Quiero dedicar esta entrada a un
amigo, a un amigo que me escribió y me dijo que había leído el post con el
título “Acabo de morir” en el velatorio de su padre que acababa de morir. Y me
comentaba que si algún día me llegaba la inspiración que escribiera para los
que sufren, para los que sufrimos el dolor de la pérdida.
¿Por qué le tienes miedo a la
muerte?, ¿Por qué el sufrimiento ante la pérdida de un ser querido?, ¿Por qué
te produce “repelús” solamente la mención de la palabra muerte?
Hace días colgué un post con el
título “Acabo de morir”, en el que una persona que acababa de morir me permitió
compartir su estado, con el único propósito de ir aliviando o dulcificando el
miedo escénico que casi todos los seres humanos le tienen a la muerte.
Quiero en
esta entrada hacer una reflexión desde el otro lado, desde el lado del vivo que
ve, siente y sufre como se marchita hasta morir alguien querido.
Porque es
muy fácil hablar de la muerte desde la segunda fila, desde el otro lado de la
computadora, desde el lugar donde no te toca en primera persona. Es
imprescindible estar en primera línea para comprobar cómo el sentimiento de
pérdida supera a cualquier filosofía, supera a cualquier creencia.
Supongo que casi todos hemos estado
en esa situación de dolor, en esa sensación de impotencia, en esa sensación de
incredulidad, en esa sensación en la que incluso puedes llegar a dudar de la
existencia y de la bondad de Dios.
La pregunta
de ¿Por qué a mí Señor? Se encuentra en muchísimas mentes de los que contraen
una enfermedad que parece terminal, e incluso en la de sus seres más allegados.
Casi es como pensar porque no enferma el vecino de la otra calle, (al que por
supuesto no conozco y no me va a afectar).
La entrada
de “Acabo de morir” tenía ese propósito. El propósito de que los familiares del
difunto tuvieran la plena seguridad de que la muerte del cuerpo es un alivio,
ya que se pasa a vivir en otro plano con otras condiciones que son mucho más
ventajosas que las que disfrutábamos o sufríamos estando en vida.
Ya parece estar bastante claro, para
bastantes personas, que abandonar la vida física es un regalo, y para el que
muere la muerte es eso, un regalo, pero no lo es para los que nos quedamos. La
pregunta es ¿Por qué?
Si tenemos claro que la vida sigue en
otro plano, en el que todo lo que se vive es paz, amor, alegría y felicidad, y
que es eso precisamente lo que está viviendo nuestro ser amado, ¿Por qué nos
entristece tanto la pérdida, si sabemos, o al menos creemos, que sigue con
vida, con esa otra forma de vida, que es mucho más placentera que la vida
física? La respuesta aunque pudiera parecer fácil, no lo es tanto.
Todo es cuestión de creencia, todo es
cuestión de pensamiento. La frase de Buda “Somos lo que pensamos”, adquiere
aquí un valor máximo. Y con independencia de que el propio pensamiento de la
persona en relación a la muerte, sea que solo es un cambio de consciencia, o
sea que la vida continua a pesar de la desaparición del cuerpo físico, existe
una forma de pensamiento global que cubre la Tierra en su totalidad que
contempla la muerte como el fin de la existencia. Y es claro, dejar de existir es aterrador.
El propio pensamiento de los que
creen en la reencarnación, y que nada acaba con la muerte del cuerpo es más un
deseo que una creencia arraigada e integrada en el ser humano, incluidos muchos
de los que predican la teoría; ya que si viviéramos en esa convicción, y
estuviera integrada en nosotros, traspasar el umbral de la vida no causaría
ningún tipo de trauma. Sería como acostarse a dormir cada día, solo que en vez
de decir “Hasta mañana”, seguramente habría que decir “Hasta siempre”.
Es muy curioso lo que sucede:
Pensamos conscientemente que la muerte no es el fin, (o deseamos que así sea),
que hay vida más allá de la muerte, incluso conscientemente pedimos a los
santos por los que la persona siente devoción, lo cual da pie a creer que la
persona cree en la vida al otro lado de la vida física, ya que si viven ellos
que han estado aquí, igual que nosotros estamos ahora, ¿Por qué no íbamos a
vivir nosotros también al otro lado?, pero el terror inconsciente, generado por
esa forma de pensamiento global es superior al cualquier creencia o
razonamiento consciente.
Cambiar ese pensamiento global de terror a la
muerte, no parece, de momento, tarea fácil, ya que sería necesario que millones
y millones de personas empezaran a tener el pensamiento contrario, lo cual no
parece muy factible. Ante esto, solo queda la fortaleza del pensamiento de cada
persona de manera individualizada.
Hay una segunda razón para sufrir por
la muerte de una persona allegada, a pesar de creer que va a seguir con otra
forma diferente de vida mucho más placentera. Esta razón es la calidad del amor.
Si a cualquiera de nosotros nos preguntan porque sufrimos ante la pérdida de un
ser querido, la respuesta sería prácticamente la misma: “Porque le quiero y no
le voy a ver más”.
En esa respuesta mezclamos dos
conceptos completamente diferentes: Una, “le quiero”, y dos, “no le voy a ver
más”. El primer concepto se cae por sí solo, ¿Cómo es posible amar a alguien y
sufrir porque se va a un lugar muchísimo mejor? Nuestro amor no es auténtico
amor, no es la energía que todo lo llena, es una mezcla de amor y deseo. A esta
combinación de amor y deseo bien podríamos llamarla apego, y el apego se define
como una vinculación afectiva intensa, duradera, de carácter singular, que se
desarrolla y consolida entre dos personas, por medio de su interacción
recíproca, y cuyo objetivo más inmediato es la búsqueda y mantenimiento de
proximidad en momentos de amenaza ya que esto proporciona seguridad, consuelo y
protección. El segundo concepto es una consecuencia del primero.
Podemos por lo tanto concluir en que
lo que definimos como amor hacia nuestros seres queridos, es más apego que
amor, con lo cual es lógico el sufrimiento por la pérdida de alguien que nos
acompaña, que nos da seguridad, que nos brinda consuelo, que nos da protección,
y un sinfín de cosas más.
Cuando sustituyamos el apego por
amor, por auténtico amor, por amor verdadero, por amor incondicional, por el mismo
amor con el que Dios nos ama a nosotros, se habrá terminado nuestro sufrimiento
ante la muerte.
Hasta entonces es normal nuestro
dolor, porque es justamente el aprendizaje de cómo se ama nuestra auténtica
razón para venir a la vida.
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