Cada persona piensa,
habla y actúa de manera diferente al resto del mundo. Es natural creer que lo
que uno piensa, dice y hace es lo correcto. Pero, si partimos de esta premisa,
¿significa esto que todas aquellas personas cuyos pensamientos, palabras o
acciones difieren de los míos están equivocadas?
Si aceptáramos esta
lógica, llegaríamos a la conclusión de que todos los seres humanos que habitan
la Tierra llevan una vida equivocada, pues ninguno coincide plenamente con los
demás. Pero la verdad es que cada individuo actúa en función de su propio
pensamiento y percepción, moldeados por su experiencia, su entorno y su forma
de interpretar la realidad.
Por lo tanto, culpas,
errores o reacciones ante cualquier circunstancia no son más que el producto de
nuestra propia mente. Lo que consideramos una desgracia no es responsabilidad
del prójimo ni de su manera de pensar diferente. Atribuirle la culpa a otro es,
en esencia, el resultado de nuestra interpretación subjetiva de los
acontecimientos.
El verdadero poder
reside en el pensamiento. Si logro modificar mi forma de pensar, cambiará mi
manera de percibir el mundo. Y este cambio de pensamiento debe ser profundo,
hasta alcanzar una perspectiva que me permita aceptar con alegría cualquier
circunstancia que la vida me presente.
Este, sin duda, es el
secreto de la felicidad: aprender a transformar nuestra visión del mundo para
encontrar paz, aceptación y gozo en cualquier situación. La felicidad no
depende de las circunstancias externas, sino de la actitud con la que elegimos
enfrentarlas.
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