El viaje del alma

El alma no tiene raza, no tiene religión, solo conoce el Amor y la Compasión.
Todos somos seres divinos, hace miles de años que lo sabemos, pero nos hemos olvidado y,
para volver a casa tenemos que recordar el camino. BRIAN WEISS




domingo, 18 de septiembre de 2022

¿Ha sido vivida la vida?

 



Capítulo IX. Parte 1. Novela "Ocurrió en Lima"

     Una vez en casa, Ángel me hizo acostar en el sofá. Me pidió una banca pequeña o, algo parecido, para sentarse, de manera que pudiera poner, sus manos en mi cabeza sin forzar la espalda. Como no había niños en la casa no tenía asientos pequeños por lo que habilitamos una caja resistente con mantas encima, para que fuera, un poco más, cómodo.

Sus instrucciones fueron sencillas. Me dijo que cerrara los ojos, que llevara la atención a la respiración y me dejara llevar sin sorprenderme, ni asustarme, por nada de lo que pasara. Lo normal, me dijo, es que te sientas como si estuvieras viendo una película en el que el protagonista eres tú. Me dijo, también, que no hablara hasta el final, a no ser que necesitara decir algo que yo considerara muy importante Mientras respiraba, suave y lentamente, sentí una de sus manos tocando, suavemente, mi frente. De inmediato comencé a sentir una especie de vibración, como una corriente eléctrica de baja intensidad, recorriendo mi cuerpo en oleadas, que circulaban de la cabeza a los pies. Solo había respiración, silencio y oscuridad.

No había pasado mucho tiempo cuando la oscuridad que me envolvía comenzó a abrirse como lo hace el telón en un teatro o los párpados al despertar en la mañana y apareció ante mí una especie de urbanización, con forma circular. La podía ver desde lo alto, como si volara en un avión a baja altura.

Era un complejo formado por un edificio central grande, con una sola planta, que parecía ser el acceso principal. Adosado a él y adosadas entre sí había una treintena de casas pequeñas formando un círculo que se cerraba con otro edificio, más grande que las casas, pero algo más pequeño que el edificio central, justo enfrente del primero, encarado a una de las zonas montañosas de Lima.

El complejo se encontraba vallado, con una distancia de, al menos, cincuenta metros entre la valla y las edificaciones, cubierto de un césped, que parecía, desde mi visión, cuidado con esmero. En la parte interior del círculo, que formaba todo el complejo, había una especie de parque con una fuente central, bancos, estratégicamente colocados, bajo los árboles para resguardar de los rayos del sol a sus posibles ocupantes y jardines con zonas de paseo entre los setos sembrados de flores.

En la entrada del complejo podía leerse “Residencia cielo y tierra”. Era una residencia para adultos mayores. En el edificio central estaba la recepción, la dirección, la sala de visitas, la sala de televisión, la sala de cine, la biblioteca, la capilla y el salón comedor. Las casas adosadas eran todas iguales de no más de treinta metros cuadrados, con una habitación, un baño y una sala de estar pequeña con una tele, una mesita y dos sillones. En la otra edificación que cerraba el círculo, se encontraba la zona médica, compuesta por los despachos médicos, la sala de enfermeras, el consultorio y la zona de recuperación.

Estaba contemplando todo el complejo, vacío, sin gente, cuando, de repente todo cobró vida. Personas iban y venían, paseaban por el jardín y observé sentado en un banco a un señor de unos setenta y cinco años, solo, leyendo un libro.

Estaba claro que yo no tenía ningún poder en la visión que estaba teniendo, porque cuando quise dejar de mirar al señor que parecía ser yo mismo, con mucha más edad, la visión permaneció enfocada en él. Es decir, en mí. La visión era más que una simple visión, ya que podía sentir las emociones que en ese momento estaba sintiendo yo mismo, sentado en aquel banco.

Estaba triste, muy triste. Sentía la soledad en cada célula de mi cuerpo. Había consumido la vida sin haber conseguido formar la familia con la que había fantaseado desde siempre, sobre todo, cuando mis recuerdos volaban hasta la edad en la que aun vivían mis padres y rememoraba los gratos momentos que habíamos vivido los tres juntos.

Era el mediodía. El sol iluminaba en lo alto y calentaba con fuerza. Debía de estar próxima la Navidad porque todo el complejo aparecía adornado con motivos navideños y los típicos villancicos sonaban, uno tras otro, en la recepción y en el comedor de la residencia.

Llevaba allí casi ocho años. Hasta el día en que me rompí una cadera había seguido viviendo solo y trabajando por mi cuenta y, con mucho éxito, lo que me había permitido, tener un importante ahorro que, ahora, me estaba siendo muy útil para vivir en un complejo de la categoría como en el que me encontraba.

Toda la vida la había pasado solo. No había conseguido formar una familia. El miedo al fracaso había sido más fuerte que el sueño de conseguir un hogar como el que había disfrutado en vida de mis padres.

Con la cadera rota, recién operada, solo me quedaban dos opciones, contratar una o varias personas para que me atendieran o ingresar en una residencia. Opté por lo segundo. No noté ninguna diferencia de cuando vivía solo en mi departamento. Incluso, diría que, físicamente, me encontraba mejor, porque no tenía nada que hacer, sin embargo, en cuanto a las emociones se refiere, me sentía solo, muy solo. Nadie me visitaba. Nunca salía a comer con nadie en días señalados. Solo esperaba, pacientemente, el día de la muerte. No tenía otra cosa que hacer, salvo pensar en la inutilidad de mi vida. ¿Para qué había servido?, ¿cuál había sido el objetivo de mi vida?

Pensaba, desde mi atalaya, manteniendo la visión de mí mismo sentado en aquel banco, derrotado, apagado, triste y solo, en las enseñanzas de Ángel y en mi propia experiencia de “complitud”: “Si la vida tiene un propósito, y su cenit es aprender a amar como Dios nos ama, estaba claro que mi vida había sido en vano, porque poco podía haber avanzado en mi asignatura del amor, viviendo en la soledad en que había vivido. Y el responsable de tal despropósito no era otro que yo mismo. No podía culpar a nadie. Mi mente, con mi anuencia, se había pasado la vida imaginado escenas truculentas, en las que, paralizado y sobrecogido por el miedo, había ido descartando cualquier opción de una posible felicidad y con ella mi propio aprendizaje del amor, por el miedo al fracaso, al abandono, al rechazo y a la soledad.

¡Qué paradoja!, he pasado la vida solo por miedo a la soledad, he pasado la vida sufriendo por miedo al sufrimiento, he vivido una vida de fracaso por miedo a fracasar, he pasado la vida rechazando por miedo al rechazo.    

Cuando la tristeza del hombre sentado en el banco de la residencia comenzaba, también, a embargarme, volvió a caer el telón y desapareció la visión tal como había llegado.

Una pregunta martilleaba en mi mente, ¿había merecido la pena haber salido huyendo ante cada posible relación, para vivir en esa asfixiante soledad?

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