Las sirenas eran unas ninfas marinas
que, en la mitología, atraían con sus cantos dulces e insinuantes a los marinos
hacia los escollos de la costa, donde, tras hacerles naufragar, los devoraban,
no dejando de ellos más que los huesos amontonados.
Advertido
por la diosa Circe de lo peligroso que era el canto de las sirenas, Ulises
ordeno taponar con cera los oídos de sus remeros y se hizo atar al mástil del
navío. Si por el hechizo musical pedía que lo liberasen, debían apretar aun más
fuerte sus ataduras. Gracias a esta estratagema Ulises fue el único ser humano
que oyó el canto y sobrevivió a las sirenas, que devoraban a los incautos que se
dejaban seducir.
Empleamos
esta expresión para advertir del peligro de dejarse seducir o llevar a la
perdición por falsas promesas o incitaciones ilusorias. Pero tendríamos que
utilizar muchísimo más esta expresión, porque todos y cada uno de nosotros
convivimos con una sirena, que sabe entonar todo tipo de melodías, que nos
incita con sus falsas promesas, que nos seduce con su dulce música y nos
arrastra en pos de sueños que se convierten en humo al acercarnos a ellos.
Nuestra
sirena particular no es una dulce e insinuante ninfa, es nuestra mente, que por
todo lo que maquina y promete más parece una bruja terrorífica y tenebrosa. Todos
tendríamos que tener, como Ulises, un mástil al que poder atarnos y unos
remeros que nos ataran para no seguir los dictados de la mente perversa, que
cuando nos atrapa en sus redes deja amontonados no nuestros huesos, ya les
gustaría a muchos que así fuera, sino que amontona sobre nuestra vida nuestras
más lúgubres emociones.
No es dura
la vida, no nos lleva la vida ni al sufrimiento, ni al dolor, no es la vida la
culpable de nuestros miedos, ni de nuestros fracasos, no lo es de nuestra rabia,
ni de nuestra tristeza, no es la vida la responsable de los infinitos males con
los que convive el ser humano. Es nuestra mente, y más concretamente los cantos
de sirena de nuestra mente.
La mente
no tiene ningún reparo en culpar a los demás de desgracias propias, y de
hacernos culpables de las desgracias ajenas. La mente, cual sirena, nos
arrastra con su canto una y otra vez a recordar lo más tenebroso de nuestro
pasado, nos impulsa a dudar sin compasión sobre qué hacer en el futuro, pero es
incapaz de mantenerse en silencio para vivir, escuchar y disfrutar el presente.
No existe
manera de taponarse la conciencia para no escuchar a la mente, este es nuestro
sino, escuchar permanentemente las simplezas de una mente que vaga a la deriva,
como las hojas movidas por el viento, amontonando emociones en recovecos
resguardados del aire. Y aquí nace nuestro trabajo, dejar salir del corazón
nuestra grandeza para dominar con un acto de la voluntad al huracán de la
mente, limpiar el amasijo de emociones acumuladas, para conseguir así la gloria
del silencio.
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