Esta semana está
siendo especialmente trágica: Han muerto las ciento cincuenta personas que
viajaban en el avión siniestrado en los Alpes franceses, han muerto otras treinta
y ocho personas más en el choque múltiple en Huarmey (Perú), en el que además
hay ochenta y cuatro heridos; y otros ocho muertos, siete desaparecidos y
veinticinco heridos en el huaico, (desprendimiento o alud de piedras y lodo),
de Chosica, también en Perú, y es posible que algunas desgracias colectivas
más, de las que no llegamos a tener conocimiento.
El
sentimiento general ante catástrofes de estas magnitudes es de consternación,
de dolor contenido e incluso puede ser de indignación, según las circunstancias.
Todos colocándonos, en primer término, en el lugar de los accidentados, pensando
en los momentos anteriores al siniestro, como les debió de ocurrir a los
pasajeros del avión, que durante ocho minutos descendía y descendía hacia una
muerte segura, dramático el dolor, dramática la impotencia, dramática la
desesperación, dramático el terror; y en segundo término, colocándonos en el
lugar de los familiares y amigos de los accidentados, incrédulos, sacudidos de
manera brutal en su estructura humana, con un dolor infinito, desgarrador y
puede que, en un primer momento, algunos, con una pizca de esperanza porque, a
lo mejor, su familiar se había salvado.
En nuestra
civilización, con nuestra mentalidad y con nuestra manera de vivir, la muerte
es inaceptable, vivimos y nos comportamos como si fuéramos a vivir siempre.
Nadie, que no esté gravemente enfermo o lo suficiente mayor como para creer que
ya tiene suficiente número de años, piensa que va a morir. Pero la muerte llega
en cualquier circunstancia, con cualquier edad, en un instante, y la muerte,
que es tremenda en cualquier circunstancia, acaecida en accidentes como los
ocurridos en la presente semana, es trágica, es aterradora, es inaceptable, no
sólo porque sea en grupo, sino porque en esos grupos hay bebés, hay
adolescentes, hay jóvenes y personas sanas, que ni tan siquiera pensaban en que había llegado su momento.
Pero la
vida….., es esto. Nadie nos prepara para morir, es normal, porque ni tan
siquiera nos preparan para vivir, y solamente podemos prepararnos tanto para la
vida como para la muerte, si somos lo suficientemente curiosos para hacernos a
nosotros mismos algunas preguntas, cuyas respuestas nos van a llevar a entender
lo que es la vida y también lo que es la muerte.
Creo que
todos los que nos asomamos a esta ventana tenemos, más o menos claro, que somos
un espíritu, que somos eternos, es decir, que vivimos desde siempre y vamos a
vivir para siempre, sólo que con una forma distinta a la que tenemos en lo que
denominamos vida. El problema está en que este es un conocimiento racional,
para nada integrado en el ser, y podemos hablar y hablar de que somos un alma,
de que somos eternos, pero en el momento en que la muerte llama a nuestra
puerta, no pensamos ni actuamos desde este conocimiento, sino que actuamos
desde la racionalidad de que vamos a vivir en el cuerpo para siempre, y que los
accidentes y la muerte es algo que no va con nosotros, que siempre ocurre a
otros.
Lo que
nosotros llamamos vida bien podíamos calificarla como muerte, ya que, en la
inmensa mayoría de los casos, mientras dura la vida en el cuerpo, nos olvidamos
de lo que realmente somos, estamos en una especie de sueño, del que
despertamos, en un instante, cuando acaece la muerte del cuerpo.
Todos, por
experiencias propias o por experiencias contadas por clarividentes, por clariaudientes
o por psíquicos, tenemos conocimiento de que ya, en el mismo funeral, el muerto
se está paseando entre la gente, sonriente y feliz, despidiéndose de sus
familiares y amigos, intentando que alguien diga a sus familiares lo bien que
se encuentra.
El drama no
es para el que se va, una vez abandonado el cuerpo, el drama es para el que se
queda, que no puede abrazar más al ser querido, que no puede tener su compañía,
que jamás va a volver a verle. El drama es porque se va alguien a quien se ama.
Pero esto no es más que otro error, y sucede porque no solo no nos han enseñado
a vivir ni a morir, sino que tampoco nos han enseñado a amar.
Amar, seguro
que todos lo habéis leído o escuchado cientos de veces, es algo que se da a
cambio de nada, como también habréis escuchado que en el amor, en el auténtico
amor, lo único importante es la felicidad del ser amado. ¿Por qué entonces el
dolor?, ¿Por qué el sufrimiento?, si realmente supiéramos amar, estaríamos
felices porque el ser que se ha ido de nuestro lado, al otro lado de la vida,
está en casa, está feliz, está sin dolor, está despierto, está vivo, y además
se ha ido porque así estaba programado. Estas
deberían de ser suficientes razones para que el dolor, o no fuera tal, o fuera
más liviano.
De cualquier
forma, como aunque tengamos el conocimiento, no está integrado, solo nos queda,
cuando la desgracia llame a nuestra puerta, pedir ayuda a la Divinidad para que
nuestro dolor se atenúe, y cuando la desgracia llame a otras puertas, como en
esta ocasión, acompañar, ayudar y orar.
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