“Estar en el lugar
correcto es saber a quién volver,
incluso cuando
todo tiembla”
Querido Dios:
No me apresuraré a decir que ahora lo
entiendo todo. Sería injusto con mi proceso, con mi humanidad, con esta parte
de mí que aún necesita formular la pregunta, vivir la duda, habitar la sombra.
Pero sí puedo decirte que algo se ha calmado en mi interior. Como cuando cesa
el viento y uno descubre el silencio que estaba debajo. Como cuando el río deja
de golpear las piedras y puede oírse su fluir tranquilo.
Tus palabras no me han conducido a una
respuesta lógica, concreta, ni esperaba que lo hicieran. Me han recordado que
el lugar correcto no es necesariamente el sitio donde todo está claro, sino
donde la verdad empieza a hacerse espacio, incluso en medio del caos. Y en ese
sentido, sí… estoy. Estoy en el lugar donde me permito buscarte, donde me
permito preguntarme, donde acepto no saberlo todo, pero aun así seguir escribiéndote.
Me reconforta que me digas que Tú ya
sabías esta pregunta antes de que yo la formulara. Me da paz pensar que nada en
mí es desconocido para Ti, ni siquiera mis contradicciones, ni mis
vacilaciones, ni los gestos pequeños que nadie más ve. Que Tú estés ahí en lo
que no comparto con nadie, me hace sentir menos solo.
Me dijiste que incluso el desvío puede
formar parte del propósito. Me detengo a pensar en eso. ¿Cuántas veces me he
acusado por tomar caminos equivocados? ¿Por permanecer donde no debía o por
irme cuando aún había algo por vivir? Tal vez me he juzgado con demasiada
dureza. Tal vez he confundido perfección con propósito. Tal vez estar
equivocado no es siempre perder el rumbo, sino aprender a reconocerlo.
También me dijiste que el lugar
correcto puede ser incómodo, doloroso, inesperado. Y me cuesta aceptar eso,
porque mi mente ha aprendido a asociar “lo correcto” con paz, armonía,
certezas. Pero ahora empiezo a comprender que la incomodidad también tiene algo
de sagrado. Que el temblor puede ser señal de que algo se está moviendo en mí
que aún no tiene nombre. Y eso no es malo. Es crecimiento.
Gracias por recordarme que no estoy
aquí para agradar, sino para habitarme. Que no necesito ser la versión ideal
que otros esperan, sino la versión más fiel a mí mismo. Cuánto me cuesta a
veces eso. Cuánto miedo tengo de decepcionar, de no encajar, de ser demasiado o
demasiado poco. Pero si tú me dices que basta con que sea honesto, entonces tal
vez pueda empezar a perdonarme por cada momento en que fui lo que no era.
Me dijiste que escuchas mi fuego. Ese
que arde en las noches, ese que me pide cambio. No siempre lo entiendo, y a
veces lo reprimo. Pero ahora sé que ese fuego también es tuyo. Que no tengo que
apagarlo, sino aprender a avivarlo. Que quizás de ese fuego nacerá la próxima
carta, el próximo paso, la próxima luz.
Y qué alivio, Dios mío, que me digas
que no pediste perfección. Porque ahí es donde a menudo me rompo. Me exijo
tanto que olvido que tú solo me pediste apertura, entrega, amor. Me exijo
respuestas inmediatas, caminos claros, decisiones sin fisuras. Y Tú solo
esperas que te hable, que no te excluya, que no me cierre. Es más simple de lo
que mi ego lo ha hecho.
Me emociona imaginar que incluso cuando
no te siento, estás. Que susurras. Que no gritas. Que esperas. Eso cambia todo,
porque a veces creo que el silencio es abandono. Pero tú me enseñas que el
silencio puede ser compañía, presencia sutil, lenguaje invisible. Que tú no me
fuerzas, que tú no me impones, que tú solo esperas… y eso también es amor.
Así que aquí estoy. No con respuestas,
sino con apertura. No con certezas, sino con disposición. No con fuerza
absoluta, pero sí con fe. Hoy me doy cuenta de que no hay una única forma de
estar en el lugar correcto, y que muchas veces uno está sin saberlo. Como quien
pisa tierra fértil sin notar que bajo sus pies ya está germinando algo.
Gracias por tu carta. Gracias por no
interrumpirme, por no juzgar mi duda, por no exigirme claridad. Gracias por
acunarme con palabras que no me empujan, pero sí me sostienen. Gracias por
recordarme que soy valioso, aunque a veces me sienta perdido. Que soy amado,
aunque a veces no me ame. Que soy escuchado, aunque a veces no sepa cómo
hablarte.
Seguiré escribiéndote. Aunque no
siempre sepa qué decir. Aunque a veces solo te escriba una pregunta, o un
silencio, o un intento. Seguiré escribiéndote porque esa es mi forma de
recordarte, de reconocerme, de reencontrarme.
Y si un día la duda vuelve a visitarme
—como sé que lo hará— volveré a esta carta, y volveré a la tuya. Y volveré a
ti. Porque en el fondo, eso es estar en el lugar correcto: saber siempre a
dónde regresar.
Gracias
Señor.

No hay comentarios:
Publicar un comentario