le falta nuestro amor, cuando curiosamente, es lo
único que hemos venido a hacer a la Tierra: aprender a amar, aprender a vivir
la vida como cuando estamos al otro lado de ella, comportarnos como auténticos
hijos de Dios. Los hay que incluso, no sólo no le aman, sino que le temen.
Iba a decir que tenemos que aprender a
amar, y que al primero que deberíamos amar sería a Él, a Dios, pero no, no
puede haber primero, porque cuando se ama como Dios nos ama a nosotros, que es
como hemos de amar, no hay lugar, ni posiciones, ni cantidad, ni tiempo, ni
ranking, se ama a todos por igual, incluso a Dios, y punto.
Cuando los seres humanos decimos,
(porque es algo que casi todos tenemos claro), que somos hijos de Dios, no
somos conscientes de lo que significa tal afirmación, y no lo somos porque no
la hemos integrado en nosotros, y actuamos a espaldas de Dios, diciendo que
somos sus hijos.
Aunque eso de que actuamos a espaldas
de Dios es una manera de expresar que nuestras acciones no están en
concordancia con nuestra ascendencia, la ascendencia divina, que es lo que
significa ser hijos de Dios. Dios lo sabe, lo sabe tan bien, que ya hace miles
de años nos dio unos mandamientos para cumplir a lo largo y ancho de nuestra
vida, que podían servir como guía para evitar las payasadas que vamos
realizando en cada una de nuestras vidas.
No sabemos amar, aunque también es
cierto que nadie nos lo ha enseñado. Y, sin embargo, son muchas las
oportunidades que tenemos en cada vida física para aprender. Solo tendríamos
que expandir el amor que sentimos por nuestros hijos, por nuestros padres o por
nuestra pareja hacia el resto del mundo, o al menos, al resto de nuestro mundo,
compañeros y amigos, para poder, a través de ese amor llegar a amar a Dios y al
resto de seres humanos. Es cierto que el amor que sentimos hacia los nuestros,
no es el amor que estamos buscando, nuestro amor es un sentimiento, y el
auténtico, el verdadero y el incondicional es una energía. Pero por algún sitio
tenemos que empezar.
Dios es hoy, para casi todas las
personas, un desconocido, o alguien que nos castiga si no cumplimos ciertos
preceptos, o una especie de conseguidor al que acudimos cuando nos acucian los
problemas, del tipo que sean. No nos acordamos de Él para nada más que para
pedir. Y ¿Por qué de la misma manera que pedimos, no agradecemos?, ya que no le
amamos, al menos, seamos agradecidos, o ¿Se supone que lo que consideramos
bueno lo conseguimos nosotros y lo que creemos malo nos lo envía Dios?
Dios nos ama de tal manera, que no le
importa que no le agradezcamos nada, no le importa que no le amemos, ni tal
siquiera llega a notar tal carencia, ya que Él, mejor que nadie, sabe que
dentro de cuatro días, para nosotros, para Él un suspiro, estaremos de vuelta
en casa.
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