De pronto,
sin tener en absoluto conciencia de que había pasado antes de este momento, me
vi sentado en la cama. Me sentía increíblemente bien. Ni tan siquiera trate de
recordar otros momentos en los que me había sentido tan bien, no lo necesitaba,
sabía, sin lugar a dudas, que este era el mejor momento de mi vida. Y ¡Que
curioso!, no estaba asociado a ninguna de las cosas por las que me he pasado la
vida deseando y suspirando: No me había tocado la lotería, no me habían ascendido
en el trabajo triplicándome el sueldo, no me habían presentado a la actriz de
mis sueños, la vida de mi familia ya era buena y no había variado para
excepcional, ¿Por qué estaría tan bien?
Tampoco me
cuestionaba como había llegado a sentarme en la cama, ni que había estado
haciendo con anterioridad. Me sentía pleno, me sentía luminoso, me sentía
expandido, como si ocupara toda la habitación, por alguna razón que no sabía
explicar, tenía conciencia de que lo sabía todo y de que podía aprobar
cualquier examen, sin importar la materia, pero tampoco me importaba saber que
sabía, y por supuesto no me iba a presentar a ningún examen.
¡Que
curioso!, no sentía ninguna molestia en mi cuerpo, no sentía pesadez, me sentía
ingrávido como una pluma con la agradable sensación de poder volar o flotar,
aunque por el momento no pensaba probarlo. También sabía que podía verlo todo
sin necesidad de colocarme los lentes que tenía en la mesilla de noche y que
había recuperado la audición que había perdido en mi oído derecho. Pero más
curioso todavía era que eso lo sabía porque sí, no me importaba saberlo, y yo,
que he sido toda mi vida un escéptico y que como Santo Tomás tenía que ver para
creer, lo sabía sin cuestionarme nada y sin importarme nada en absoluto tanta
ciencia acumulada en mí.
Estaba tan ensimismado con los
descubrimientos que iba haciendo sobre mí, que no me habían llamado la atención
los sollozos contenidos que llevaba rato escuchando, a decir verdad desde que
me encontré sentado en la cama. Enseguida supe quienes eran los responsables de
los sollozos, era mi gente, era mi familia. Pero, ¿Por qué lloraban?, los veía llorar
y no sentía ni un ápice de tristeza, solo amor. ¿Por qué lloraban?
No había terminado
de pensar la pregunta cuando aparecieron ante mí un grupo de personas, entre
ellas estaban mi padre que había muerto hace veinte años y mi abuela que había
muerto hace más de cuarenta. El resto debían ser ángeles o alguien más
importante porque estaban rodeados de una luz intensa y casi cegadora. Si mi
familia no tuviera los ojos ocupados por el llanto seguro que también los
hubieran visto. Los miré sin asombro y sin cuestionarme que era lo que hacían
allí, los mire sintiendo por ellos el mismo amor que sentía por mi esposa y mis
hijos que lloraban en otro lado de la sala.
“Has muerto”,
dijo mi padre. “Pero papa”, respondí, “como voy a haber muerto si estoy aquí hablando
contigo, si soy consciente de que lo estoy haciendo, estoy viendo y oyendo como
lloran los míos, supongo que debe ser un sueño”.
“No hijo mío,
es la realidad, has muerto, lloran porque te has muerto, mira tu cuerpo ahí, inmóvil,
tendido en la cama”, concluyó mi padre. Miré el cuerpo, sin ningún tipo de
lástima ni de temor, y pregunté dubitativo: “Y ¿Ahora qué?”. “También lo sabes,
igual que sabes muchísimas más cosas. Sigues siendo libre de hacer, de sentir y
de pensar. Puedes venir con nosotros ya o puedes esperar, tu decides”, dijo el
ser más luminoso, el que parecía ser el de mayor rango del grupo. “Podéis iros,
esperaré. Si, sé el camino de vuelta”, concluí. Y desparecieron de la misma
forma en que habían llegado.
Me acerqué a
mi esposa y a mis hijos, los abracé con ternura. Si mi amor por ellos ya era
infinito en vida, ahora, sin el estorbo del cuerpo podía expresar en ese abrazo
una ternura increíble. No lo sintieron, seguían llorando. Me gustaría que
supieran que estoy bien, que jamás lo había estado tanto. “Bueno, no pasará
mucho y ellos también podrán disfrutar de esta sensación”. Y sabía cuánto,
porque en ese momento pude ver la vida de cada uno de ellos hasta la apoteosis final,
lo que denominamos muerte. Sus vidas pasaron por delante de mis ojos en un
instante.
Fui consciente
de que se había acabado el tiempo tal
como lo conocía. Ahora todo era presente. Era presente el pasado, era presente el
ahora, era presente el futuro. De hecho no había tiempo, todo era presente y
podía viajar por ese eterno presente solo con mi pensamiento. Tantas veces como
llegué a preguntarme cuando vivía en el cuerpo, que habría sido en otras vidas
o como habría sido este o aquel otro acontecimiento, y ahora lo sabía, y lo más
gracioso, es que no me importaba, porque es algo que sé desde siempre, pero que
se me había olvidado el ratito de la vida en el cuerpo.
Pasé el
tiempo abrazando amigos y familiares. “Caray cuanto lloraban”. A algunos les
gritaba: “Estoy bien, estoy estupendo”. Pero era en vano, no me oían por mucho
que gritara. Creo que los únicos que eran conscientes de que estaba allí eran
el gato que trataba de frotarse con mi pierna y mi nieto de casi dos años, que
me miraba y tendía su manita. Al día siguiente quemaron el que fue mi cuerpo, y
cuando todos llegaron a casa y pudieron descansar después de tanto ajetreo, les
di mi último abrazo y decidí volver a casa.
Si algún día
me lo permiten les contaré las maravillas de vivir la vida real después del
lapsus de sueño de la vida en la materia.
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