El viaje del alma

El alma no tiene raza, no tiene religión, solo conoce el Amor y la Compasión.
Todos somos seres divinos, hace miles de años que lo sabemos, pero nos hemos olvidado y,
para volver a casa tenemos que recordar el camino. BRIAN WEISS




miércoles, 26 de agosto de 2015

Cantos de sirena


            Las sirenas eran unas ninfas marinas que, en la mitología, atraían con sus cantos dulces e insinuantes a los marinos hacia los escollos de la costa, donde, tras hacerles naufragar, los devoraban, no dejando de ellos más que los huesos amontonados.     
Advertido por la diosa Circe de lo peligroso que era el canto de las sirenas, Ulises ordeno taponar con cera los oídos de sus remeros y se hizo atar al mástil del navío. Si por el hechizo musical pedía que lo liberasen, debían apretar aun más fuerte sus ataduras. Gracias a esta estratagema Ulises fue el único ser humano que oyó el canto y sobrevivió a las sirenas, que devoraban a los incautos que se dejaban seducir.
 
Empleamos esta expresión para advertir del peligro de dejarse seducir o llevar a la perdición por falsas promesas o incitaciones ilusorias. Pero tendríamos que utilizar muchísimo más esta expresión, porque todos y cada uno de nosotros convivimos con una sirena, que sabe entonar todo tipo de melodías, que nos incita con sus falsas promesas, que nos seduce con su dulce música y nos arrastra en pos de sueños que se convierten en humo al acercarnos a ellos.
Nuestra sirena particular no es una dulce e insinuante ninfa, es nuestra mente, que por todo lo que maquina y promete más parece una bruja terrorífica y tenebrosa. Todos tendríamos que tener, como Ulises, un mástil al que poder atarnos y unos remeros que nos ataran para no seguir los dictados de la mente perversa, que cuando nos atrapa en sus redes deja amontonados no nuestros huesos, ya les gustaría a muchos que así fuera, sino que amontona sobre nuestra vida nuestras más lúgubres emociones.
No es dura la vida, no nos lleva la vida ni al sufrimiento, ni al dolor, no es la vida la culpable de nuestros miedos, ni de nuestros fracasos, no lo es de nuestra rabia, ni de nuestra tristeza, no es la vida la responsable de los infinitos males con los que convive el ser humano. Es nuestra mente, y más concretamente los cantos de sirena de nuestra mente.
La mente no tiene ningún reparo en culpar a los demás de desgracias propias, y de hacernos culpables de las desgracias ajenas. La mente, cual sirena, nos arrastra con su canto una y otra vez a recordar lo más tenebroso de nuestro pasado, nos impulsa a dudar sin compasión sobre qué hacer en el futuro, pero es incapaz de mantenerse en silencio para vivir, escuchar y disfrutar el presente.
No existe manera de taponarse la conciencia para no escuchar a la mente, este es nuestro sino, escuchar permanentemente las simplezas de una mente que vaga a la deriva, como las hojas movidas por el viento, amontonando emociones en recovecos resguardados del aire. Y aquí nace nuestro trabajo, dejar salir del corazón nuestra grandeza para dominar con un acto de la voluntad al huracán de la mente, limpiar el amasijo de emociones acumuladas, para conseguir así la gloria del silencio.

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