Pues
¿Quién duda que el varón sabio tiene una materia más amplia para desenvolver su
espíritu en medio de las riquezas que en la pobreza? En ésta no hay más que un
género de virtud, no abatirse ni dejarse deprimir; en las riquezas, la
templanza, la generosidad, el discernimiento, la organización, la magnificencia
tienen campo abierto.
No
se despreciará el sabio, aunque sea de pequeñísima estatura, pero preferirá ser
alto. Y débil de cuerpo o con un ojo de menos estará bien, aunque prefiera
gozar de la robustez corporal, y esto a sabiendas de que hay en él algo más
vigoroso.
Soportará
la mala salud, la deseará buena. Pues algunas cosas, aunque tengan poca
importancia para el conjunto y puedan ser sustraídas sin destruir el bien
principal, añaden algo, sin embargo, a la alegría constante que nace de la
virtud. Así las riquezas lo conmueven y alegran como al navegante un viento
propicio y favorable, o un día bueno y un lugar soleado en el frío del
invierno.
Y,
por otra parte, ¿Cuál de los sabios –hablo de los nuestros, para quienes el
único bien es la virtud- niega que también las cosas que llamamos indiferentes
tengan algún valor en sí y sean unas preferibles a otras? A algunas de ellas se
hace algún honor; a otras, mucho.
Y
no hay que engañarse, entre las preferibles están las riquezas. “¿Por qué entonces,
dirás, te burlas de mí, si tienen para ti el mismo lugar que para mí?”. ¿Quieres
saber hasta qué punto no tienen el mismo lugar? Para mí las riquezas, si se
pierden, no me quitarán más que a sí mismas; tú te quedarás pasmado, y te
parecerá que estás abandonado de ti mismo si se alejan de ti; en mí las
riquezas tienen algún lugar; en ti el más alto; en suma, las riquezas son mías,
tú eres de las riquezas.
LUCIO
ANNEO SÉNECA

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